martes, 4 de febrero de 2014
Los monstruos y la arquitectura: I mostri, Museo Nazionale Romano. Palazzo Massimo, Roma, Enero-Marzo de 2014
Fotos: Tocho, roma, enero-febrero de 2014
I mostri (los monstruos) es una gran exposición que el Museo Nacional Romano, en Roma, dedica a los seres "antinaturalistas" griegos. Préstamos internacionales de obras espléndidas e inesperadas, a veces poco conocidas, convierten el laberíntico itinerario por los pasadizos del museo en un rito de paso.
La "tesis" o el punto de vista adoptado, sin embargo, es insólito. Un monstruo es definido como un ser inexistente. Quizá lo sea hoy, para los "profanos"; no en la antigüedad, al menos hasta la cultura helenística, o el imperio Romano, al menos, cuando la creencia en dioses y héroes fue cayendo en desuso, o la desconfianza o el cansancio fue en aumento.
En épocas arcáica y clásica, por el contrario, los monstruos eran seres existentes. Eran divinidades, ancestrales, a menudo, o seres que mediaban entre hombres y dioses. Las imágenes reflejaban a seres invisibles, pero "reales", que no se distinguían de las divinidades, también invisibles. Un sátiro, que formaba parte del séquito de Dioniso, tenía la misma "existencia", y era tan "real" como aquella divinidad. Muchos de los calificados hoy de monstruos, eran potencias arcaicas o ancestrales, que habían acabado subordinadas a los nuevos dioses olímpicos y capitolinos. Cualquiera los había podido ver rondar bosques y casas, en los lindes entre la selva y la ciudad, del mismo modo que nadie dudaba haber contemplado -o poder contemplar- a Apolo o Dioniso.
La existencia de tales seres estaba corroborada por su función protectora. Estos "genios", pertenecientes a un orden anterior al de los dioses que adoptaban una forma humana cuando se mostraban ante los mortales, defendían el espacio humano. Tal era la función de os genios y los seres híbridos desde Babilonia hasta el mundo medieval.
Eran seres ligados a éste por un doble motivo. En tanto que fuerzas selváticas ponían en peligro el espacio humano trabajosamente delimitado y desbrozado -un recinto, un pueblo, una ciudad. Pero, al mismo tiempo, estos seres podían ponerse al servicio de los humanos; en este caso, el daño que podían causar se orientaba hacia quienes querían el mal del espacio urbano o doméstico. La testa de la Gorgona tenía un poder paralizante. Marcaba los límites entre el espacio humano y el de los seres primigenios. Pero, situada en lo alto de los tímpanos de los templos, mirando hacia el exterior, asustaba o petrificaba (de miedo) a quien se acercara con arteras intenciones al santuario.
Serpientes y dragones, como la Hidra, o perros con el Can Cerbero, impedían que los humanos se adentraran más allá de los confines del mundo visible. De modo semejante, las esfinges, comunes en los cementerios, protegían a los muertos, impidiendo que las tumbas fueran violadas, al mismo tiempo que protegía el espacio de los vivos de la presencia de las almas en pena: las esfinges impedían que los muertos se mezclaran con los vivos.
Los llamados monstruos poseían rasgos que pertenecían a diversos mundos, humano y animal (aéreo, terrestre y acuático). La presencia del monstruo ponía en jaque el orden establecido. Las fronteras saltaban. Se retornaba a un estadio del mundo indiferenciado. El orden y el ordenamiento del mundo era cuestionado. Pero, por la misma razón, la presencia del monstruo concentraba los poderes disolventes en una única figura,vigilando que se repandiesen por la faz de la tierra.
Por fin, el monstruo ponía a prueba la fuerza, la agudeza y el valor del ser humano que se tenía que ver las caras con estos seres temibles y temidos. De este modo, una vez superado al monstruo, como hizo Edipo con la Esfinge, el mundo ya no se le resistía. Estaba preparado para acondicionarlo.
El monstruo, pues, cumplía una función: protegía al ser humano de sus temores; libraba su mundo del temor del más allá. Le permitía centrarse en el presente, en el aquí en la tierra, defendiendo su parcela, su lugar en el mundo. La ciudad existía porque el monstruo existía: es decir, la ciudad tenía sentido porque los monstruos rondaban y era necesario delimitar un espacio libre de monstruos, pero, también, la ciudad perduraba porque el monstruo la defendía, aumentando el valor de los habitantes, y poniendo en jaque a los enemigos, vencidos por los ciudadanos envalentonados. Los monstruos ahuyentaban a los monstruos interiores.
GALEN FOTT & JERRY HUNT: ROBERTO THE INSECT ARCHITECT (2005)
Basado en un cuento ilustrado de Nina Laden (1962), ya comentado en Tocho.
Corto de animación fundamental en arquitectura.
Si el video no se activara, se puede contemplar en el enlace siguiente.
O aquí:
http://you.video.sina.com.cn/api/sinawebApi/outplayrefer.php/vid=82430230_478_2780871973_1_b0izGCo4Dm7K+l1lHz2stqlF+6xCpv2xhGizs1KsIg9QUg+YJMXNb9UF5CrWAsxC5yoUEJU3d/ol1x8uaA/s.swfí:
jueves, 30 de enero de 2014
KENDRICK LAMAR (1987): M.A.A.D. CITY (2013)
Kendrick Lamar - m.A.A.d City (EXPLICIT VIDEO) from Dai Dai tran on Vimeo.
Tocho8 evita el rap. Pero ¿cómo resistirse a una lluvia de imágenes urbanas semejante? Siempre se puede poner el vídeo de Lamar en sordina.
CYPRIEN GAILLARD (1980): TODAY DIGGERS (EXCAVADORES DEL MOMENTO, 2013)
Fotos: Tocho, Nueva York, enero de 2014
Las palas excavadoras son desmesuradas. Con borde aserrado por afiladas púas metálicas, recuerdan las garras de animales extintos. Son útiles; pero también destructivas. Las palas abren boquetes profundos y acarrean tierra, en los que se hinchan los cimientos de los edificios, y gracias a los cuales se alcanzan estratos inferiores hasta llegar, quizá, a estructuras del pasado. Son así liberadoras: mecanismos de la memoria y el reencuentro; máquinas para encontrarse con lo que el tiempo destruyó. Pero esta función no las exime de un aire amenazador. El daño que también las excavadoras pueden causar está en consonancia con la mueca dentellada que dibuja la pala.
El artista francés Gaillard está fascinado por la arqueología del futuro: edificios modernos ya en ruinas, desde el momento en que fueron (mal) construidos, hasta conjuntos que se intuye no aguantarán el paso del tiempo y se ofrecen como chivos expiatorios. En su seno se malvive -y se vive mal-, y son una promesa de una mala vida. Su construcción, siempre masiva, ha arrasado la tierra; toneladas de tierra, piedra y grava han sido desterradas, alterando el paisaje. El daño es inútil, o se acrecienta por la falta de futuro que los bloques, apresuradamente levantados, anuncian. Son ruinas en todos los sentidos: sentencian la ruina moral de quienes los han edificado, y se anticipan a las vidas arruinadas que, como en tierra de nadie, se acogerán en espacios anónimos. Las bocas ávidas anuncian bien las dentelladas que quienes recurren a ellas practican al tiempo y al espacio. Los que las manejan son excavadores del momento: solo les interesa el momento; las consecuencias de sus actos, lo que dejan tras su paso, no les preocupa
La última exposición de Cyprien Gaillard en una galería de Nueva York comprende un gran número de palas excavadoras (utilizadas en la destrucción de edificios en California, para liberar terreno para la construcción de un centro de arte. la calificación moral del acto es compleja o contradictoria. La destrucción redunda en beneficio de un espacio destinado a la creación; si bien, muy posiblemente, recuperado por la especulación -como la que la cara obra de Gaillard da lugar-).
Dispuestas mirando hacia lo alto, varadas como ballenas, hacen patente su inutilidad -y su imagen agresiva. Son poderosas y torpes estructuras metálicas, oxidadas, prestas para el ataque.
Circular entre ellas, como entre fieras dormidas, inquieta. Son demasiado grandes para evocar la puesta en orden del mundo. Dispuestas en fila, parecen un ciego ejército que, todo e invitando a guarecerse en las fauces, puede acabar con todo el edificio que soportan si se pusieran en marcha.
Una, quizá excesiva, imagen de la puesta en cintura del espacio, es decir, de su aniquilación.
miércoles, 29 de enero de 2014
El Museo de las Culturas del Mundo, Barcelona
Hace unos meses, se desmontaba el museo Barbier-Muller, en la calle Montcada de Barcelona, con una notable colección privada de arte precolombino -aunque con una alguna pieza husmeada por la justicia-, después que, al parecer, el Ayuntamiento de Barcelona se negara o no pudiera pagar lo que el coleccionista pedía para la cesión definitiva o la renovación del préstamo (desde entonces, la colección se dispersa en una subasta). Apenas la prensa nacional y extranjera comentó desfavorablemente la noticia, el Ayuntamiento se apresuró a anunciar la creación de un nuevo museo en los locales vaciados: el Museo de las Culturas del Mundo.
Un año apenas más tarde, esta colección permanente se inaugura (a finales de 2014, para poder ser presentada antes de las próximas elecciones municipales).
Se trata de un museo que reune varias colecciones privadas, entre las que se encuentra la colección Folch -con un gran número de piezas, de calidad variable, que comprende o comprendía desde obras maestras, casi todas ya vendidas recientemente en condiciones misteriosas, al parecer, hasta recuerdos de aeropuerto, como los calificaba un experto-, la extraordinaria colección Durán -que cede, lógicamente, una mínima parte de las obras- y piezas del desfallecido Museo Etnológico: obras asiáticas, africanas, de Oceanía y de América del Sur. Nada de Europa (ni del Egipto faraónico -África del norte-, ni de Mesopotamia -Mediterráneo Oriental, y Asia Central), presentados en museos de arte (Museo Nacional de Arte de Cataluña, MNAC) y de arqueología. Se considera que la historia occidental del arte (que engloba, o se apodera, de Egipto y Mesopotamia) sigue derroteros distintos. Occidente produjo arte, el resto del mundo, útiles o fetiches. La segunda afirmación es cierta; los humanos, al crear entes, rivalizaban con los poderes sobrenaturales; la primera, empero, es cuanto menos ingenua (por no decir perversa). ¿Acaso los occidentales eran distintos? Solo hay que leer a Platón, el padre de la teoría del arte (occidental), para descubrir cuánto temía el poder subyugante de las imágenes. ¿Arte, por cierto? Ídolos, mejor dicho, como bien los denomina Platón. Es decir, fetiches. Las obras de "arte", creadas para producir placer, o para ilustrar deleitando, son una invención del siglo XVIII, en Europa y en Extremo Oriente. ¿Etnocentrismo? ¿racismo? o ¿incultura?
Obras de épocas y espacios muy distintos cohabitarán juntas solo porque nos parecen exóticas (y antinaturalistas, por no decir antinaturales). Muchas, en efecto, son el reflejo o el resultado del dominio colonial.
El Ayuntamiento de Barcelona proclama que no existe un museo "de esas características" en mil doscientos quilómetros a la redonda (obviando la próxima apertura del Museo de las Civilizaciones de Lión), es decir a mil doscientos quilómetros del Museo de las Artes Primeras de París.
Este Museo se inauguró tras una decena larga de años de encendidas discusiones sobre su pertinencia. ¿Era lógico que el obrar occidental estuviera en un museo "de arte" y el obrar "no occidental", en un museo "etnológico", o de artes calificadas de primeras, aunque bien podían ser del siglo XX, mientras que el obrar neolítico europeo -y del Próximo oriente, considerado como el origen del europeo u occidental- fuera calificado de arte y se emplazara junto al arte -arte, sí, en este caso-, del siglo XIX. Una pequeña selección de obras maestras "no occidentales" instaladas en el Louvre, donde siguen, avivó el debate. Mientras el Museo del Louvre distingue entre las escuelas pisanas, umbrías, toscanas, etc., por referirnos solo en el siglo XIII, amalgama, en una misma sala, obras de culturas tan distintas, separadas espacial y temporalmente, como la Maya y la Nepalí, obviando la propia historia y las conexiones históricas y las influencias culturales de cada una de estas culturas. El debate se ha calmado, pero el Museo de las Artes Primeras no deja de producir sonrojo o vergüenza ajena.
Aquí, en Barcelona, tenemos menos miramientos. Un decenio de debates reducido a una noticia periodística que anuncia el cierre de un museo y su sustitución, casi inmediata, por otro, presentado como un museo casi único, para promocionar Barcelona, que se sitúa en un eje (¿?) que comprende el Centro del Born y el Museo del diseño (Dhub), situado a una decena de quilómetros del Museo de las Culturas del Mundo. Culturas que no comprenden las occidentales, quizá porque, en el fondo, pensamos que aquéllas, no son culturas. Incultura, desidia o simple oportunismo.
Un año apenas más tarde, esta colección permanente se inaugura (a finales de 2014, para poder ser presentada antes de las próximas elecciones municipales).
Se trata de un museo que reune varias colecciones privadas, entre las que se encuentra la colección Folch -con un gran número de piezas, de calidad variable, que comprende o comprendía desde obras maestras, casi todas ya vendidas recientemente en condiciones misteriosas, al parecer, hasta recuerdos de aeropuerto, como los calificaba un experto-, la extraordinaria colección Durán -que cede, lógicamente, una mínima parte de las obras- y piezas del desfallecido Museo Etnológico: obras asiáticas, africanas, de Oceanía y de América del Sur. Nada de Europa (ni del Egipto faraónico -África del norte-, ni de Mesopotamia -Mediterráneo Oriental, y Asia Central), presentados en museos de arte (Museo Nacional de Arte de Cataluña, MNAC) y de arqueología. Se considera que la historia occidental del arte (que engloba, o se apodera, de Egipto y Mesopotamia) sigue derroteros distintos. Occidente produjo arte, el resto del mundo, útiles o fetiches. La segunda afirmación es cierta; los humanos, al crear entes, rivalizaban con los poderes sobrenaturales; la primera, empero, es cuanto menos ingenua (por no decir perversa). ¿Acaso los occidentales eran distintos? Solo hay que leer a Platón, el padre de la teoría del arte (occidental), para descubrir cuánto temía el poder subyugante de las imágenes. ¿Arte, por cierto? Ídolos, mejor dicho, como bien los denomina Platón. Es decir, fetiches. Las obras de "arte", creadas para producir placer, o para ilustrar deleitando, son una invención del siglo XVIII, en Europa y en Extremo Oriente. ¿Etnocentrismo? ¿racismo? o ¿incultura?
Obras de épocas y espacios muy distintos cohabitarán juntas solo porque nos parecen exóticas (y antinaturalistas, por no decir antinaturales). Muchas, en efecto, son el reflejo o el resultado del dominio colonial.
El Ayuntamiento de Barcelona proclama que no existe un museo "de esas características" en mil doscientos quilómetros a la redonda (obviando la próxima apertura del Museo de las Civilizaciones de Lión), es decir a mil doscientos quilómetros del Museo de las Artes Primeras de París.
Este Museo se inauguró tras una decena larga de años de encendidas discusiones sobre su pertinencia. ¿Era lógico que el obrar occidental estuviera en un museo "de arte" y el obrar "no occidental", en un museo "etnológico", o de artes calificadas de primeras, aunque bien podían ser del siglo XX, mientras que el obrar neolítico europeo -y del Próximo oriente, considerado como el origen del europeo u occidental- fuera calificado de arte y se emplazara junto al arte -arte, sí, en este caso-, del siglo XIX. Una pequeña selección de obras maestras "no occidentales" instaladas en el Louvre, donde siguen, avivó el debate. Mientras el Museo del Louvre distingue entre las escuelas pisanas, umbrías, toscanas, etc., por referirnos solo en el siglo XIII, amalgama, en una misma sala, obras de culturas tan distintas, separadas espacial y temporalmente, como la Maya y la Nepalí, obviando la propia historia y las conexiones históricas y las influencias culturales de cada una de estas culturas. El debate se ha calmado, pero el Museo de las Artes Primeras no deja de producir sonrojo o vergüenza ajena.
Aquí, en Barcelona, tenemos menos miramientos. Un decenio de debates reducido a una noticia periodística que anuncia el cierre de un museo y su sustitución, casi inmediata, por otro, presentado como un museo casi único, para promocionar Barcelona, que se sitúa en un eje (¿?) que comprende el Centro del Born y el Museo del diseño (Dhub), situado a una decena de quilómetros del Museo de las Culturas del Mundo. Culturas que no comprenden las occidentales, quizá porque, en el fondo, pensamos que aquéllas, no son culturas. Incultura, desidia o simple oportunismo.
lunes, 27 de enero de 2014
ODILON REDON (1840-1916): OANNÈS (1883)
Foto: Tocho, Art Institute, Chicago, enero de 2014
Cuenta la leyenda que de las lentas aguas del Éufrates, emergió un día una carpa gigantesca. Los largos filamentos que pendían debajo de la boca le daban un aspecto de sabio por las pobladas barbas, así como por un rostro humano, serio y sereno: parecía, en verdad, un sacerdote que se hubiere revestido con los atributos de una carpa, porque las aguas que evocaban lustraban y purificaban; eran las aguas en las que los seres vivos se hundían y de las que renacían, purgadas las faltas. Tan sabia y fuerte era la carpa que salió del río, se alzó y se dirigió, con voz grave y potente, desplazándose sobre unos pies humanos, justo delante de la cola, de tal modo, que parecía que levitaba sobre una nube que la cola que se agitaba formaba, hacia la ciudad de Babilonia. Allí, empezó a educar, a adiestrar a los hombres. Les enseñó a escribir, les mostró cómo cultivar la tierra y, por fin, les transmitió las técnicas constructivas para que pudieran edificar casas, templos y ciudades. El cuidado de las mismas también les inculcó. Les hizo ver la importancia de las leyes, de las mesuras y de las medidas; les destacó las bondades de la contención; les puso limites que no podían traspasar ni transgredir so pena de volver a la barbarie. Luego, Oannès -tal era el nombre de tan venerable ser- retornó a las aguas y desapareció para siempre.
No era la primera vez que este ser enseñó a los hombres. Las carpas eran animales sabios y sagrados en Mesopotamia. Los dioses primigenios, anteriores a la creación del universo, cuando éste era toda agua, tenían una forma de pez: eran carpas, que atendían al dios de la cultura y la arquitectura, el dios de las aguas providenciales, que aportaban vida y frescura, aguas sapienciales en cuyas ondas estaban disueltos todos los gérmenes de la vida, el dios Enki, benefactor de los humanos.
Cuando los dioses celestiales se apoderaron del mundo, los ancianos de las aguas, que conocían los secretos del mundo, ya que dominaban la técnica de la escritura, ayudaron a los hombres a relacionarse con las potencias celestiales. Se les llamaba apkallu (que significa agua grande), sabios y adivinos, a quienes los hombres pedían ayuda y consejo cuando el porvenir se nublaba.
Oannes es el título de un hermoso grabado del pintor simbolista francés Odilon Redon -a quien se le han dedicado varias exposiciones recientemente en Francia-, pintor secreto de una obra fantástica; un grabado muy poco conocido (aunque Redon realizó varias obras -grabados y óleos- dedicados a Oannès), que ha visto la luz gracias a una exposición temporal de dibujos y grabados, ya citada en la entrada anterior, actualmente en el Art Institute de Chicago.
Oannès se asemeja a una figura crística, cuyo desnudo cuerpo que irradia apenas emerge de las aguas lustrales. Se trata de un ser anfibio que forma parte de las ondas. Agua y luz se cruzan en su cuerpo. Un apunte de aureola -o de corona- lo cubre. Su mirada, desviada y triste, dice bien el futuro de la humanidad que entreve.
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