viernes, 28 de mayo de 2010
Marcell Jankovics: Küzdök (Lucha) (1977)
Palma de Oro para el Mejor Cortometraje en el Festival de Cannes, 1977
Una versión cruel del mito de Pigmalión
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El sueño de una sombra,
Modern Art
Marcell Iványi (Budapest, 1973): Szél (Viento) (1996)
Palma de Oro para el Mejor Cortometraje en el Festival de Cannes, 1996
¿Qué miramos?
http://pov.imv.au.dk/Issue_05/section_1/artc3A.html
jueves, 27 de mayo de 2010
miércoles, 26 de mayo de 2010
Casas y cuentos: el imaginario arquitectónico en los cuentos populares
Érase una vez un Rey y una Reina que se desesperaban porque no tenían hijos. El castillo les parecía vacío. Tras haber probado todas las aguas y las pociones imaginables, la Reina dió a luz a una niña. Organizaron una gran fiesta de cumpleaños a la que invitaron a las hadas todas. ¿Todas? Se olvidaron de la hada vieja. Como venganza, predijo que la niña moriría al pincharse un dedo con el huso. Una hada buena logró torcer el hado funesto. La joven no moriría. Solo dormiría cien años, si acaso la punta de un huso la hacía sangrar. El Rey y la Reina ordenaron que todos los trabajos de punto, todos los telares fueran escondidos bajo siete llaves.
Mas una tejedora anciana que trabajaba en lo alto de una torre olvidada del castillo no escuchó la advertencia. Un día, la Princesa, que recorría el palacio, descubrió la remota estancia, y pidió ver tan sorprendente instrumento. No bien lo hubo tocado que una gota de sangre brotó. Cayó en un profundo sueño, y las hadas buenas tocaron con su varita mágica a todas las personas que vivían en el castillo y las durmieron aún más profundamente. El Rey y la Reina partieron. Los árboles crecieron frondosos alrededor del castillo, y solo sobresalía, por encima de las negras copas, una torre.
Cien años más tarde, el Príncipe que por el aquel entonces reinaba, cabalgando por sus extensas posesiones, divisó una torre oscura en la que hasta entonces no se había fijado. Todos sabían de su existencia, pero nadie se había atrevido a entrar. Vivía un ogro, se decía. Mas un anciano campesino le reveló que, siendo un niño había oído que el castillo era la morada de la princesa más hermosa del mundo que dormía desde hacía cien años. Y éstos acababan de pasar.
El Príncipe se adentró en el bosque. Entró en el castillo. Alabarderos, que parecían muertos, yacían por doquier. Subió las escaleras, atravesó estancias hasta que llegó a una sala pintada de oro en cuyo centro refulgía, sobre un lecho dorado, una Princesa dormida que parecía sonreir. No tuvo tiempo de besarla que la Princesa despertó. Y se casaron en la Sala de los Espejos.
Cerca del bosque vivía una madre y su hija, una niña encantadora cubierta con una caperuza roja regalada por su abuela. Ésta vivia allende el bosque. Enfermó. La madre pidió a su hijita que le llevara unos pocos víveres. Mientras cruzaba el bosque, encontró al lobo, pero éste no se atrevió a hacer lo que quería a causa de unos fornidos leñadores que se ufanaban cerca. Preguntó a la niña donde iba, y, al saberlo, inquirió si la abuela moraba lejos. El lobo corrió hacia la casa de la abuela, la devoró y se encamó. Cuando la niña empujó la puerta de la cabaña y entró, vió que su abuela, bien cubierta por mantas en la oscura estancia ahumada, tenía muy mala cara. La preguntó por sus ojos saltones; el lobo le respondió que eran para mirarla mejor. Pero apenas hubo preguntado por sus dientes, insólitamente crecidos, no tuvo tiempo ni de gritar.
La cabaña empalidecía ante las mansiones, llenas de objetos valiosos y de muebles cubiertos de tapetes, y con tantas carrozas doradas en la puerta, que un hombre rico tenía en el campo y en la ciudad. Rico, aunque triste porque ninguna mujer quería (volver) a esposarse con él: su barba celeste repelía. Sus esposas anteriores le habrían dejado y habían desaparecido.
Acontecío que una vecina logró que una de sus dos hijas aceptase casarse con él. La boda fue espléndida. Se mudaron a una de las moradas del príncipe azul. Pasaban los días jugando, hasta que el dueño tuvo que partir. Entregó las llaves de todas las estancias, las alacenas, las cajas fuertes, los joyeros y los más recónditos armarios, advirtiéndole que se cuidara de utilizar la llave más pequeña.
No bien hubo el marido partido que su recién esposa invitó a sus amigas. Juntas recorrieron todas las estancias, abrieron todos los cajones, hurgaron en cuantas salitas y baúles encontraron, admirándose de las riquezas almacenadas. Pero la joven solo deseaba averiguar qué se escondía detrás de la puerta de una sala en el sótano. Dejó a sus amigas, bajó por una escalera secreta y probó la llave menuda. Empujó la puerta. No vió nada. Las porticones estaban tirados; la estancia, en la oscuridad. Pero, poco a poco, fue viendo el suelo cubierto de manchas oscuras, y sobre las paredes, colgados cadáveres ensangrentados de mujeres, sin duda las esposas que le habían precedido. La llave le cayó de las manos. Se manchó de sangre. La joven, lívida, logró salir y cerrar la puerta. Fue a lavar la llave, mas las manchas no desaparecían.
Por la noche el esposo celeste regresó. Pidió las llaves y preguntó por las manchas. La joven no supo que decir. Su esposo, colérico, le anunció que moriría ya que había violado el secreto. Ella le imploró que le concediera unos minutos para rezar. Ya retirada, suplicó a su hermana, que había venido a verla, que subiera a lo alto de la torre, para ver si sus hermanos, que tenían que acudir pronto, no estaban ya en camino. Una y otra vez pedía si su hermana veía algo. Y una y otra vez, el esposo pedía que cesaran las oraciones. Llegaron los hermanos. A tiempo.
No lejos de aquí, un pobre molinero, justo antres de morir, distribuyó sus escasas pertenencias entre sus hijos. Al benjamin le tocó el gato. Y tuvo que abandonar el molino. Moriría de hambre, se lamentaba. Ante lo cual el gato respondió que le dejara hacer. Solo pedía al joven molinero que le confeccionara unas botas.
El gato calzado partió. Cazó una liebre y fue a ofrecérsela al Rey, quien aceptó sorprendido y encantado, en nombre de su dueño, el Marqués de Carabas -que tal era el título que se inventó para su pobre dueño-. Poco después, el gato llegó a las puertas de un castillo. Pertenecía a un ogro, a quien pidió ver. Se decía que podía convertirse en cualquier animal, lo que el gato ponía en duda. El ogro, invitado por aquél, se convirtió en un león tan fiero que el gato apenas tuvo tiempo de refugiarse en lo alto de una columna. Desde arriba, le felicitó, pero le preguntó si también podía transformarse en un ratón, lo que tenía que ser mucho más difícil o ¿imposible? Nada lo era para el ogro. No bien el gato con botas se zampó al ogro, el Rey, que pasaba cerca del castillo, preguntó quien era el dueñpo de tan espléndida morada. El gato abrió las puertas y le invitó a entrar en nombre del Marques de Carabas. ?¿De nuevo? ¿Quien era tal gran y generoso señor? Corrió el gato con las botas de siete leguas a advertir al molinero, lo trajo, lo vistió con un traje emplumado del ogro y lo presentó al Rey.
La mesa estaba espléndidamente puesta -ya el Ogro esperaba a unos amigos, tan ogros como él-. Tras probar los manjares, el Rey dijo al antiguo molinero que nada se oponía a que se convirtiera en su yerno.
En una estancia tan hermosa como la del Marqués de Carabas, una pobre muchacha, vestida con harapos, fregaba de rodillas, mientras sus hermanastras se preparaban para acudir al baile que el Príncipe había organizado. La escena no era nueva. La muchacha se encargaba de las más bajas tareas domésticas: lavaba, limpiaba, y solo poseía un camastro lleno de chinches, en un cuatro oscuro, mientras sus hermanastras dormían en lechos de plumas. Por la noche, solo podía calentarse cerca de las cenizas de la chimenea. Por eso, la llamaban Cenicienta.
Su hada madrina se compadeció. Le preguntó si querría ir al baile. Mas, ¿cómo? si nada tenía. Con una calabaza, que Cenicicienta recogió en el jardín, el hada hizo una carroza, y su varita mágica la vistió de pies a cabeza. Solo tenía que cumplir una condición: estar a las doce de vuelta. El encantamiento cesaría entonces.
La entrada de Cenicienta, irreconocible en su traje de luces, en el palacio del Príncipe lo deslumbró. La invitó a cenar, a tomar mermelada de naranja, una delicia que Cenicienta desconocía, a bailar, y no la hubiera dejado ya si, mientras las campanadas de medianoche retumbaban, Cenicienta no se hubiera acordado de la advertencia, y no hubiera huido tan turbada y presta que perdió en la escalinata de la entrada un zapatito de cristal.
Al día siguiente, las hermanastras contaron a Cenicienta, que ya limpiaba, lo que había ocurrido la velada anterior en el palacio del Príncipe. Éste, desesperado, por la súbita desaparición de la misterriosa joven, mandó que todas las nobles del país se acercaran para saber quien calzaba tan diminuto y frágil zapato. Cuando todas las princesas, las duquesas, las ricas herederas y hasta las burguesas hubieran probado de ponerse el calzado, inútilmente, ya solo quedó Cenicienta por intentar la prueba. ¿Cómo iba a ser ella la princesa de los zapatos de cristal? Sus hermanastras no habían logrado que ni un dedo entrara. Y se burlaban de los deseos de Cenicienta.
Antes de que el Príncipe se casara con ella, sus hermanastras le pidieron, de rodillas, perdón. Y Cenicienta las levantó, las llevó a sus palacio, les concedío un espléndido dormitorio y las casó con dos nobles.
La suerte de Cenicienta no parecía acompañar a la de los siete hijos, de diez a siete años, de un pobre leñador y de una pobre leñadora, que vivían en una cabaña que lindaba con la espesura. El más pequeño, tan pequeño como un pulgar, trataba de ayudar ren las tareas domésticas más bajas pese al desprecio en el que se le tenía. Cuando los víveres se acabaron y llegó el invierno, a los padres, sentados de noche a la luz de la lumbre, no les cupo más que decidirse a abandonar a sus hijos en el bosque porque no podían alimentarlos. Pero el benjamín, que tenía muy buen oído, y era capaz de andar sin ser visto de tan pequeño que era, supo lo que sus padres tramaban. Fue a recoger guijarros que guardó, y fue soltando a medida que se adentraban en el bosque. Cuando los hermanos se vieron perdidos, a la merced de los lobos, Pulgarcito les animó. Siguiendo las trazas de los guijarros lograron llegar a la cabaña donde los padres lloraban desconsoladamente. Mas el hambre volvió a azuzar. Esta vez, Pulgarcito no pudo salir a recoger piedras pues el padre había atrancado la puerta. Tan solo logró alcanzar una mendrugo, que fue desmigando mientras, de nuevo, eran internados en el bosque. Las migas que los hubieran guiado ya no estaban cuando las necesitaron: los pájaros del bosque las habían comido. De noche, cuando las pupilas de los lobos se encendieron, Pulgarcito avisó una luz a lo lejos. Llegaron a duras penas: a ratos, la lumbre desaparecía tras una hondonada. La mujer que les abrió la puerta se apiadó de ellos: su esposo era un ogro. Cuando éste regresó, su esposa escondió a los niños. Mas el ogro los olió. Y mandó que fueran cocinados al momento. Su mujer le convenció que ya tenía suficiente carne en la mesa, pues le había cocinado un buey y varios carneros, y que aguardara hasta el día siguiente. El ogro tenía siete hijas, todas ogras. Dormían en siete camitas. Sin que se dieran cuenta, Pulgarcito les retiró la coronita que llevaban y les puso los gorros de lana que la mujer les había dado. A medianoche, el ogro tuvo hambre, Subió a la habitación de todos los niños, los palpó a oscuras, y degolló a todos los que portaban la tiara.
Al alba, la mujer se desmayó. En el cuatro, sus hijas yacían decapitadas en medio de un mar de sangre. El ogro enloqueció. Se calzó las botas de siete leguas y partió tras los niños que habían huido. Las botas eran tan veloces que el Ogro se sentó para descansar y se durmió, sobre una roca tras la cual los niños, prcisamente se habían escondido. Pulgarcito logró hacerse con las botas y acudir al Palacio del Rey, que se desesperaba aguardando noticias del frente de batalla. Pulgarcito se ofreció para traérselas de inmediato, y tan bien y prestamente obró, una y otra vez, que el Rey le cubrió de oro, con lo que pudo comprar una casa a sus padres y vivir de nuevo todos juntos.
Los cuentos popularers (los siete escuetos cuentos de Perrault así lo sugieren) tratan, principalmente, de problemas de hogar. Las casas, chozas o palacios, se oponen al bosque que a menudo las amenaza o las envuelve. Deberían ser, así, espacios protectores, en los que recogerse cuando la noche y el miedo acerchan.
Sin embargo, no es así. Las múltiples estancias, los muebles cargados de cajones que ocultan secretos, la oscuridad, la tristeza de una lumbre que se apaga, el polvo y la ceniza que se mezcla con la tierra del suelo, conforman interiores desazonantes. No hace falta recurrir al análisis que Freud hiciera del espacio interior para descubrir, en el mismo vocabulario latino de la casa, que ésta puede ser opresiva: doméstico significa civilizado,, ciertamente, pero también aplacado, reducido, disminuido, desbravado. Sin fuerzas. Es decir, próximo a la inanición; y la muerte. Lo doméstico evoca tanto la seguridad como el ahogo.
El hogar, que debería ser el centro de la vida, la amenaza. El carácter súbitamente inquietante del espacio doméstico está en relación con los ritos de paso y, en concreto, con unos próximos esponsables, gracias a los que las muchachas -el matrimonio conflictivo siempre afecta a la mujer- deberán cambiar de casa, y preparase para un nuevo hogar, desconocido y eventualmente cargado ded peligros. Desde luego, marcado por el peligro de lo desconocido.
La constitución de una nueva "casa" (es decir, una familia) genera la inquietud que proyecta en la casa (la estructura arquitectónica) toda clase de peligros. La casa que se está a punto de abandonar parece expulsar de su seno a la joven, y la nueva que la aguarda se antoja la morada de un ogro.
Los cuentos exploran entonces los temores que la constitución de un hogar suscita: el tránsito a la vida adulta se vive como una ruptura definitiva, con respecto a la familia, y al hogar paterno y materno, y la entronización en una nueva estructura familiar y arquitectónica percibida con angustia.
Ogros, hechiceras, madrastras, lobos, heridas punzantes, manchas de sangre, llaves demasiado pequeñas o emasculadas, ávidos esposos, fuegos que se apagan, cenizas que avanzan, castillos sumidos en un sueño eterno: el imaginario arquitectónico de los cuentos evoca el horror, la pérdida y la ruptura que la constitución del hogar genera. Crear, construir no se puede llevar a cabo sin un desgarro. La seguridad del hogar se pierde. Precisamente porque el propio hogar se ha convertido en un peligro. Del que hay que huir para lograr fundar un nuevo hogar. Hasta que las hijas tenga que partir.
martes, 25 de mayo de 2010
Aleksey Budowskiy (San Petersburgo, 1975): Bathtime in Clerkenwell (2002)
http://www.figlimigliproductions.com/
Premio del Jurado en el Festival On line de Sundance, 2002
...o la revolución de los pájaros de cuco.
Conciliábulo de arquitectos: Jano, Noé y Utnapishtim
Cuenta la leyenda que Jano, hijo de Apolo (el dios griego de la arquitectura, que mandaba también sobre las aguas), llegó a Italia en barco, fundó la ciudad de Janícolo (hoy una de las siete colinas de Roma, en lo alto de la cual Pedro ,el primer arquitecto hecho a imagen de su obra -eres Pedro y sobre esta piedra...-, fue crucificado), y se convirtió en rey.
Años más tarde, acogería al dios Saturno, expulsado de Grecia por Júpiter, llegado también por mar. Juntos gobernarían durante lo que se llamó la Edad de Oro (el espacio de los inicios, perfectamente ordenado, el cosmos, entonces -kosmos significa en griego orden), y enseñarían a los humanos las técnicas agrícolas y las artes edificatorias.
Un estudioso toscano renacentista, Annio de Viterbo, escribió la primera historia moderna de los etruscos, los ancestrales habitantes de la Toscana (nombre que proviene del sustantivo Etruria). En ella, equiparó a Jano con Noé. Ambos habían escapado al destino por mar. Por tanto, la nave en la que Jano acostó era el arca que Yavhé mandó a Noé construir para escapar del diluvio.
Noé, que proviene del verbo hebreo nuah, significa descansar, asentarse. Noé es el primer hombre que halla su lugar y se instala, después de haber errado durante cuarenta días y cuarenta años, a la merced de las olas y el diluvio, encerrado en el arca.
El arca que Noé construyó, por indicación de Yavhé, era la misma que el mesopotámico Utnapishtim (que significa el que aspira a la sabiduría), por consejo de Enki, el dios mesopotámico de la arquitectura, y siguiendo los planos que éste le entregó, edificó, para escapar del diluvio que se avecinaba, lanzado por el dios del Cielo para lavar la tierra de las manchas que los humanos causaban.
El Poema de Gilgamesh cuenta que el arca era una réplica del Abzu: de las aguas primordiales, de donde la vida emergió. Aguas sobre las que Enki reuinaba.
Al mismo tiempo, el arca se organizaba interiormente en siete niveles que se asemejaban a los siete estratos del cielo. El Abzu de los orígenes era, por tanto, el cosmos. Y el arca, una fantástica construcción que rememoraba el espacio edificado u ordenado por Enki.
De este modo, a través de las épocas, las culturas y el espacio, un mismo motivo se repite; hacer arquitectura equivale a repetir la creación del mundo (surgido de las aguas sobre las que el verbo divino sobrevuela para mandar que las cosas se hagan), y cada construcción es un mundo.
Años más tarde, acogería al dios Saturno, expulsado de Grecia por Júpiter, llegado también por mar. Juntos gobernarían durante lo que se llamó la Edad de Oro (el espacio de los inicios, perfectamente ordenado, el cosmos, entonces -kosmos significa en griego orden), y enseñarían a los humanos las técnicas agrícolas y las artes edificatorias.
Un estudioso toscano renacentista, Annio de Viterbo, escribió la primera historia moderna de los etruscos, los ancestrales habitantes de la Toscana (nombre que proviene del sustantivo Etruria). En ella, equiparó a Jano con Noé. Ambos habían escapado al destino por mar. Por tanto, la nave en la que Jano acostó era el arca que Yavhé mandó a Noé construir para escapar del diluvio.
Noé, que proviene del verbo hebreo nuah, significa descansar, asentarse. Noé es el primer hombre que halla su lugar y se instala, después de haber errado durante cuarenta días y cuarenta años, a la merced de las olas y el diluvio, encerrado en el arca.
El arca que Noé construyó, por indicación de Yavhé, era la misma que el mesopotámico Utnapishtim (que significa el que aspira a la sabiduría), por consejo de Enki, el dios mesopotámico de la arquitectura, y siguiendo los planos que éste le entregó, edificó, para escapar del diluvio que se avecinaba, lanzado por el dios del Cielo para lavar la tierra de las manchas que los humanos causaban.
El Poema de Gilgamesh cuenta que el arca era una réplica del Abzu: de las aguas primordiales, de donde la vida emergió. Aguas sobre las que Enki reuinaba.
Al mismo tiempo, el arca se organizaba interiormente en siete niveles que se asemejaban a los siete estratos del cielo. El Abzu de los orígenes era, por tanto, el cosmos. Y el arca, una fantástica construcción que rememoraba el espacio edificado u ordenado por Enki.
De este modo, a través de las épocas, las culturas y el espacio, un mismo motivo se repite; hacer arquitectura equivale a repetir la creación del mundo (surgido de las aguas sobre las que el verbo divino sobrevuela para mandar que las cosas se hagan), y cada construcción es un mundo.
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