Fotos: Tocho, Museum of the History of the City, Nueva York, mayo de 2014
El mapa de la ciudad de Nueva York, centrado en la isla de Manhattan, colgado en la entrada de la exposición del
Museo de Historia de la Ciudad de Nueva York, sorprende: un denso racimo de puntos rojos (unos doscientos solo en la isla) señalan los edificios de Guastavino que aun se mantienen en Nueva York. La mitad de la isla es obra de este arquitecto valenciano. Como bien indican los textos, la imagen de Nueva York le debe todo a Guastavino.
Formado en la Escuela de Artes y Oficios -antes de que se convirtiera en la Escuela de Arquitectura- de Barcelona, en la segunda mitad del siglo XIX, quizá por motivos familiares -se separó-, emigró, con su hijo pequeño, a los Estados Unidos. Se piensa que, siendo masón, como comenta Llorenç Bonet, habría podido contar con apoyos en Nueva York o en Chicago. Pues, a poco de llegar, Guastavino ya construía la estructura de decenas de obras de otros arquitectos. Llegó a tener cien obras en marcha. Su éxito fue deslumbrante. Y solo el racionalismo y el extenso uso del hormigón puso fin a sus estructuras abovedadas de ladrillo, adaptadas de las vueltas catalanas. Su hijo cerró la empresa en 1962. Su padre, fallecido mucho antes, no llegaría a intuir la lenta decadencia a partir de los años treinta.
¿A qué pudo darse el éxito de Guastavino, precisamente en los Estados Unidos (en la costa este y en Chicago, por ejemplo) -Guastavino construyó poco en España (la fabrica Batlló, en Barcelona, es un buen ejemplo), y hoy, es un arquitecto menos recordado que otros, como Puig i Cadafalch, o Domenech i Montaner, de menor entidad-?.
La mayoría de las obras fueron públicas: estaciones de metro y de tren (Nueva York), bibliotecas (Boston), ayuntamientos (Nueva York), iglesias, etc. En todas, Guastavino empleó un sistema de construcción de bóvedas y de cúpulas, que cubrían amplias estancias, sin pilares, a base de varias filas de ladrillos. La distribución de las cúpulas se adaptaba a cualquier tipo de plantas, por irregulares que fueran.
El sistema de construcción era económico. Pero esta razón no era solo económica sino ética. Permitía dotar de una imagen palaciega a espacios públicos (
Palaces for the People es, precisamente, el título de la presente muestra). Las bóvedas ne necesitaban ornamentación, ya que la cuidada trama de las juntas componía motivos geométricos o abstractos.
El antinaturalismo, el gusto por la sencillez y la sobriedad, el rechazo de la ornamentación excesiva, de la pompa barroca -o del
art nouveau- fueron, sin duda, criterios que permitieron juzgar positivamente el trabajo de Guastavino. Los espacios abovedados y cupulados pertenecían al lenguaje de la Roma republicana. y se aplicaban a construcciones públicas, destinadas a la edificación de los ciudadanos. Les ofrecía espacios modélicos, casi pautas de comportamiento. Las masas quedaban bien encuadradas u ordenadas en las inmensas estancias públicas. La lógica constructiva y la articulación de los espacios eran visibles y lógicas. Guastavino ordenó el espacio a las necesidades físicas y morales de la comunidad, al tiempo que la dignificaba. Las cúpulas y las bóvedas recogían a las ciudadanos, sin oprimirlos. Los tonos siempre claros de los ladrillos y la nítida red de juntas elevaban el espíritu. Pero, al mismo tiempo, el arquitecto no se manifestaba como un gran creador. No rivalizaba con el Supremo; se ponía al servicio, por el contrario, de la ciudad.
La manera de construir de Guastavino, su ética a la obra de obrar sintonizó bien con el protestantismo, el puritanismo norteamericano. Los espacios eran recios, lógicos. Nada sobraba. Todo se manifestaba claramente. El gasto ni la ornamentación eran superfluos. Tampoco se daban proezas técnicas evidentes u ostentosas. Al mismo tiempo, la grandeza de los espacios pertenecía no a palacios ni a estancias privadas -aunque su hijo también construyó para magnates- sino a la colectividad. Ésta exteriorizaba su cohesión en y gracias a las estancias claramente cubiertas y articuladas de Guastavino.