sábado, 27 de agosto de 2011
viernes, 26 de agosto de 2011
El individuo y la ciudad
Los estudiosos de la cultura mesopotámica se interrogan sobre la imagen que los habitantes del Próximo oriente antiguo tenían de sí mismos. ¿Se veían como individuos, o como miembros de una comunidad? ¿Tenían conciencia de ser individuos, como la tendrían los griegos? ¿Podían "conocerse a sí mismos? ¿Pensaban en la posibilidad de conocerse?
Los mitos, en general, cuentan que los actos individuales apenas cuentan en la suerte de una persona. Por el contrario, el destino viene marcado por los actos cometidos por los progenitores, por los antepasados, incluso. Tanto en textos propiamente mesopotámicos, como en la Biblia, las faltas de una generación recaen sobre las generaciones venideras que pagan por lo que no han hecho. Lo que hace una persona, por tanto, no cuenta casi para determinar su vida; ésta está condicionada por su linaje, del que es imposible escapar. Isaac casi pagó por la puesta en duda de la fe de su padre Abraham.
¿Imposible? Aunque los restos arqueológicos son poco locuaces, y los textos no siempre revelan el marco cultural, de creencias y costumbres, en el que se insertan, parece que mientras los puebles estaban organizados por clanes, éstos jugaban un papel menor en la ciudad. Las casas pertenecían a familias, ciertamente, en las que vivían dos o tres generaciones junto con la servidumbre (en el caso de familias pudientes), pero en un mismo barrio cohabitaban distintas familias junto con artesanos. Cada barrio tenía su personalidad. Por tanto, la influencia de la familia o el clan quedaba diluida en gran parte. La vida de cada ciudadano podía estar condicionada tanto por los actos de su propia familia como por los de otros grupos familiares, sociales, profesionales. El individuo se hallaba en el cruce de múltiples influencias que se equilibraban. De este modo, cada individuo era un centro que recibía influencias e irradiaba una cierta manera de estar en el mundo.
Para nosotros, la ciudad es el lugar donde se diluyen las individualidades; se trata del espacio de la masa anónima. sin embargo, en Mesopotamia, la ciudad se convirtió en el lugar donde el individuo, en tanto que ser "libre" -de pensar, de "ser"- pudo determinarse.
Un hecho curioso es que la ciudad era percibido como un organismo creado por un individuo a las órdenes de un divinidad. Gilgamesh se presentaba como el que había mandado construir las murallas de la ciudad de Uruk en la que reinaba. El Poema de Gilgamesh concluye con el rey -de vuelta a Uruk tras un viaje iniciático durante el que se da cuenta de la condición mortal de los humanos y la asume-, que, al volver a ver las murallas de "sus" ciudad, reconoce que se trata de una obra suya; ésta perdurará y, por tanto, permitirá que su nombre -su persona, en suma- sea recordaba para siempre (como bien ha ocurrido). La ciudad, en este caso, es una creación "personalizada"; y es esta creación la que, paradójicamente, revierte sobre el creador, convirtiéndolo en una personalidad, un individuo que cobra conciencia de quien es. La ciudad hace al individuo. Éste no se pierde en la masa sino que se instituye.
Por este motivo, cabe pensar que la gran revolución que aconteció en el quinto milenio aC, en el sur de Iraq, con la aparición de las ciudades de Uruk y, posteriormente, de Ur, acarreó no solo cambios en el territorio y en la sociedad sino en la percepción o conciencia de que cada ser humano tenía de sí mismo. De pronto, el hombre se volvió un ser aparte, un centro del mundo.
Para bien; o no.
Los mitos, en general, cuentan que los actos individuales apenas cuentan en la suerte de una persona. Por el contrario, el destino viene marcado por los actos cometidos por los progenitores, por los antepasados, incluso. Tanto en textos propiamente mesopotámicos, como en la Biblia, las faltas de una generación recaen sobre las generaciones venideras que pagan por lo que no han hecho. Lo que hace una persona, por tanto, no cuenta casi para determinar su vida; ésta está condicionada por su linaje, del que es imposible escapar. Isaac casi pagó por la puesta en duda de la fe de su padre Abraham.
¿Imposible? Aunque los restos arqueológicos son poco locuaces, y los textos no siempre revelan el marco cultural, de creencias y costumbres, en el que se insertan, parece que mientras los puebles estaban organizados por clanes, éstos jugaban un papel menor en la ciudad. Las casas pertenecían a familias, ciertamente, en las que vivían dos o tres generaciones junto con la servidumbre (en el caso de familias pudientes), pero en un mismo barrio cohabitaban distintas familias junto con artesanos. Cada barrio tenía su personalidad. Por tanto, la influencia de la familia o el clan quedaba diluida en gran parte. La vida de cada ciudadano podía estar condicionada tanto por los actos de su propia familia como por los de otros grupos familiares, sociales, profesionales. El individuo se hallaba en el cruce de múltiples influencias que se equilibraban. De este modo, cada individuo era un centro que recibía influencias e irradiaba una cierta manera de estar en el mundo.
Para nosotros, la ciudad es el lugar donde se diluyen las individualidades; se trata del espacio de la masa anónima. sin embargo, en Mesopotamia, la ciudad se convirtió en el lugar donde el individuo, en tanto que ser "libre" -de pensar, de "ser"- pudo determinarse.
Un hecho curioso es que la ciudad era percibido como un organismo creado por un individuo a las órdenes de un divinidad. Gilgamesh se presentaba como el que había mandado construir las murallas de la ciudad de Uruk en la que reinaba. El Poema de Gilgamesh concluye con el rey -de vuelta a Uruk tras un viaje iniciático durante el que se da cuenta de la condición mortal de los humanos y la asume-, que, al volver a ver las murallas de "sus" ciudad, reconoce que se trata de una obra suya; ésta perdurará y, por tanto, permitirá que su nombre -su persona, en suma- sea recordaba para siempre (como bien ha ocurrido). La ciudad, en este caso, es una creación "personalizada"; y es esta creación la que, paradójicamente, revierte sobre el creador, convirtiéndolo en una personalidad, un individuo que cobra conciencia de quien es. La ciudad hace al individuo. Éste no se pierde en la masa sino que se instituye.
Por este motivo, cabe pensar que la gran revolución que aconteció en el quinto milenio aC, en el sur de Iraq, con la aparición de las ciudades de Uruk y, posteriormente, de Ur, acarreó no solo cambios en el territorio y en la sociedad sino en la percepción o conciencia de que cada ser humano tenía de sí mismo. De pronto, el hombre se volvió un ser aparte, un centro del mundo.
Para bien; o no.
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El sueño de una sombra
Peter Kubelka (1934): Arnulf Rainer (1960) / Schwechater (1958)
Quizá la película más radical de la historia: el cine reducido a sus componentes esenciales.
Su anuncio para la marca de cerveza austríaca Schwechater, nunca proyectado comercialmente, es el mejor anuncio de la historia
martes, 23 de agosto de 2011
La ciudad y las esencias
La ciudad sumeria de Uruk, a mitad del cuarto milenio aC, tenía unos ochenta mil habitantes; un milenio más tarde, la ciudad vecina de Ur acogía quizá a 350000 habitantes. Se trataba de la mayor ciudad de la historia, en todo el mundo, hasta Roma en el siglo I dC.
Sin embargo, el número de habitantes no es un dato a tener en cuenta para distinguir entre una ciudad y un pueblo. Ni siquiera la estratificación social y profesional, propia del mundo urbano, es un criterio decisivo. En efecto, el tejido social y laboral de la ciudad mesopotámica se asemejaba a la de un pueblo. No se practicaba la "zonificación" -la división por clases y labores-. Viviendas extensísimas cohabitan con modestas moradas, junto a lo que parecen talleres. La ciudad se componía de una serie de barrios o distritos, en los que distintas clases sociales y profesionales vivían juntos, sin separación manifiesta. La división física no se trazaba entre pudientes y necesitados, sino entre barrios multiclasistas.. Canales que se adentraban en la trama urbana, y murallas aislaban cada barrio. Solo el puerto, siempre presente en ciudades marismeñas o fluviales, cumplía al mismo tiempo las funciones de mercado, y alguna larga calle, que atravesaba varios barrios, acogía tiendas y negocios de distintos artesanos y profesionales (lo que corrobora la ausencia de especialización de los barrios): se trataba de una arteria comercial en la que todo tipo de comercios se distribuían.
Lo que, en verdad, caracterizaba a una ciudad, era la posesión de los me.
Los me: un término plural difícilmente traducible, pues los significados que posee son excesivamente heterogéneos entre sí para nosotros. Me es el verbo "ser". Algunos especialistas consideran que los me son las esencias, pero también los fundamentos, las leyes, las reglas de cualquier tipo de acción, función, organización. Los me, de algún modo, son los fundamentos de la cultura. Los me son activos, efectivos. Inciden en la vida humana y divina. Regulan la vida entre el cielo y la tierra, y la vida en común. Son los me los que dan sentido a la vida.
Los me se hallan protegidos en el templo de la divinidad principal de la ciudad. Los mitos cuentan como los dioses compiten entre sí para apoderarse, para hacerse con el "poder" de los me y llevárselos a la ciudad que presiden.
La ciudad que pierda los me cae. Deja de ser un espacio fundamental, que da peso a lo que se hace y se dice.
Los fundamentos del mundo no se hallan en el empíreo -ni en la mente divina (o humana)- sino en el templo principal de la ciudad; templo que solo existe porque acoge a una divinidad que vive en la tierra porque la ciudad existe.
Sin ciudad, entonces, el mundo se convierte en un sin-sentido, o una ilusión. La ciudad es un centro, es lo que centra el mundo, aporta estabilidad. Las cosas y los hechos se enraízan, se asientan sólidamente solo porque la ciudad existe. Sin la cultura urbana, el mundo retorna al caos de los inicios.
La ciudad sumeria no mancilla el edén, como en la Biblia, sino que lo instituye: dibuja un espacio donde acciones y decisiones adquieren el peso necesario para ser efectivas, creadoras. El mundo es creado o recreado desde y en la ciudad.
Esta es, probablemente, la gran aportación teórica y práctica sumeria.
Sin embargo, el número de habitantes no es un dato a tener en cuenta para distinguir entre una ciudad y un pueblo. Ni siquiera la estratificación social y profesional, propia del mundo urbano, es un criterio decisivo. En efecto, el tejido social y laboral de la ciudad mesopotámica se asemejaba a la de un pueblo. No se practicaba la "zonificación" -la división por clases y labores-. Viviendas extensísimas cohabitan con modestas moradas, junto a lo que parecen talleres. La ciudad se componía de una serie de barrios o distritos, en los que distintas clases sociales y profesionales vivían juntos, sin separación manifiesta. La división física no se trazaba entre pudientes y necesitados, sino entre barrios multiclasistas.. Canales que se adentraban en la trama urbana, y murallas aislaban cada barrio. Solo el puerto, siempre presente en ciudades marismeñas o fluviales, cumplía al mismo tiempo las funciones de mercado, y alguna larga calle, que atravesaba varios barrios, acogía tiendas y negocios de distintos artesanos y profesionales (lo que corrobora la ausencia de especialización de los barrios): se trataba de una arteria comercial en la que todo tipo de comercios se distribuían.
Lo que, en verdad, caracterizaba a una ciudad, era la posesión de los me.
Los me: un término plural difícilmente traducible, pues los significados que posee son excesivamente heterogéneos entre sí para nosotros. Me es el verbo "ser". Algunos especialistas consideran que los me son las esencias, pero también los fundamentos, las leyes, las reglas de cualquier tipo de acción, función, organización. Los me, de algún modo, son los fundamentos de la cultura. Los me son activos, efectivos. Inciden en la vida humana y divina. Regulan la vida entre el cielo y la tierra, y la vida en común. Son los me los que dan sentido a la vida.
Los me se hallan protegidos en el templo de la divinidad principal de la ciudad. Los mitos cuentan como los dioses compiten entre sí para apoderarse, para hacerse con el "poder" de los me y llevárselos a la ciudad que presiden.
La ciudad que pierda los me cae. Deja de ser un espacio fundamental, que da peso a lo que se hace y se dice.
Los fundamentos del mundo no se hallan en el empíreo -ni en la mente divina (o humana)- sino en el templo principal de la ciudad; templo que solo existe porque acoge a una divinidad que vive en la tierra porque la ciudad existe.
Sin ciudad, entonces, el mundo se convierte en un sin-sentido, o una ilusión. La ciudad es un centro, es lo que centra el mundo, aporta estabilidad. Las cosas y los hechos se enraízan, se asientan sólidamente solo porque la ciudad existe. Sin la cultura urbana, el mundo retorna al caos de los inicios.
La ciudad sumeria no mancilla el edén, como en la Biblia, sino que lo instituye: dibuja un espacio donde acciones y decisiones adquieren el peso necesario para ser efectivas, creadoras. El mundo es creado o recreado desde y en la ciudad.
Esta es, probablemente, la gran aportación teórica y práctica sumeria.
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El sueño de una sombra
Maria Menken (1909-1970): Arabesque for Kenneth Anger (1958-1961)
"El" modelo de todos los documentales desde los años sesenta
La obra maestra de Menken, A Glimpse of the Garden (1957), obtuvo un premio en la Exposición Universal de Bruselas de 1958, y desde el 2007 esta incluida en la lista de obras maestras del cine que deben ser preservadas:
http://www.ubu.com/film/menken_garden.html
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