lunes, 16 de septiembre de 2013
La ciudad (la "polis") en la Grecia antigua
La definición de la ciudad o ciudad-estado (polis) que Aristóteles, en La política, ofrece es clara: una polis es un espacio donde todo y todos están a la vista de todos: "la importancia óptima de una polis se alcanza cuando la mayoría se basta a sí misma y cada uno puede vivir a la vista de los demás."
Se trata de una comunidad. En ésta la vista alcanza a ver o vislumbrar a todos cuanto la componen. Una polis no es tanto un conjunto de edificios cuanto de ciudadanos -en la polis no se cuentan a esclavos, niños y mujeres; tampoco a extranjeros. En cuanto al estatuto de los metecos (griegos -ciudadanos- de otra polis, de paso por una ciudad) es ambiguo.
Para un griego antiguo, solo cuenta el mundo visible; el invisible es inquietante, o terrible, y no es apreciado. Los dioses son invisibles, y por eso se les teme; cuando una divinidad quiere ser escuchada por un humano, se hace visible bajo la forma de un conocido. Así, al menos, acontece en los textos de Homero.
El universo visible es el mundo de los vivientes. Un ser vivo se distingue de un muerto (y de una persona que duerme, que es parecida a un cadáver) porque tiene los ojos abiertos y ve. El órgano de la vista alcanza todo lo que tiene que ser tenido en consideración, lo que afecta para bien a la vida de cada uno. Lo y los que se pueden ser son aquello y aquéllos con los que uno tiene que relacionarse; es decir, con los que se puede formar una comunidad.
Esta comunidad tiene sentido, es posible, porque los ciudadanos pueden verse las caras. Lo que piensan se trasluce en su mirada. De un golpe de vista pueden reconocerse, y sentirse partícipes de una misma comunidad.
La necesaria visibilidad de lo vital implicaba que las ciudades eran el espacio más adecuado para la vida: Tenían que ser, como así eran, en efecto, ciudades de tamaño medio. Las propiedades aisladas, y las ciudades desmesuradas, como Babilonia, eran proscritas o temidas: en el campo, no se alcanzan a ver las granjas de los alrededores. El hábitat denso era el más favorable a la concepción de la vida griega. Los eremitas, los solitarios, no tenían cabida en el imaginario griego.
La importancia de la visibilidad, la exposición a la vista de todos de cada uno de los miembros de una colectividad se traduce espacialmente. Aunque no ocurriera en las ciudades de la Grecia continental, que, puesto que derivaban de poblados neolíticos o de la Edad de bronce, poseían una trama de calles laberíntica, semejante a la que tendrá la ciudad romana, árabe y medieval en Europa, las colonias griegas, fundadas en las costas occidentales mediterráneas, se planificaban a partir de una trama regular de calles ortogonales que delimitaban parcelas rectangulares o cuadradas. De este modo, nada interrumpía el rayo que emanaba del ojo, o que, comunicado por las cosas y las personas expuestas a la vista, alcanzaba el ojo de quien miraba. Rayo y calle poseían una misma estructura geométrica. Las calles eran conductos por los que se circulaba cómodamente y sin perderse, y canales que conducían los rayos oculares. Rápida, rectamente.
Platón (en el diálogo Protágoras) había comentado que una comunidad (una polis) tenía que ser un lugar donde cualquier ciudadano pudiera expresar su "punto de vista", es decir, su opinión sobre los temas que afectaban la vida de la ciudad o, mejor dicho, de los ciudadanos: "si se tiene que deliberar acerca de un tema que exige sabiduría política (...), se escucha la opinión de todos, pues se considera que cada uno tiene que poseer una parcela de esa virtud; sino, la polis no existiría". La política era el arte de debatir sobre la vida en común. Los debates tenían lugar en asambleas -las que regían la organización cívica. Se trataba de organizaciones donde los ciudadanos (libres) hablaban y escuchaban. La palabra emitida y percibida definía, por tanto, a una comunidad. Ésta era un espacio donde se podía hablar -discutir- sin gritar; es decir, donde los ciudadanos estaban a una distancia tal que se podían mirar y escuchar.
El espacio propio de la palabra, en Atenas, era el Pnyx. Éste se ubicaba en las estribaciones del acrópolis, al pie del Partenón. Se trataba de un espacio descubierto. Comprendía gradas adosadas contra la ladera, dispuestas en semi-círculo, como en un teatro. Se dialogaba a plena luz del día, en el exterior, ante cualquier ciudadano que quisiera asistir a las reuniones. Nada se escondía. Esta puesta en escena de los debates políticos -que concernían el bien común, en los que se sometía a la opinión de los miembros de la asamblea en qué consistía dicho bien- se reflejaba en las representaciones teatrales. Éstas formaban parte de los rituales en honor de Dioniso. El texto de las tragedias analizaba la suerte de los héroes, y la bondad de sus acciones, consideradas modélicas -que servían tanto de modelo cuanto de espejo de la vida política urbana. Mas el quehacer de los héroes -como las crueles o sórdidas acciones de Agamenón y Clitemnestra, la venganza de Medea, los crímenes de Edipo, etc.- no se exaltaba: se exponía y se discutía. Quien interrogaba a los héroes era el coro. Éste representaba a la ciudad. La discusión que se establecía seguía el modelo de los debates políticos y judiciales. Se estudiaba la virtud del comportamiento heroico. El coro, que juzgaba lo que los héroes emprendía, estaba constituido, muy a menudo, por mujeres. Éstas no tenían voz en la ciudad. No podían participar en las asambleas públicas; no les estaba permitido tener una vida pública. No formaban parte de la comunidad; pero sí del coro. Eso no disminuía el valor de lo que el coro enunciaba; es cierto que el coro no podía torcer el hado, ni tenía el poder de influir en las decisiones de los héroes; pero sus opiniones reflejaban lo que los ciudadanos pensaban. De este modo, el teatro, a través de la presencia activa del coro, daba voz a los que no tenían voz ni voto: las mujeres, De algún modo, éstas expresaban sus opiniones políticas -sus opiniones sobre los modelos de actuación de la ciudad- a través del coro, esencial en la representación teatral. Sin éste, las acciones de los héroes no habrían tenido eco alguno; no habrían llegado a los ciudadanos.
La voz, y no solo la vista, era, por tanto, lo que trazaba los límites y la trama urbana. Ésta se tenía que disponer de tal manera que las noticias, los edictos pudieran circular fácilmente; donde cualquier decisión pudiera ser escuchada y leída.
En verdad, toda vez que la cultura de la Grecia antigua, toda y la importancia de la escritura -la mayoría de los ciudadanos sabían leer y escribir-, era una cultura oral, la perfecta audición era un requisito para una buena comunidad. La ciudad, así, actuaba como caja de resonancia. Amplificaba lo que se decía, y ofrecía, al mismo tiempo, una perfecta visibilidad de los actos o los gestos realizados. Todo acontecía a la vista de todos. Todo se decía en voz alta. No cabían, en principio, el secretismo, las reuniones a escondidas, propias de regímenes personalizados (monárquicos, imperiales, dictatoriales), como ocurría en el Egipto faraónico y en las monarquías e imperios mesopotámicos. Ni siquiera en las monarquías helenísticas se perdió del todo la importancia de poder expresarse claramente, diciendo y mostrando lo que uno pensaba. Libertad que solo cabía en la ciudad, el seno de una comunidad comedida.
Un ser humano era un ciudadano. Fuera de la ciudad solo cabían salvajes, incivilizados, bárbaros. El ser humano, esto es, el ser cívico, era el que tenía todo a la vista, el que gozaba del espectáculo de las cosas y las gentes, con las que podía interactuar y dialogar. La ciudad constituía el marco que permitía estas relaciones entre iguales. Éstos tenían que aprender a escucharse y a mostrase. Tal como eran, poniendo sobre la mesa lo que pensaban. Pues eran lo que pensaban. Los gestos y la voz los delataban: expresaban lo que, o cómo eran. Y podían ser ellos mismos solo en la ciudad. La ciudad, como escribió Aristóteles, los hacía. Es decir, les permitía relacionarse sin matarse, los permitía comportarse, o ser, humanos.
¿Qué ha quedado de estas consideraciones?
Se trata de una comunidad. En ésta la vista alcanza a ver o vislumbrar a todos cuanto la componen. Una polis no es tanto un conjunto de edificios cuanto de ciudadanos -en la polis no se cuentan a esclavos, niños y mujeres; tampoco a extranjeros. En cuanto al estatuto de los metecos (griegos -ciudadanos- de otra polis, de paso por una ciudad) es ambiguo.
Para un griego antiguo, solo cuenta el mundo visible; el invisible es inquietante, o terrible, y no es apreciado. Los dioses son invisibles, y por eso se les teme; cuando una divinidad quiere ser escuchada por un humano, se hace visible bajo la forma de un conocido. Así, al menos, acontece en los textos de Homero.
El universo visible es el mundo de los vivientes. Un ser vivo se distingue de un muerto (y de una persona que duerme, que es parecida a un cadáver) porque tiene los ojos abiertos y ve. El órgano de la vista alcanza todo lo que tiene que ser tenido en consideración, lo que afecta para bien a la vida de cada uno. Lo y los que se pueden ser son aquello y aquéllos con los que uno tiene que relacionarse; es decir, con los que se puede formar una comunidad.
Esta comunidad tiene sentido, es posible, porque los ciudadanos pueden verse las caras. Lo que piensan se trasluce en su mirada. De un golpe de vista pueden reconocerse, y sentirse partícipes de una misma comunidad.
La necesaria visibilidad de lo vital implicaba que las ciudades eran el espacio más adecuado para la vida: Tenían que ser, como así eran, en efecto, ciudades de tamaño medio. Las propiedades aisladas, y las ciudades desmesuradas, como Babilonia, eran proscritas o temidas: en el campo, no se alcanzan a ver las granjas de los alrededores. El hábitat denso era el más favorable a la concepción de la vida griega. Los eremitas, los solitarios, no tenían cabida en el imaginario griego.
La importancia de la visibilidad, la exposición a la vista de todos de cada uno de los miembros de una colectividad se traduce espacialmente. Aunque no ocurriera en las ciudades de la Grecia continental, que, puesto que derivaban de poblados neolíticos o de la Edad de bronce, poseían una trama de calles laberíntica, semejante a la que tendrá la ciudad romana, árabe y medieval en Europa, las colonias griegas, fundadas en las costas occidentales mediterráneas, se planificaban a partir de una trama regular de calles ortogonales que delimitaban parcelas rectangulares o cuadradas. De este modo, nada interrumpía el rayo que emanaba del ojo, o que, comunicado por las cosas y las personas expuestas a la vista, alcanzaba el ojo de quien miraba. Rayo y calle poseían una misma estructura geométrica. Las calles eran conductos por los que se circulaba cómodamente y sin perderse, y canales que conducían los rayos oculares. Rápida, rectamente.
Platón (en el diálogo Protágoras) había comentado que una comunidad (una polis) tenía que ser un lugar donde cualquier ciudadano pudiera expresar su "punto de vista", es decir, su opinión sobre los temas que afectaban la vida de la ciudad o, mejor dicho, de los ciudadanos: "si se tiene que deliberar acerca de un tema que exige sabiduría política (...), se escucha la opinión de todos, pues se considera que cada uno tiene que poseer una parcela de esa virtud; sino, la polis no existiría". La política era el arte de debatir sobre la vida en común. Los debates tenían lugar en asambleas -las que regían la organización cívica. Se trataba de organizaciones donde los ciudadanos (libres) hablaban y escuchaban. La palabra emitida y percibida definía, por tanto, a una comunidad. Ésta era un espacio donde se podía hablar -discutir- sin gritar; es decir, donde los ciudadanos estaban a una distancia tal que se podían mirar y escuchar.
El espacio propio de la palabra, en Atenas, era el Pnyx. Éste se ubicaba en las estribaciones del acrópolis, al pie del Partenón. Se trataba de un espacio descubierto. Comprendía gradas adosadas contra la ladera, dispuestas en semi-círculo, como en un teatro. Se dialogaba a plena luz del día, en el exterior, ante cualquier ciudadano que quisiera asistir a las reuniones. Nada se escondía. Esta puesta en escena de los debates políticos -que concernían el bien común, en los que se sometía a la opinión de los miembros de la asamblea en qué consistía dicho bien- se reflejaba en las representaciones teatrales. Éstas formaban parte de los rituales en honor de Dioniso. El texto de las tragedias analizaba la suerte de los héroes, y la bondad de sus acciones, consideradas modélicas -que servían tanto de modelo cuanto de espejo de la vida política urbana. Mas el quehacer de los héroes -como las crueles o sórdidas acciones de Agamenón y Clitemnestra, la venganza de Medea, los crímenes de Edipo, etc.- no se exaltaba: se exponía y se discutía. Quien interrogaba a los héroes era el coro. Éste representaba a la ciudad. La discusión que se establecía seguía el modelo de los debates políticos y judiciales. Se estudiaba la virtud del comportamiento heroico. El coro, que juzgaba lo que los héroes emprendía, estaba constituido, muy a menudo, por mujeres. Éstas no tenían voz en la ciudad. No podían participar en las asambleas públicas; no les estaba permitido tener una vida pública. No formaban parte de la comunidad; pero sí del coro. Eso no disminuía el valor de lo que el coro enunciaba; es cierto que el coro no podía torcer el hado, ni tenía el poder de influir en las decisiones de los héroes; pero sus opiniones reflejaban lo que los ciudadanos pensaban. De este modo, el teatro, a través de la presencia activa del coro, daba voz a los que no tenían voz ni voto: las mujeres, De algún modo, éstas expresaban sus opiniones políticas -sus opiniones sobre los modelos de actuación de la ciudad- a través del coro, esencial en la representación teatral. Sin éste, las acciones de los héroes no habrían tenido eco alguno; no habrían llegado a los ciudadanos.
La voz, y no solo la vista, era, por tanto, lo que trazaba los límites y la trama urbana. Ésta se tenía que disponer de tal manera que las noticias, los edictos pudieran circular fácilmente; donde cualquier decisión pudiera ser escuchada y leída.
En verdad, toda vez que la cultura de la Grecia antigua, toda y la importancia de la escritura -la mayoría de los ciudadanos sabían leer y escribir-, era una cultura oral, la perfecta audición era un requisito para una buena comunidad. La ciudad, así, actuaba como caja de resonancia. Amplificaba lo que se decía, y ofrecía, al mismo tiempo, una perfecta visibilidad de los actos o los gestos realizados. Todo acontecía a la vista de todos. Todo se decía en voz alta. No cabían, en principio, el secretismo, las reuniones a escondidas, propias de regímenes personalizados (monárquicos, imperiales, dictatoriales), como ocurría en el Egipto faraónico y en las monarquías e imperios mesopotámicos. Ni siquiera en las monarquías helenísticas se perdió del todo la importancia de poder expresarse claramente, diciendo y mostrando lo que uno pensaba. Libertad que solo cabía en la ciudad, el seno de una comunidad comedida.
Un ser humano era un ciudadano. Fuera de la ciudad solo cabían salvajes, incivilizados, bárbaros. El ser humano, esto es, el ser cívico, era el que tenía todo a la vista, el que gozaba del espectáculo de las cosas y las gentes, con las que podía interactuar y dialogar. La ciudad constituía el marco que permitía estas relaciones entre iguales. Éstos tenían que aprender a escucharse y a mostrase. Tal como eran, poniendo sobre la mesa lo que pensaban. Pues eran lo que pensaban. Los gestos y la voz los delataban: expresaban lo que, o cómo eran. Y podían ser ellos mismos solo en la ciudad. La ciudad, como escribió Aristóteles, los hacía. Es decir, les permitía relacionarse sin matarse, los permitía comportarse, o ser, humanos.
¿Qué ha quedado de estas consideraciones?
domingo, 15 de septiembre de 2013
ANSELM KIEFER (1945): CRECIENTE FÉRTIL (2009)
Conjunto de pinturas matéricas recientes, de Kiefer, de gran tamaño, sobre las secretas correspondencias que unen, según el pintor, las fabricas de ladrillo en la India, extraídos de hornos al aire libre, las ciudades y monumentos mesopotámicos, construidos con ladrillos de adobe, y derruidos o sepultados, y las ruinas de las urbes alemanas, desperdigadas por el territorio, tras la Segunda Guerra Mundial.
SOPHIE FIENNES (1967): OVER YOUR CITIES GRASS WILL GROW (SOBRE VUESTRAS CIUDADES LA HIERBA CRECERÁ -Fragmento-, 2010)
Documental de Sophie Fiennes sobre la obra del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Este fragmento muestra Las Torres que levantó en un solar industrial abandonado en el sur de Francia. Transformó las estructuras de una fábrica de seda, derruidas, en un estudio y una vivienda -dejada desde entonces-, al mismo tiempo que una instalación permanente. Obra y continente se fundieron.
El documental se estrenó en el Festival de cine de Cannes (Francia) de 2011.
sábado, 14 de septiembre de 2013
Casas del alma egipcias: dos ejemplares del museo de Arte e Historia de Bruselas (Bélgica)
Fotos: Tocho, Bruselas, septiembre de 2013
Las llamadas casas del alma proceden del Egipto faraónico. Se datan de finales del tercer milenio. Son bandejas de ofrenda sobre las que destaca una reproducción en miniatura de un edificio. Éste se ubica a un lado de la bandeja, liberando una superficie horizontal ante sí -como si fuera un patio-, en la que se suelen situar reproducciones de alimentos vegetales y animales (partes de animales) ofrendados. hechas de un material imperecedero como la tierra, podían durar eternamente. Un murete continuo, unido a los muros del edificio, delimita los bordes de la bandeja. Un canal, en la parte delante, permite evacuar los líquidos de libación.
Estas piezas suelen tener unos 30x40 cm de base, y unos 20 de alto. Son de terracota. Están moldeadas a mano, y suelen ser toscas.
Fueron halladas a principios del siglo XX por el arqueólogo inglés Petrie enterradas en la arena. Descubrió un número considerable de piezas, enteras o fragmentadas. Consistían en bandejas muy sencillas, o con complejas construcciones de uno o dos pisos. todas proceden de un mismo yacimiento. Fueron ofrecidas a diversos museos europeos y norteamericanos. Éstos manifestaron escaso interés ante piezas tan modestas y brutas. Suelen hallarse en las reservas de los museos, salvo alguna, utilizada para documentar la arquitectura doméstica egipcia.
Estas ofrendas se depositaban sobre enterramientos populares. El cadáver se entregaba en un simple hueco, sin momificar, se cubría de arena sobre la que se apoyaba esta bandeja. Servía tanto como monumento funerario cuanto canalizaba los líquidos ofrendados para dar de beber al difunto hacia la arena que lo cubría. Esas bandejas reemplazaban los complejos funerarios para quienes no podían pagarse mausoleos.
Estas "maquetas" se distinguen de las más conocidas y abundantes maquetas de madera coloreadas, algunas de grandes dimensiones, que documentan diversas actividades en una propiedad. Estas maquetas, en efecto, se depositaban dentro de la tumba -y no en el exterior-, y cumplían la misma función que los frescos que cubren las paredes interiores: ayudan al difunto a vivir en el más allá la misma vida que en la tierra.
La expresión casa del alma es moderna. Deriva de la expresión (soul house o spirit house) con la que se nombran casas diminutas, colgadas de los árboles, en culturas del sudeste asiático, y que tienen como función acoger el alma del difunto. Esas casas del alma del Extremo Oriente carecen de bandeja de ofrendas y de canal de libación.
Una de las dos maquetas del Museo de Arte e Historia de Bruselas presenta un rasgo único: la casa está habitada. Tres figuras trabajan en el piso superior. Plantean un interesante problema interpretativo.
¿Qué son estas figuras? Podrían ser almas. sin embargo, si bien las maquetas de terracota se inscriben en la creencia en la supervivencia del alma -que, hasta finales del Imperio antiguo, solo se aplicaba al alma del faraón-, según la cual el alma se transfiera del cuerpo a una nueva ubicación, la tumba, el alma se representaba como un pájaro. Estas figuras, sin embargo, son enteramente antropomórficas.
Por tanto, es muy posible que las figuras cumplan el mismo papel que todas las que pueblan las tumbas, pintadas o esculpidas. Estas figuras documentan la proyectada vida en el más allá. Quieren mostrar que la vida en la ultratumba repite o continua la vida en la tierra.
Pero nadie podía estar seguro de que eso ocurriera ni que fuera posible. Era un sueño. Este sueño podía llegar a acontecer si se materializaba, se mostraba. Las imágenes, entonces son proyecciones. Son la plasmación de una visión. Se anticipan a lo que acontecerá. La vida en el más allá tendrá lugar tal como se documenta precisamente porque se documenta. La vida en el más allá es una consecuencia de lo que las imágenes pintadas o esculpidas muestran. Estas imágenes no reproducen la vida en el más allá, sino que la desencadenan o activan. Aseguran, así, que la vida en el más allá tendrá lugar de tal modo. Son como las profecías: muestran lo que ocurrirá "realmente" o "de verdad". Son imágenes propiciadoras y anticipatorias. Pronostican y provocan lo que muestran.
Si los egipcios, de la clase alta, o del pueblo, necesitaban anticiparse a la realidad y conducirla o reconducirla de modo que tuviera lugar según ciertas pautas, es porque, sin duda, no estaban seguros que la vida en el más allá fuera a tener lugar de este modo, ni que hubiera vida en el más allá. Esas imágenes placenteras y domésticas revelan temor ante la "vida" en la ultratumba. Nada garantizaba que hubiera vida, ni que la vida fuera soportable. El único modo de poder creen en una vida humana era forzando el destino, haciendo creer -creyendo en la veracidad de lo anunciado posiblemente- que lo que las imágenes muestran tendrá lugar ciertamente y del mismo modo.
Los egipcias crían en el poder de los sueños y las visiones. porque sabían que lo que los ojos descubren seguía por un camino muy distinto.
jueves, 12 de septiembre de 2013
ALEXEI JANKOWSKI (1968) & ALEKSANDR SOKUROV (1951): LES COURAGEUX / DE HELDHAFTIGEN (GALERIES CINÉMA, BRUSELAS, 2013)
Fotos: Tocho, Bruselas, 11 septiembre de 2011.
Parte del material fue enviado por Marcel Borràs, Albert Imperial, Marc Marín con una beca de la fundación alemana Gerda Henkel.
La Filmoteca de Bruselas organiza un ciclo de dedicado al cineasta ruso Aleksandr Sokurov, conocido por sus documentales y sus películas de ficción, la última de las cuáles, Fausto, ganadora del León de oro de la Mostra de Venecia en 2011, se estrenaba ayer en la capital belga.
El ciclo se acompaña de una exposición en la sala Cinéma Galleries, ubica en las célebres galerías cubiertas decimonócicas, Galeías Saint Hubert, las primeras de Europa. Se trata de una extensa video-instalación que se desarrolla en doce grandes pantallas, y dos pantallas de televisión. Las proyecciones duran dos horas.
El tema escogido es la destrucción y las tentativas, acertadas o fracasadas, de protección y recuperación del patrimonio arqueológico, artístico y cultural de Iraq, tras la invasión de 2003 y la presente guerra civil larvada. La muestra se inscribe dentro de una de las líneas de trabajo de dicha institución cultural, a la que también se adscriben otros documentales de Sokurov sobre el arte de países en guerra, o dictatoriales, desde la Unión Soviética y la Alemania nazi, hasta Chechenia y Afganistán.
La video instalación ha sido supervisada por Sokurov, pero montada por el joven cineasta ruso Jankowski, ayudante de Sokurov.
Se compone de material gráfico y textual (escritos, fotos y filmaciones) enviado por doce contribuyentes -calificador como Los valerosos, título que solo se merecen arqueólogos, historiadores y funcionarios iraquíes, periodistas y solo algunos estudiosos extranjeros-: desde un arqueólogo norteamericano , John Russell, que trabajó voluntariamente como representante del gobierno norteamericano para la salvaguarda del patrimonio cultural iraquí, hasta el arqueólogo iraquí Hadulamir Hamdani, luchando solo para defender y preservar yacimientos arqueológicos-devastados por saqueadores, azuzados por los altos precios de obras mesopotámicas en los anticuarios y las subastas internacionales-, en la cárcel por sus esfuerzos de oposición a la compra-venta de antigüedades, o el fallecido antiguo director del Museo Nacional de Iraq en Bagdad, Donny George, que narra, a partir de un diario personal, la destrucción del museo los días 3 y 4 abril de 2003, días después del la ocupación de la capital iraquí.
El saqueo y el incendio de los archivos nacionales, la destrucción de la biblioteca nacional, yacimientos como Fara o Umma, definitivamente perdidos tras la infinidad de huecos abiertos en busca de antigüedades por saqueadores -a menudo de pueblos vecinos necesitados de dinero-, ante la impasibilidad del ejército norteamericano, la devastación del Museo de Bagdad, etc., la catástrofe ecológica que significó el intento de aniquilación, casi logrado, por parte del presidente Sadam Hussein, en los años noventa, de las marismas del delta de los ríos Tigris y Éufrates, hoy contaminadas por el uranio de las bombas sucias soltadas por la coalición, son narrados, en proyecciones de gran tamaño, en las largas salas abovedadas subterráneas del Cinema Galerías, desnudas y oscuras. Las imágenes parecen los últimos testimonios de luz antes de que la oscuridad completa ciegue el laberinto de pasadizos y galerías.
Se expone una sola pieza tridimensional, sola en la única y recóndita sala al final de los pasadizos: una reproducción, rota, fragmentada, sin restaurar, de una estatua sumeria del Museo de Bagdad: una pareja, cogidos de la mano, la mirada triste o desencantada. Los verdaderos valientes del título de la muestra.
Una exposición hermosa y conmovedora.
Se guardó un minuto de silencio, bajo las bóvedas, en recuerdo por los fallecidos en los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, y por todos los muertos en la invasión, las cárceles y la guerra civil en Iraq, hasta hoy.
Iraq sí es un país oprimido.
Véase también la entrada: http://tochoocho.blogspot.com.es/2013/01/alexei-jankowski-1972-alexander-sokurov.html
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