miércoles, 6 de marzo de 2013

La concepción de la arqueología en la.... antigüedad

La palabra arqueología está compuesta por los términos griegos arjé y logos. El segundo significa palabra verdadera y demostrable (al menos para Platón, quien la distingue de mythos, palabra verdadera mas indemostrable); el primero, origen, fundamento, cimiento. Por tanto, la arqueología consiste en el estudio científico, en el saber de las trazas o cimientos de instalaciones o de la presencia humanas.

Arqueólogos y ligüistas o mitólogos chocan habitualmente. Ambos reconstruyen el pasado, a partir de datos distintos: unos, restos arqueológicos, hallados e interpretados; otros, a partir de textos (toda clase de textos, desde mitos, leyendas, himnos hasta textos administrativos). Los conocimientos necesarios son necesariamente distintos. Los lingüistas necesitan conocer la lengua en la están redactados los textos y ser capaces de descifrarla -en el caso de escrituras no alfabéticas- y de entenderla.
Ambos tipos de estudiosos se reprochan su visión parcial o, a veces incluso, su error al basarse en documentos no significativos. Así los lingüistas sostienen que los textos proporcionan la visión más clara y amplia de la manera de pensar y obrar de hombres del pasado. Los arqueólogos replican que los textos están lastrados por una ideología a menudo real, y que cuentan lo que se quería que se supiera, mientras que los restos arqueológicos demuestran lo que realmente ocurrió. Los lingüistas, empero, responden entonces que los restos arqueológicos no significan nada, son mudos, si no son interpretados a la luz de datos fidedignos, cuya interpretación es segura, que solo los textos proporcionan.
Este enfrentamiento, a veces agrio, afecta sobre todo la comunidad dedicada al estudio del Próximo Oriente antiguo.

La palabra arqueología no es una creación moderna a partir de dos términos griegos antiguos. Por el contrario, Platón ya la empleaba. Mas arqueología no significaba el estudio de trazas arqueológicas (que no existían, salvo los restos micénicos escasos). Arqueología designaba un saber cuyo conocimiento causaba placer. Se trataba de una ciencia que se contaba. Consistía, en general, explica Platón en el Hippias Mayor (285 d-e), en "genealogías de héroes y hombres (del pasado), en relatos relativos a la antigua fundación de ciudades; y, de manera general, a todo lo que se refiere a la antigüedad". Es decir, la arqueología era lo que hoy consiste en la mitología: el estudio y la narración - que causa placer y provoca aplausos, sostiene Sócrates en este diálogo- de hechos acaecidos en otra era, protagonizados por héroes, del que solo quedan testimonios orales.
La arqueología estudiaba textos (relatos orales), y no restos.  Textos que contaban la verdad acerca de un pasado inmemorial, no humano.
Desde entonces, con la aparición de las ruinas, y el gusto por ellas, el término ha sufrido una sorprendente evolución.
Arqueólogos y lingüistas buscan lo que el presente no proporciona: fundamentos.

Sebastian Baptista (1983) & Nico Casavecchia (1981): Buildings & Vampires (Edificios y vampiros, 2010)

martes, 5 de marzo de 2013

LAWRENCE WEINER (1942): FOR EVER AND ONE DAY (Para siempre y un día, 2013)




El artista norteamericano Lawrence Weiner, a petición de una fundación privada, ha creado o entregado -por un tiempo- una obra a la ciudad de Barcelona.
Una de las entradas del Mercado de Santa Catalina ha sido escogida para exponerla.

El artista no quería una obra monumental. Le parecía pretencioso o grandilocuente. Así que ha entregado una obra en forma de banco público, o un banco público.

¿En qué consiste?

La obra podría ser una estatua realista o mimética, que reprodujera un banco ya existente, o una "idea" de banco. La escultura, si lo es, se asemeja, después de todo, a los bancos neo-modernistas del paseo de Gracia de Barcelona, cuyo estatuto no plantea dudas: son bancos. Más, si eso fuera cierto, la obra no podría "utilizarse": debería ser contemplada, pero nadie podría sentarse en ella. Existen innumerables estatuas sedentes de bronce o de mármol en jardines públicos, y el público no está autorizado a utilizarse como un banco.
En este caso, sin embargo, no hay barandillas, cuerdas o aviso algunos que adviertan que la obra solo puede ser contemplada, dando lugar a las reflexiones que se considere oportunas. El público, en este caso, es invitado a utilizar la obra como si fuera un banco. ¿Lo es?

Los bancos estás hechos para ser usados. Los usuarios en potencia y los usuarios que descansan en un banco son los mismos. Nada ha cambiado en ellos, o ellos no han cambiado porque se hayan sentado en un banco público. Serán unos enamorados, o estarán cansados, nada más. En todo caso, la única transformación es de orden físico. Si el banco es cómodo, se levantarán descansados.
Sin embargo, Weiner considera que los usuarios no son simples receptores del objeto. No lo usan. Lo crean. Weiner es conocido por estampar frases más o menos inteligibles, partidas por líneas curvas como colas de cerditos en las paredes de los museos. Sostiene que los espectadores tienen que descifrar los mensajes; es decir, tienen que hallar el sentido de las frases o dotarlas de sentido. Las obras no están conclusas, sino que es la lectura de los espectadores que les permite alcanzar lo que el artista busca que sean: frases que digan algo sobre el mundo. Por tanto, el espectador participa de la creación de la obra. Ésta sigue siendo una obra del artista, pero la importancia del espectador no es menor. La obra, compuesta por palabras o frases, alcanza su pleno significado cuando es leída.
Así que la escultura-banco de Weiner no es un "simple" banco. Los usuarios no son usuarios, sino co-creadores de la obra. Sentándose en ella, logran que la obra adquiera su "verdadera dimensión": su "sentido pleno".
Si nadie se sienta en ella, la obra no es nada.
Mas ¿invita a sentarse, es decir, a dotarse de sentido, a transformarse en arte?
Si algo es, es incómoda. Parece un banco, pero no lo es: no solo porque es una obra y no un útil (una de las diferencias básicas es la existencia del título: un banco tiene un nombre genérico -Banco Romántico, por ejemplo-, éste un nombre o título propio), sino porque es un banco que no sirve. La forma y disposición de la base obliga a estirar las piernas; el respaldo  se halla demasiado lejos del borde. Es, en todo caso, un banco muy poco práctico. Winer sostiene que un banco es "un lugar de descanso"; sin duda, pero, ¿cabe descansar en este banco que quiere ser una obra de arte? Sirve para exponerse: las extrañas poses que hay que tomar, apoyándose apenas en el borde, así lo sugieren. Pero, descanso, relajo, poco. Recuerda los extraños objetos de los años ochenta en Barcelona, cuando los bancos no parecían bancos y no había manera de sentarse a descansar durante un rato: parecían obras de arte, esculturas minimalistas.
En este caso, se trata de una escultura que quiere ser un banco, o quiere ser utilizada como si fuera un banco. Mas no invita al uso.
¿Qué ocurre en este caso? ¿Es un banco? Por definición, no. ¿Es una obra? Según el punto de vista del artista, tampoco, ya que solo el uso la convierte en una obra verdadera. Su sola contemplación -cuestionable porque se asemeja a una escultura abstracta anodina, como existen tantas en los parques y las plazas públicos en Europa- es insuficiente para que alcance el estatuto de obra de arte. El uso, tanto el pensar y el obrar del artista, cuando la utilización y la interpretación del espectador, convertido en usuario, hace el arte.
¿Qué es entonces?



domingo, 3 de marzo de 2013

LÉO VERRIER (1983): DRIPPED (SALPICADO, 2011)



Cortometraje de animación, en homenaje al pintor expresionista abstracto Jackson Pollock, finalista en los Oscar 2013.
Véase la web del cineasta e ilustrador: http://www.leoverrier.com/

RETRATO Y AUTORRETRATO EN LA ANTIGÜEDAD EN OCCIDENTE




Retrato romano sobre vidrio, s. I dC


“Conócete a ti mismo”: tal era el célebre lema que coronaba el templo de Apolo en Delfos. 
Todos los admitidos en su interiorde aquél  tenían que aceptar sus limitaciones: eran mortales y se enfrentaban a un inmortal: no debían olvidar nunca esta verdad, sin la cual podrían creerse superiores a lo que eran, lo que obligaba al Destino a intervenir (drástica y cruelmente).
Este auto-reconocimiento, la asunción de las limitaciones personales, de la humana condición, fue posible, en los inicios del Cristianismo, gracias a ejercicios de introspección: el hombre se retiraba –se retira- en sí mismo. Se alejaba del mundo, como un eremita, a fin de encontrarse o de reencontrarse. Este retiro, aislándose de sus semejantes –en una cueva, en lo alto de una columna, o enclaustrándose en un convento-, buscando en sí mismo quién era y cómo era, se completaba con una mirada sobre uno mismo. Fue el cristianismo el que permitió y favoreció el autorretrato: la mirada objetiva o crítica de un artista sobre su condición. Hasta entonces, ciertamente, la imperfección de los espejos –que siguió hasta la Edad Media- habría impedido que el hombre se viera a sí mismo, cómo era, qué faz tenía y qué revelaba ésta. Mas esta limitación no fue la única, ni la principal causa, de la escasez de autorretratos antiguos.
Es cierto que Fidias se representó a sí mismo en el escudo de la  estatua criselefantina de Atenea; no se trataba, empero, de la estatua de culto, y no se sabe bien qué quiso expresar, ni si quiso que su efigie fuera visible o reconocible, aunque lo llegó a ser. Pero la indignación por un acto semejante no estaban en consonancia con el discreto tamaño que Fidias se otorgó a sí mismo; revelaba que el gesto de Fidias era inhabitual e incomprensible. Es cierto que representarse junto a una divinidad, lo que denotaba cierta correspondencia entre un mortal y un inmoral, era una osadía. Pero lo que más sorprendió fue que el escultor se auscultara. Nadie, hasta entonces lo había hecho, y se tardarían siglos en que esta situación volviera a producirse.
La razón residía en que el auto-conocimiento del ser humano, en la antigüedad pagana, no pasaba por el retiro ni la introspección ante el espejo, el careo entre un humano y su imagen. El descubrimiento de las posibilidades y de las limitaciones humanas acontecía a la luz del día, en un espacio público o compartido, entre y ante los demás. El diálogo era la situación más favorable para este reconocimiento. ¿Por qué?
Platón comentaba que los ojos eran la parte principal del individuo. Aquéllos eran un espejo. En el centro se asomaba la imagen reflejada de la persona situada en frente. El diálogo, y la relación amorosa, propiciaban un acercamiento, la proximidad entre los amantes. Éstos, encarados, se miraban. Contemplaban los ojos de la persona amada y se veían también en aquéllos. Lo que descubrían era su propio rostro. Se veían por vez primera, no aislados, sino en pareja, entre semejantes. Se descubrían, además, poseídos por Eros o Cupido. Su cuerpo, y su rostro, actuaban como la figura de una estatua o de una máscara. La divinidad les poseía, por lo que lo que se miraba en los ojos del amado o la amada era la faz del o de la amante transfigurada por Eros: una imagen en íntimo contacto con una divinidad, lo que permitía que esta faz resplandeciera, y se reflejara nítidamente en la pupila (pupilla, en latín, significa muñeca, por lo que el moderno término de pupila designa, en verdad, a una figura asomada en el óculo del ojo, reflejada en éste). El descubrimiento que uno se hacía de sí mismo no acontecía así soledad sino en compañía. Ésta activaba el deseo de asomarse a los ojos de la persona amada.
La imagen reflejada mostraba, así, la mejor imagen de uno mismo: la imagen de un humano en contacto con la divinidad, digno de ésta. Para Platón, el cuerpo no era digno de ser tenido en cuenta. Los juegos de palabras entre soma y sema, cuerpo y cárcel –dos palabras etimológicamente no relacionadas-, practicados en varios diálogos, así lo atestiguan. En verdad, el alma –la psique-, de origen divino, se hallaba adormecida y encerrada en un cuerpo. Sin embargo, la posesión erótica la despertaba. Una divinidad –Eros- le permitía recordarle donde venía, y las penurias terrenales en las que se encontraba. Por eso, la psique, azuzada por Eros, pretendía escapar del cuerpo que la mantenía prisionera. El encuentro físico hubiera acrecentado su desgracia, mas lo que Platón propugnaba en el amor era un encuentro de almas exaltadas: almas que lograban alzarse sobre sus limitaciones. Por tanto, lo que se asomaba a los ojos de un semejante se asemejaba a un ser humano; mas se trataba, en verdad, de un alma. Los ojos, así, permitían que el ser humano descubriera lo que, según Platón, tenía más valor: la psique, su vida interior, que compartía con otras personas atraídas por él, y a las que atraía. Los ojos eran como un periscopio que permitían bucear en el alma humana.
La importancia que Platón concedió a la mirada como método o como lugar del reconocimiento personal fue posiblemente una de las causas del nacimiento del retrato durante la época helenística, en el siglo IV aC.  Hasta entonces, los artistas habían representados tipos: el guerrero, el campesino, el filósofo, la anciana –dos mil años más tarde, Giorgione pintaría una efigie de una anciana; hoy se sabe que incluso esta figura no representaba a una mujer en concreto, sino a un tipo: “la” anciana prototípica- , el vate, etc. Cada uno de estos retratos, pintados o esculpidos, incluso en los casos en los que el parecido era buscado, atendía sobre todo a rasgos genéricos. Un gran poeta tenía que estar ciego, como Homero, pues la ceguera, que le impedía ver lo que acontecía a su alrededor, le permitía otear, por el contrario, lo que tenía lugar más allá, o en el más allá. Los ojos interiores actuaban en cuanto los ojos sensibles se cerraban. Del mismo modo, un filósofo, fuera o no imberbe en la realidad, tenía que ser un anciano de pobladas barbas. Su aspecto físico, por otra parte, no podía igualarse con el de un guerrero, necesariamente en la flor de la edad, y de aspecto apolíneo. Un cierto aspecto descuidado, y algunas imperfecciones físicas, en un filósofo, denotaban que las preocupaciones mundanas no le afectaban y que la edad le había permitido superar engaños y desengaños lo que le facilitaba el encuentro con la verdad. Sócrates se describía a sí mismo como un sátiro, y los retratos esculpidos así lo muestran. ¿Qué aspecto habría tenido en la realidad? No se sabe y poco habría importado: siendo un educador y un filósofo, Sócrates tenía que asemejarse a un ser primigenio, puesto que estaba en contacto con los fundamentos del mundo.
Todas estas consideraciones cesaron después de Platón. Los rasgos se personalizaron. Y la mirada cobró una decisiva importancia.  El retrato se convirtió en una exploración del individuo, de lo que lo constituía: no solo su aspecto exterior sino su vida interior –si bien en la Grecia helenística la psique no pertenecía en propiedad al ser humano, como para el cristianismo, no estaba íntimamente unida al cuerpo, sino que, de algún modo, estaba de paso, castigada, por alguna falta, a vivir encerrada en un cuerpo humano –lo que no era un vida-, a la espera que la exaltación amorosa la redimiese, redención que el retrato captaba: éste siempre fijaba los rasgos de un individuo pletórico de vida, en los que los ojos no le pertenecían en propiedad, sino que eran entidades en los que se miraba la figura de la persona amada, es decir, de la persona en las que Eros se había personificado.
Por eso, los ojos de los retratos helenísticos eran distintos de los de las efigies anteriores o de culturas anteriores. Los ojos siempre denotaron vida. Ojos bien abiertos, opuestos a los ojos cerrados de los muertos, indignos de ser tenidos en cuenta. Mas estos ojos, desmesuradamente abiertos, querían simbolizar que el ser humano gozaba de la protección divina, lo que le garantizaba una vida larga, cómoda y placentera. Eran una convención: un signo de vitalidad. Pero no denotaba que el ser humano hubiera descubierto ni asumido su condición. Se entregaba a la divinidad, como si hubiera querido olvidarse de lo que era, haciéndose ilusiones sobre su verdadera entidad.
Por el contrario, los ojos helenísticos eran más complejos. No tenían porque estar desorbitados. Su función era la de reflejar que el ser humano se había reconocido como una persona, mortal, entre semejantes, también mortales, que aspiraban a una vida lo más completa posible, pero una vida plenamente humana, que gozaba de lo mejor que el ser humano podía poseer: su capacidad de entrega a los demás. El retrato, así, era un regalo que el hombre entregaba a sus semejantes, para que pudieran seguir viéndose reflejados en los ojos de un individuo que, habiendo querido y reconocido a sus semejantes, les entregaba un recuerdo para siempre: su imagen, sus ojos.

Versión de un artículo a publicar próximamente.
Inspirado por un artículo de Jean-Pierre Vernant, en el libro colectivo L´homme grec

jueves, 28 de febrero de 2013

George Sander-Jackson (¿1986?): Plot (2009)


Plot (2009) directed by George Sander-Jackson from Arthur Cox on Vimeo.
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¿Qué ocurre en un solar abandonado en el centro de una ciudad?

Artista y artesano en la Grecia antigua

La mayoría de las actuales bellas artes (pintura, escultura, arquitectura) eran clasificadas como obras mágicas o artesanas en la Grecia antigua (y en la mayoría de las culturas antiguas).
Si bien, a finales de la antigüedad, la mayoría de los creadores gozaban del poco envidiable estatuto de artesano, y no gozaban de ningún prestigio -aunque sus creaciones podían ser admiradas-, en tiempos arcaicos, muy posiblemente hubieran sido considerados como portadores de habilidades muy especiales, propias de un mago.
También existían en la antigüedad actividades u obras que hoy en día consideraríamos obras de arte mayor, tales como la poesía -la poesía inspirada, sobre todo-, el teatro y la danza. Sin embargo, éstas eran, hace dos mil quinientos años, producciones o actividades mágicas.

El arte no existía, pues: lo que para nosotros es una obra de arte (una creación cuya finalidad consiste hacer sentir -provocando gusto o disgusto- y, al mismo tiempo, pensar) era un útil o un fetiche. Solo existía la magia (especialmente en épocas más antiguas) y la artesanía (a finales de la antigüedad).

Tres eran los nombres con los que, en griego, se designaba a los que para nosotros hubieran sido artistas (pintores, escultores, arquitectos, etc.): teknites, demiourgos y banausos. Solemos pensar que estos términos designan solo a artesanos. ¿Lo eran?

Los hacedores, que fueron considerados como magos, ¿fueron acaso reducidos a simples artesanos a partir del s. V aC y hasta finales de la antigüedad?. ¿Quedó algo de sus poderes de antaño?

Teknites estaba emparentado con tekne, que traducimos por técnica -por tanto, una noción alejada del arte; equivaldría más bien al arte aplicada.
Mas un teknites no era un técnico, sino un carpintero: tal es uno de los significados del término griego. Pero un carpintero no era un artesano. Entre los carpinteros más conocidos se hallaba José, padre de Jesús (Mt 13, 55): el Evangelio de Mateo no se escribió en hebreo sino en griego. Toda vez que José era presentado como miembro de la familia de David, es decir, de la familia real, su formación no debía ser exactamente la de un artesano (en el sentido moderno).
Un teknites era también un hombre habilidoso, y un comediante (un actor): es decir, alguien que lograba convertirse, durante una actuación, en otro ser, y lograba que el público, gracias a sus juegos de prestidigitador, creyera en la existencia de lo que no existía -como denunciaba Platón-.  Por esta razón, el teknites era un mago (real o simulado). Lograba efectos sorprendentes, alterar el mundo, creando unos nuevos, insertos en la vida diaria.
Que un carpintero fuera más un mago que un artesano no era sorprendente. El carpintero lograba el prodigio de poner al servicio de una nueva forma una materia viva esencial como era la madera. Ésta formaba parte de los árboles, unos seres vivientes que unían, al mismo tiempo que estructuran el cosmos, el mundo inferior en el que echaba raíces, el mundo visible, y el empíreo, cuya bóveda replicaba con la copa. El universo necesitaba pilares que sostuvieran el cielo: entre éstos, destacaban los árboles. Quien pudiera lograr que pusieran su fortaleza al servicio de otros fines tenía que tener un poder especial: el poder de alterar la realidad; ésa era, precisamente, la capacidad del carpintero.

Para nosotros, un demiurgo es un gran creador. Posee poderes o capacidades propiamente divinos. No es tanto un ser humano cuanto un ser sobrenatural. El dios supremo o único es calificado de Demiurgo.
En la Grecia antigua, un demiourgos era un profesional: alguien que ejercía una profesión ante el público, fuera un mago, un adivino u un operario (un artesano, según nuestros conceptos). Ser un demiurgo no implicaba ser un trabajador manual, sino una persona que dominaba determinados saberes.En verdad, la diferencia entre mago y artesano no existía: un médico, un legislador, un productor: siempre que estuvieran en plena posesión de sus capacidades, y fueran capaces de obras con el fin de lograr un productor -desde un discurso hasta un calzado-, eran, todos, unos demiurgos.

El término más habitual con el que se designaban a los trabajadores manuales (los artesanos, para nosotros) era banausos. Este término es que mejor se traduce por artesano. Nombra a un operario o un obrero. Sin duda, debido al declinante prestigio de los trabajadores manuales, un banausos designaba también a un persona vulgar, descuidada, que cometía faltas de gusto.
Es posible también que esta concepción negativa del banausos reflejara el temor o el rechazo que suscitaba un tipo de banausos: el que trabajaba con fuego: un ceramista o un herrero, por ejemplo.
Al igual que un carpintero, un ceramista y un herrero partían de una materia viva: la sangre de la tierra, que circula por sus venas o vetas, esto es, el metal, y su carne: el barro. Metal y tierra no eran materias inertes sino que constituían la materia prima de la diosa-madre. Un banausos tenía que ser aceptado por aquella para poder trabajar semejantes materias vivas. La diosa-madre no se entregaba a cualquiera. Solo una persona con un poder suficiente podía convencer a la Tierra de librarle una parte de su carne y su sangre.
Por tanto, los trabajadores que operaban con fuego eran unos magos. Sucios, repulsivos, sin duda: se adentraban en la entrañas de la tierra, y tenían el cuerpo ennegrecido o enrojecido por el humo y el fuego de los hogares. Pero también tenían la fuerza de poner el fuego y la tierra a su servicio.

Las labores artesanas no estaban, pues, bien separadas de las mágicas en las culturas más antiguas. De hecho, en culturas ancestrales o arcaicas eran prácticamente indistinguibles. Cualquier útil, o cualquier imagen, era eficaz no por sus cualidades formales o materiales, sino por fuerzas que el teknites, el demiourgos y el banausos habían logrado domesticar y dirigir hacia nuevas formas o funciones.