sábado, 14 de septiembre de 2013
Casas del alma egipcias: dos ejemplares del museo de Arte e Historia de Bruselas (Bélgica)
Fotos: Tocho, Bruselas, septiembre de 2013
Las llamadas casas del alma proceden del Egipto faraónico. Se datan de finales del tercer milenio. Son bandejas de ofrenda sobre las que destaca una reproducción en miniatura de un edificio. Éste se ubica a un lado de la bandeja, liberando una superficie horizontal ante sí -como si fuera un patio-, en la que se suelen situar reproducciones de alimentos vegetales y animales (partes de animales) ofrendados. hechas de un material imperecedero como la tierra, podían durar eternamente. Un murete continuo, unido a los muros del edificio, delimita los bordes de la bandeja. Un canal, en la parte delante, permite evacuar los líquidos de libación.
Estas piezas suelen tener unos 30x40 cm de base, y unos 20 de alto. Son de terracota. Están moldeadas a mano, y suelen ser toscas.
Fueron halladas a principios del siglo XX por el arqueólogo inglés Petrie enterradas en la arena. Descubrió un número considerable de piezas, enteras o fragmentadas. Consistían en bandejas muy sencillas, o con complejas construcciones de uno o dos pisos. todas proceden de un mismo yacimiento. Fueron ofrecidas a diversos museos europeos y norteamericanos. Éstos manifestaron escaso interés ante piezas tan modestas y brutas. Suelen hallarse en las reservas de los museos, salvo alguna, utilizada para documentar la arquitectura doméstica egipcia.
Estas ofrendas se depositaban sobre enterramientos populares. El cadáver se entregaba en un simple hueco, sin momificar, se cubría de arena sobre la que se apoyaba esta bandeja. Servía tanto como monumento funerario cuanto canalizaba los líquidos ofrendados para dar de beber al difunto hacia la arena que lo cubría. Esas bandejas reemplazaban los complejos funerarios para quienes no podían pagarse mausoleos.
Estas "maquetas" se distinguen de las más conocidas y abundantes maquetas de madera coloreadas, algunas de grandes dimensiones, que documentan diversas actividades en una propiedad. Estas maquetas, en efecto, se depositaban dentro de la tumba -y no en el exterior-, y cumplían la misma función que los frescos que cubren las paredes interiores: ayudan al difunto a vivir en el más allá la misma vida que en la tierra.
La expresión casa del alma es moderna. Deriva de la expresión (soul house o spirit house) con la que se nombran casas diminutas, colgadas de los árboles, en culturas del sudeste asiático, y que tienen como función acoger el alma del difunto. Esas casas del alma del Extremo Oriente carecen de bandeja de ofrendas y de canal de libación.
Una de las dos maquetas del Museo de Arte e Historia de Bruselas presenta un rasgo único: la casa está habitada. Tres figuras trabajan en el piso superior. Plantean un interesante problema interpretativo.
¿Qué son estas figuras? Podrían ser almas. sin embargo, si bien las maquetas de terracota se inscriben en la creencia en la supervivencia del alma -que, hasta finales del Imperio antiguo, solo se aplicaba al alma del faraón-, según la cual el alma se transfiera del cuerpo a una nueva ubicación, la tumba, el alma se representaba como un pájaro. Estas figuras, sin embargo, son enteramente antropomórficas.
Por tanto, es muy posible que las figuras cumplan el mismo papel que todas las que pueblan las tumbas, pintadas o esculpidas. Estas figuras documentan la proyectada vida en el más allá. Quieren mostrar que la vida en la ultratumba repite o continua la vida en la tierra.
Pero nadie podía estar seguro de que eso ocurriera ni que fuera posible. Era un sueño. Este sueño podía llegar a acontecer si se materializaba, se mostraba. Las imágenes, entonces son proyecciones. Son la plasmación de una visión. Se anticipan a lo que acontecerá. La vida en el más allá tendrá lugar tal como se documenta precisamente porque se documenta. La vida en el más allá es una consecuencia de lo que las imágenes pintadas o esculpidas muestran. Estas imágenes no reproducen la vida en el más allá, sino que la desencadenan o activan. Aseguran, así, que la vida en el más allá tendrá lugar de tal modo. Son como las profecías: muestran lo que ocurrirá "realmente" o "de verdad". Son imágenes propiciadoras y anticipatorias. Pronostican y provocan lo que muestran.
Si los egipcios, de la clase alta, o del pueblo, necesitaban anticiparse a la realidad y conducirla o reconducirla de modo que tuviera lugar según ciertas pautas, es porque, sin duda, no estaban seguros que la vida en el más allá fuera a tener lugar de este modo, ni que hubiera vida en el más allá. Esas imágenes placenteras y domésticas revelan temor ante la "vida" en la ultratumba. Nada garantizaba que hubiera vida, ni que la vida fuera soportable. El único modo de poder creen en una vida humana era forzando el destino, haciendo creer -creyendo en la veracidad de lo anunciado posiblemente- que lo que las imágenes muestran tendrá lugar ciertamente y del mismo modo.
Los egipcias crían en el poder de los sueños y las visiones. porque sabían que lo que los ojos descubren seguía por un camino muy distinto.
jueves, 12 de septiembre de 2013
ALEXEI JANKOWSKI (1968) & ALEKSANDR SOKUROV (1951): LES COURAGEUX / DE HELDHAFTIGEN (GALERIES CINÉMA, BRUSELAS, 2013)
Fotos: Tocho, Bruselas, 11 septiembre de 2011.
Parte del material fue enviado por Marcel Borràs, Albert Imperial, Marc Marín con una beca de la fundación alemana Gerda Henkel.
La Filmoteca de Bruselas organiza un ciclo de dedicado al cineasta ruso Aleksandr Sokurov, conocido por sus documentales y sus películas de ficción, la última de las cuáles, Fausto, ganadora del León de oro de la Mostra de Venecia en 2011, se estrenaba ayer en la capital belga.
El ciclo se acompaña de una exposición en la sala Cinéma Galleries, ubica en las célebres galerías cubiertas decimonócicas, Galeías Saint Hubert, las primeras de Europa. Se trata de una extensa video-instalación que se desarrolla en doce grandes pantallas, y dos pantallas de televisión. Las proyecciones duran dos horas.
El tema escogido es la destrucción y las tentativas, acertadas o fracasadas, de protección y recuperación del patrimonio arqueológico, artístico y cultural de Iraq, tras la invasión de 2003 y la presente guerra civil larvada. La muestra se inscribe dentro de una de las líneas de trabajo de dicha institución cultural, a la que también se adscriben otros documentales de Sokurov sobre el arte de países en guerra, o dictatoriales, desde la Unión Soviética y la Alemania nazi, hasta Chechenia y Afganistán.
La video instalación ha sido supervisada por Sokurov, pero montada por el joven cineasta ruso Jankowski, ayudante de Sokurov.
Se compone de material gráfico y textual (escritos, fotos y filmaciones) enviado por doce contribuyentes -calificador como Los valerosos, título que solo se merecen arqueólogos, historiadores y funcionarios iraquíes, periodistas y solo algunos estudiosos extranjeros-: desde un arqueólogo norteamericano , John Russell, que trabajó voluntariamente como representante del gobierno norteamericano para la salvaguarda del patrimonio cultural iraquí, hasta el arqueólogo iraquí Hadulamir Hamdani, luchando solo para defender y preservar yacimientos arqueológicos-devastados por saqueadores, azuzados por los altos precios de obras mesopotámicas en los anticuarios y las subastas internacionales-, en la cárcel por sus esfuerzos de oposición a la compra-venta de antigüedades, o el fallecido antiguo director del Museo Nacional de Iraq en Bagdad, Donny George, que narra, a partir de un diario personal, la destrucción del museo los días 3 y 4 abril de 2003, días después del la ocupación de la capital iraquí.
El saqueo y el incendio de los archivos nacionales, la destrucción de la biblioteca nacional, yacimientos como Fara o Umma, definitivamente perdidos tras la infinidad de huecos abiertos en busca de antigüedades por saqueadores -a menudo de pueblos vecinos necesitados de dinero-, ante la impasibilidad del ejército norteamericano, la devastación del Museo de Bagdad, etc., la catástrofe ecológica que significó el intento de aniquilación, casi logrado, por parte del presidente Sadam Hussein, en los años noventa, de las marismas del delta de los ríos Tigris y Éufrates, hoy contaminadas por el uranio de las bombas sucias soltadas por la coalición, son narrados, en proyecciones de gran tamaño, en las largas salas abovedadas subterráneas del Cinema Galerías, desnudas y oscuras. Las imágenes parecen los últimos testimonios de luz antes de que la oscuridad completa ciegue el laberinto de pasadizos y galerías.
Se expone una sola pieza tridimensional, sola en la única y recóndita sala al final de los pasadizos: una reproducción, rota, fragmentada, sin restaurar, de una estatua sumeria del Museo de Bagdad: una pareja, cogidos de la mano, la mirada triste o desencantada. Los verdaderos valientes del título de la muestra.
Una exposición hermosa y conmovedora.
Se guardó un minuto de silencio, bajo las bóvedas, en recuerdo por los fallecidos en los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, y por todos los muertos en la invasión, las cárceles y la guerra civil en Iraq, hasta hoy.
Iraq sí es un país oprimido.
Véase también la entrada: http://tochoocho.blogspot.com.es/2013/01/alexei-jankowski-1972-alexander-sokurov.html
J. S. BACH (1685-1750): Cantata no. 213, Herkules auf dem Scheidewege ("Lasst uns sorgen, Lasst uns wachen") (La elección de Hércules), BWV 213 (BC G18): aria "Schlafe mein Liebster" & "Treues Echo dieser Orten", 1733
Ante la encrucijada, Hércules supo escuchar; escogió el recto camino, sin prestar atención a loscantos de sirenas.
Hace tiempo que Hércules nos dejó.
EL ÚLTIMO VIAJE DE ULISES / EL ´´ULTIMO VIAJE DE HÉRCULES: HÉRCULES ANTE LA ENCRUCIJADA (II)
“También es
posible elegir fácilmente la legión de los vicios.
Es llano el
camino y muy cerca habitan.
Delante de la
virtud los doses inmortales han puesto el sudor.
Y el camino
que a ella conduce es largo, empinado y áspero, al comienzo. Mas, cuando llegas
a la cima,
Te resulta ya
fácil, a pesar de ser duro.” (Hesíodo, Los
trabajos y los días, s. VII aC)
“A las claras
Homero mostró en la Odisea que
considera al hombre no otra cosa sino alma, cuando dice:
Y llegó el alma del tebano Tiresias,
Con su áureo cetro,
Pues
intencionadamente cambió el género del alma, sustantivo femenino, a masculino,
con el fin de indicar que el alma era Tiresias (…)
Ni siquiera
la creencia de Pitágoras en la trasmigración de las almas de los muertos a
otras formas corpóreas estuvo fuera del alcance de la mente de Homero.” (Pseudo
Plutarco: Sobre la vida y la poesía de
Homero, 123)
Algunos pensadores, ya hacia el siglo V aC, sostenían que
los relatos de Homero y Hesíodo acerca de las correría de los dioses y sus
devaneos con los humanos –Zeus sedujo, raptó y violó a hombres, mujeres y
niños, por ejemplo- eran aceptables si no se las consideraba literalmente, sino
como alegorías de los envites del alma en su tránsito por la tierra. Así, los
doce trabajos de Hércules, luchando contra monstruos sanguinarios –yeguas que
devoraban carne humana, hidras, cancerberos, toros descomunales, etc.- o el
zaherimiento que Poseidón, el dios de los mares, infligió a Ulises, a fin de
hacerle pagar durante una eternidad el derribo de los muros de Troya que la divinidad había levantado, fueron
considerados como poderosas y eficaces imágenes de las pruebas a la que el alma
humana se veía sometida en vida.
Los viajes de Ulises, como las pruebas de Heracles
acontecieron en otra era, antes que el tiempo de los humanos. Sin embargo, a
finales de la antigüedad, el viaje o la lucha se convirtió en una metáfora de
las incertidumbres del alma y, en concreto, del alma de cada uno. Ulises o
Heracles ya no fueron héroes lejanos sino que se identificaron con cada
persona. El mito dejó de narrar lo que ocurría a quienes no eran humanos
–dioses y héroes, cuyas acciones eran inimitables aunque destiñeron sobre las
de los hombres-, para contar lo que le ocurría al ser humano, lo que nos
ocurre. El mito explicó la vida interior: la vida verdadera.
Del cuerpo (sôma, en
griego) que era una cárcel (sema), el
alma solo lograba escapar tras duros enfrentamientos durante su vida terrenal.
El viaje, así, reemprendía. Mas ya no se trataba de un viaje físico, sino
espiritual y, por tanto, más difícil y peligroso. Hasta el mismo Hércules, ya a
principios del siglo IV aC, como contaba Pródico de Cos, que personificaba la
fortaleza del espíritu humano ante hercúleas dificultades, se halló, ya a
principios del siglo IV aC, según contaba Pródico de Cos, ante una encrucijada sin poder retroceder, y
fue tentado: a la izquierda, un camino áspero y ascendente en medio de
penurias, o, a su vera, una florida y serpenteante senda, entre seductores
cantos de sirena. Su elección
determinaría la suerte de la humanidad. Y su posible liberación de los peligros
físicos y anímicos.
Ante la historia de Europa cabe la duda sobre la pertinencia
de su elección.
“El
tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación,
turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente corruptible; su
alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama,
indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo, un río;
sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra
extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y
exclusivamente la filosofía. Y ésta consiste en preservar el guía interior,
exento de ultrajes y de daño, dueño de placeres y penas, si hacer nada al azar,
sin valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo que otro haga o
deje de hacer; más aún, aceptando lo que acontece y se le asigna como
procediendo de aquel lugar de donde él mismo ha venido. Y sobre todo,
aguardando la muerte con pensamiento favorable, en la convicción de que ésta no
es otra cosa que disolución de elementos de que está compuesto cada ser vivo.”
(Marco Aurelio: Meditaciones, II, 17)
Véase también la entrada Hércules ante la encrucijada, 21 de junio de 2013: http://tochoocho.blogspot.com.es/2013/06/hercules-ante-la-encrucijada.html
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Otros
Otra de las opiniones más escuchadas en los últimos tiempos sostiene que mientras los míos son buenos, los otros son malos. En este caso, ante tan abrupta calificación, que divide a un grupo de personas en dos bandos, la comunicación o mediación es imposible. No podemos entendernos porque somos, ontológicamente, distintos.
¿Qué es lo que nos hace distintos? Nuestra diferencia no depende de nuestro aspecto. Esta observación sería obviamente racista.
Lo que nos distingue -a los buenos de los malos, los demócratas de los autócratas- es la pertenencia a un territorio. Puesto que vivo a un lado u otro de una frontera que he trazado, soy blanco o negro. La tierra me "hace", decide lo que soy.
Se podría pensar que esta clasificación es simplista, y que entre "unos" y "otros" no existen tales diferencias "morales"; que entre los "otros" pueden haber seres semejantes a "nosotros". Pero no es cierto. La tierra nos moldea tanto que, el simple hecho de pertenecer a una nos convierte en un ser que no puede dialogar con el otro, como no podemos dialogar con los monos o con los dioses. es una tarea cansina. Los puentes están rotos, o, mejor dicho, nunca ha habido puentes. Para que se pueda levantar un puente, dos orillas, de condición o estructura similar, son necesarias. Pero esto no se da. Los otros son otros. Nada tienen que ver con los nuestros. No hablamos el mismo idioma. Somos radicalmente distintos.
Esta opinión tampoco es nueva. En la Grecia antigua, existían dos concepciones acerca de la condición humana. por un lado estaban los autóctonos, es decir, los nacidos de la tierra, los arraigados desde tiempo inmemorial, cuya bondad venía dada por su adscripción a un territorio, y, por otro, estaban los que no pertenecían a mi tierra, ni a mi gente: eran los que vivían allende la frontera. Se trataba de los bárbaros, los extranjeros, los foráneos. No tenían ningún derecho ni merecían crédito alguno. Podían ser expulsados, condenados. Es cierto que los bárbaros a su vez podían considerarse autóctonos -enraizados en su tierra- y juzgar a los autóctonos antes citados como bárbaros, desterrados.
Se podría pensar que entre un autóctono y un nómada se podían establecer relaciones. Pero era imposible. La pertenencia a una tierra dotada a los nativos de unas cualidades tales, y de un estatuto tal, que cualquier relación con el otro era quizá posible, pero inútil. Y desaconsejable.
Son tiempos apasionantes. Son visiones claras y contantes. Nos apoyamos en certezas. Sabemos lo que somos. Desde los tiempos antiguos, desde finales de la antigüedad, sobre todo, especialmente desde Montaigne, y los ilustrados del siglo XVIII, el mundo de la fe en valores trascendentales o inframundanos se tambaleaba. Eran eso y aquello; nos cuestionábamos; dudábamos de todo. Las palabras se habían vuuelto palabras. Ya no eran edictos oraculares o sagrados. Se podía debatir precisamente porque se podía jugar con las palabras, de complejos, múltiples, contradictorios significados.
Eso se ha terminado. Volvemos a las certezas. O eres de los míos, y eres blanco, o eres de los otros -y yo no soy otro, como afirmaba el débil Rimbaud-, y mejor que te apartes. Tampoco hace falta, en verdad. Nunca te miraré. No existes para mí. No eres nada. Ni te necesito.
Qué bien este regreso a las visiones claras y cortantes.
O eres de los míos. o estás contra mí.
¿Quien dijo que la religión había fenecido?
¿Qué es lo que nos hace distintos? Nuestra diferencia no depende de nuestro aspecto. Esta observación sería obviamente racista.
Lo que nos distingue -a los buenos de los malos, los demócratas de los autócratas- es la pertenencia a un territorio. Puesto que vivo a un lado u otro de una frontera que he trazado, soy blanco o negro. La tierra me "hace", decide lo que soy.
Se podría pensar que esta clasificación es simplista, y que entre "unos" y "otros" no existen tales diferencias "morales"; que entre los "otros" pueden haber seres semejantes a "nosotros". Pero no es cierto. La tierra nos moldea tanto que, el simple hecho de pertenecer a una nos convierte en un ser que no puede dialogar con el otro, como no podemos dialogar con los monos o con los dioses. es una tarea cansina. Los puentes están rotos, o, mejor dicho, nunca ha habido puentes. Para que se pueda levantar un puente, dos orillas, de condición o estructura similar, son necesarias. Pero esto no se da. Los otros son otros. Nada tienen que ver con los nuestros. No hablamos el mismo idioma. Somos radicalmente distintos.
Esta opinión tampoco es nueva. En la Grecia antigua, existían dos concepciones acerca de la condición humana. por un lado estaban los autóctonos, es decir, los nacidos de la tierra, los arraigados desde tiempo inmemorial, cuya bondad venía dada por su adscripción a un territorio, y, por otro, estaban los que no pertenecían a mi tierra, ni a mi gente: eran los que vivían allende la frontera. Se trataba de los bárbaros, los extranjeros, los foráneos. No tenían ningún derecho ni merecían crédito alguno. Podían ser expulsados, condenados. Es cierto que los bárbaros a su vez podían considerarse autóctonos -enraizados en su tierra- y juzgar a los autóctonos antes citados como bárbaros, desterrados.
Se podría pensar que entre un autóctono y un nómada se podían establecer relaciones. Pero era imposible. La pertenencia a una tierra dotada a los nativos de unas cualidades tales, y de un estatuto tal, que cualquier relación con el otro era quizá posible, pero inútil. Y desaconsejable.
Son tiempos apasionantes. Son visiones claras y contantes. Nos apoyamos en certezas. Sabemos lo que somos. Desde los tiempos antiguos, desde finales de la antigüedad, sobre todo, especialmente desde Montaigne, y los ilustrados del siglo XVIII, el mundo de la fe en valores trascendentales o inframundanos se tambaleaba. Eran eso y aquello; nos cuestionábamos; dudábamos de todo. Las palabras se habían vuuelto palabras. Ya no eran edictos oraculares o sagrados. Se podía debatir precisamente porque se podía jugar con las palabras, de complejos, múltiples, contradictorios significados.
Eso se ha terminado. Volvemos a las certezas. O eres de los míos, y eres blanco, o eres de los otros -y yo no soy otro, como afirmaba el débil Rimbaud-, y mejor que te apartes. Tampoco hace falta, en verdad. Nunca te miraré. No existes para mí. No eres nada. Ni te necesito.
Qué bien este regreso a las visiones claras y cortantes.
O eres de los míos. o estás contra mí.
¿Quien dijo que la religión había fenecido?
Míos
Se escucha a menudo, estos días, la frase: "prefiero que roben los míos". Incluso la pronuncian conocidos.
La frase es interesante. Significa que existen dos tipos de robos: los que ejercen los míos, y los otros. Entre ambos robos, el robo de los míos es preferible. Es aceptable, o aceptado.
Lo importante, por tanto, no es el robo, sino quien lo ejerce. La calificación de la acción, su moralidad, en suma, viene determinada, no por el acto "en sí", sino por quien lo lleva a cabo. Ni siquiera la intención tiñe la categoría del acto. Tampoco la posesión o el conocimiento de determinado saber o de ciertas reglas, o la adscripción a un determinado grupo justifica el acto. Lo único que cuenta es, ciertamente, la inclusión a un grupo: el mío, el nuestro. Nuestro clan.
Existen así buenos y malos robos. El robo no siempre es condenable. Su calificación depende del agente.
Los míos -y yo- podemos robar, sin duda, pero se trata de un robo de algún modo perdonable. Lo que otorga cierta virtud a la finalidad del acto es la condición del ejecutante: es de los míos, o soy yo.
Robar, así, es posible, siempre que el robo se realice entre nosotros. ¿A quién se roba? ¿A nosotros, o a ellos? No parece importar. Lo que cuenta es la causa eficiente. Ésta desactiva cualquier juicio negativo.
Por tanto, los nuestros están por encima del bien y del mal. Obren bien u roben, siempre actúan bien o de manera aceptable.
Del mismo modo que los filósofos, según Platón, podían mentir -puesto que eran filósofos, los nuestros pueden robar porque son "de los nuestros".
Este tipo de calificación no es nueva. Existe en las cofradías, las sectas, las iglesias, las fratrias; y las mafias. La legitimidad viene del grupo. Una curiosa vuelta a la ley clánica, pre-urbana -en la ciudad se tiene que compartir, la única manera de vivir cerca, de cohabitar, sin enfrentamientos; en la ciudad rige la ley humana-. El retorno a la selva.
La razón no es muy "católica", tampoco. Pese a que el Hijo de dios se encarnó para redimirnos, y que existe el perdón de los pecados, la duda sobre la bondad de los actos no deja de embargar al católico. ¿Es justo actuar? ¿Qué consecuencias acarreará mi gesto?
Pero no al protestante. ¿Por qué? Por la noción de gracia. El protestante está en gracia de dios. Por tanto, está legitimado para emprender cualquier acción. La gracia le redime; santifica al agraciado. La gracia justifica todo lo que se haga. Posiblemente, el robo, incluso. Se piensa, si se roba, que el robo debe de formar parte de la economía de dios. No caben dudas ni golpes de pecho. Antes bien, se puede, se tiene que ir a pecho descubierto, con la cabeza bien alta; la gracia divina ilumina las acciones más oscuras.
La legitimidad del acto pertenece, así, al orden de lo sagrado. No se puede cuestionar. Es dios quien ha decidido sobre la conveniencia del acto.
Obviamente, la gracia solo incumbe a los que son como nosotros, son nuestros.
La frase es interesante. Significa que existen dos tipos de robos: los que ejercen los míos, y los otros. Entre ambos robos, el robo de los míos es preferible. Es aceptable, o aceptado.
Lo importante, por tanto, no es el robo, sino quien lo ejerce. La calificación de la acción, su moralidad, en suma, viene determinada, no por el acto "en sí", sino por quien lo lleva a cabo. Ni siquiera la intención tiñe la categoría del acto. Tampoco la posesión o el conocimiento de determinado saber o de ciertas reglas, o la adscripción a un determinado grupo justifica el acto. Lo único que cuenta es, ciertamente, la inclusión a un grupo: el mío, el nuestro. Nuestro clan.
Existen así buenos y malos robos. El robo no siempre es condenable. Su calificación depende del agente.
Los míos -y yo- podemos robar, sin duda, pero se trata de un robo de algún modo perdonable. Lo que otorga cierta virtud a la finalidad del acto es la condición del ejecutante: es de los míos, o soy yo.
Robar, así, es posible, siempre que el robo se realice entre nosotros. ¿A quién se roba? ¿A nosotros, o a ellos? No parece importar. Lo que cuenta es la causa eficiente. Ésta desactiva cualquier juicio negativo.
Por tanto, los nuestros están por encima del bien y del mal. Obren bien u roben, siempre actúan bien o de manera aceptable.
Del mismo modo que los filósofos, según Platón, podían mentir -puesto que eran filósofos, los nuestros pueden robar porque son "de los nuestros".
Este tipo de calificación no es nueva. Existe en las cofradías, las sectas, las iglesias, las fratrias; y las mafias. La legitimidad viene del grupo. Una curiosa vuelta a la ley clánica, pre-urbana -en la ciudad se tiene que compartir, la única manera de vivir cerca, de cohabitar, sin enfrentamientos; en la ciudad rige la ley humana-. El retorno a la selva.
La razón no es muy "católica", tampoco. Pese a que el Hijo de dios se encarnó para redimirnos, y que existe el perdón de los pecados, la duda sobre la bondad de los actos no deja de embargar al católico. ¿Es justo actuar? ¿Qué consecuencias acarreará mi gesto?
Pero no al protestante. ¿Por qué? Por la noción de gracia. El protestante está en gracia de dios. Por tanto, está legitimado para emprender cualquier acción. La gracia le redime; santifica al agraciado. La gracia justifica todo lo que se haga. Posiblemente, el robo, incluso. Se piensa, si se roba, que el robo debe de formar parte de la economía de dios. No caben dudas ni golpes de pecho. Antes bien, se puede, se tiene que ir a pecho descubierto, con la cabeza bien alta; la gracia divina ilumina las acciones más oscuras.
La legitimidad del acto pertenece, así, al orden de lo sagrado. No se puede cuestionar. Es dios quien ha decidido sobre la conveniencia del acto.
Obviamente, la gracia solo incumbe a los que son como nosotros, son nuestros.
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