El cosmos estaba plantado de columnas. Éstas se levantaban entre el infierno y el cielo, destacándose bien sobre la superficie de la tierra.
La creencia en la existencia de elementos verticales que actuaban como pilares cósmicos parece universal. La bóveda celestial era una tela tendida como en una tienda de nómada, o una semiesfera metálica, a través de cuyas perforaciones, como en la bóveda de un palacio, se filtraba la luz el empíreo, lo que moteaba el cielo de puntos luminosos estrellados. Esta bóveda no se apoyaba directamente sobre la tierra sino sobre un cierto número de columnas, cuatro en general. Estas columnas descomunales que se alzaban hasta el cielo brillaban como los rayos cuando hienden las nubes y caen sobre la tierra.
En el imaginario griego, lo bóveda celestial se apoyaba sobre las espaldas de una divinidad ancestral: Atlas, castigado por Zeus a soportar el peso del mundo por haberse atrevido a cuestionar la supremacía del padre de los dioses. Sus hijas, las Hespérides, que lucían en lo alto, también contribuían a la correcta ordenación del cosmos. Aconteció que Heracles, el hijo predilecto de Zeus, que aceptó someterse a doce pruebas a fin de demostrar su fuerza y su destreza antes de ordenar y delimitar la tierra, se desplazó hasta los confines del mundo, allá donde el sol, junto con las Hespérides salían del cielo para entrar en la noche. Cuando Heracles llegó hasta el Jardín de las Hespérides, cerca de donde moraba Atlas, dolorido por la inmovilidad en la que tenía que permanecer, se apiadó de él y lo sustituyó durante un tiempo. Cuando devolvió el peso del cosmos a Atlas, y antes de retornar a Grecia, señaló los confines de la tierra hincando, allí dónde el sol declinaba, dos columnas: las columnas de Hércules, que aun hoy, indican donde el Mediterráneo se abre al Mar que baña los pies de Atlas: el Atlántico.
Las columnas "cósmicas" no se alzaban solo en los límites del cosmos; éste se estructuraba alrededor de un eje vertical (un "axis mundi", una expresión caída en desuso). Este polo, sin embarco, que centraba el mundo, se hallaba en cualquier parte que se considerara un lugar imprescindible, un centro. Así, cada ciudad poseía -o era- un eje central: el resto del mundo giraba alrededor de él.
Fue el filósofo pre-socrático jonio Anaximandro (610-545 aC), quien sostuvo que el cosmos se generó a partir de una materia -o un concepto- , lo ilimitado, que describió la tierra, no como un disco ni como una esfera, sino, sorprendentemente, como un cilindro (
kulindros) o una columna (
kioon), sobre cuya cara plana superior se ubicaban los humanos: "la tierra tiene forma (
schemati) cilíndrica y que su espesor (o su altura) es un tercio de su anchura"; "la forma de la tierra es curva, redonda, semejante a un fuste de columna; nosotros caminamos sobre una de sus superficies planas". Los textos de Anaximandro se han perdido, mas esas citas del Pseudo-Plutarco, y de Hipólito, autores tardíos, reflejan bien, sin duda, la concepción cósmica del filósofo de Mileto.
Sin embargo, esta forma que no asociaríamos a la tierra no era gratuita.
Anaximandro, sin duda, conocía todas las descripciones del cosmos soportado por pilares, pero era la primera vez que la tierra era descrita como una columna de base circular: la tierra propiamente dicha, la tierra sobre la que los humanos de desplazaban y vivían era redonda: un disco. Esta columna, que era la tierra, se sostenía porque era equidistante del cielo y de los infiernos y, por tanto, no se "inclinaba" hacia ninguno de esos mundos.
Fue precisamente en vida de Anaximandro que los templos griegos empezaron a rodearse de columnas de piedra. Fue también por el aquel entonces cuando se levantaron columnas, coronadas por estatuas, para honrar a los muertos. Las columnas los mantenían en vida puesto que los recordaban visiblemente, los ubicaban aun entre los seres vivos.
No es impensable, como sostiene el helenista Hahn, que la vista del trabajo de los constructores, delimitando parcelas o recintos, y superponiendo bloques cilíndricos hasta configurar columnas capaces de aguantar incólumes empujes verticales y laterales, estuviera en el origen de la descripción de la tierra que Anaximandro realizó.
Los dioses, como supremos arquitectos, habrían erigido una columna, la tierra, perfectamente estable, entre el empíreo y el infra-mundo.
La tierra era un columna porque la columna era un símbolo vital, terrenal. La columna evocaba el brote que asciende de las entrañas de la tierra hacia la luz. El espacio bien delimitado de los seres vivos no podía ser sino una columna, y las columnas que circundaban los templos, así como las columnas que se alzaban en ciudades y cementerios mantenían en vida a la tierra porque recordaban su presencia. Cada columna manifestaba que la tierra había sido bien edificada: era habitable, y en ella se podía vivir.
Las columnas templarias quizá fueran un elemento que, amén de unir la tierra al cielo, ayudaba a dar sentido a la tierra, preservándola como un espacio apto para la vida, el único espacio donde la vida prendió y se asentó. El templo era la morada de la divinidad, ciertamente, instalada entre los humanos gracias a aquélla, pero también era un elemento que recordaba que la tierra estaba habitada, era un espacio habitable, y que pertenecía a los humanos. Era, en propiedad, un espacio terrenal.