domingo, 8 de junio de 2014

¿Qué es la belleza?


Versión de un texto sobre el concepto de belleza para el diario ARA.
El artículo se publicará en catalán el domingo 13 de Junio de 2014

La belleza es una cualidad de las cosas, naturales o manufacturadas –desde la artesanía y la magia hasta las obras de arte-  que nos hacen sentir bien. Esta cualidad les es propia, o la concedemos a lo que nos satisface emocionalmente: lo que nos gratifica, colma y tranquiliza, lo que da sentido a nuestra presencia en el mundo. Está en el objeto, o en nuestro ojo. La relación casi necesaria entre el arte y la belleza -siendo el arte el desvelador o el poseedor de la misma-, se estableció en Europa a mediados del siglo XVIII. Anteriormente, la obra de arte pudo ser bella –aunque ser el receptáculo de esta cualidad no era el fin perseguido-, pero no tuvo que serlo necesariamente. Duró poco más de un siglo. La fealdad la reemplazó, antes de la indiferencia o neutralidad proseguida por algunas corrientes artísticas del siglo XX.
Esta cualidad es propia de la cultura clásica occidental. Sin duda existían objetos en Egipto y en Mesopotamia que colmaban de gozo y llenaban el espíritu, pero las calificaciones que recibían insistían en el esplendor, la irradiación, casi la fuerza que emanaba de éstos, y no en su tranquila y serena presencia. Eran objetos de otro mundo, que no estaban al alcance de todos los mortales.
La belleza no está separada del bien, no tanto porque los objetos bellos estén bien hechos –la imperfección técnica o formal no impide que un objeto pueda ser seductor-, sino porque elevan el espíritu. Placen y hacen pensar. Evocan ideas de plenitud.
La belleza reside en la forma, la luz y las buenas maneras: proporciones, colores y tonos, y una elaboración adecuada –a los fines, a las formas perseguidas-, son causas de esta cualidad, pero ésta sobre todo es consecuencia de la capacidad de las cosas de ayudarnos a percibir el mundo y a estar “a buenas” con éste. No existe ninguna fórmula para producir belleza. No es consecuencia de ningún procedimiento. La belleza es elusiva, difícilmente definible. Desde luego, depende de nosotros. En todos los sentidos de la palabra: existe para nosotros, para hacernos humanos, y existe porque calificamos de bellos lo que nos guía, nos eleva. La belleza solo existe para el ser humano; está en su origen: nos hace humanos. Es decir, nos invita a pensar en quiénes somos, nos muestra lo que somos, sin adoctrinarnos ni denunciarnos. La belleza se ha asociado con el cielo; es cierto, pero solo aparece cuando el cielo se encarna, se materializa. Los dioses que no tienen forma humana, que no hay “forma” de imaginar, visualizar, no son bellos; no son nada. La belleza es carnal, sensible; pero solo despunta cuando la carne gira el rostro hacia la luz. Pone en contacto a lo alto y lo bajo; nace cuando estos dos mundos se encuentran, cuando las ideas hallan la manera de mostrarse, de dirigirse hacia nosotros. La belleza apela a los sentidos y a la inteligencia. Nos hace “sentir” inteligentes, vivos, razonables, partícipes del mundo, actores en éste.
Se trata de la cualidad de las cosas en armonía consigo mismas y con nosotros. La belleza no tiene como finalidad despertar buenos sentimientos; no tiene ninguna finalidad, salvo la de estar presentes ante nosotros, aguantando nuestra presencia; la plenitud que las cosas bellas  aportan no es buscada;  es lograda. Es una consecuencia, no un fin. Por eso son bellas. No buscan, no pretenden nada. No dan lecciones; no existen para cumplir una función determinada, cayendo en el olvido tras haber cumplido. Las cosas bellas tienen una razón de ser, mas ésta no es evidente, ni tiene que serlo. Pero se agradece su presencia, aunque no tienen por qué ser agradables. Pueden ponernos en jaque, apelarnos, intranquilizarnos. Pueden obligarnos a pensar en el mundo, en nosotros, y en nuestro lugar en aquél.  Son, en ocasiones, molestas. Quizá querríamos que no existieran. Son un espejo que el mundo nos tiende, exponiéndonos verdades –sobre el mundo o nosotros mismos- con las que no querríamos encararnos, que no querríamos afrontar. Y, sin embargo, tras el trance –en todos los sentidos de la palabra: tras la prueba y la emoción-, se agradece la presencia de un objeto bello, de la belleza encarnada. Ha dado sentido a nuestra vida, nos ha ayudado a entender quiénes somos y qué hacemos.
Se ha asociado la belleza a las obras de arte porque éstas son enigmáticas. Plantean preguntas acerca de su existencia, su razón de ser, su finalidad. No son imprescindibles. Pero tampoco se limitan a decorar la vida. La vida es más soportable, a veces, si existen. Sorprenden, molestan o fascinan. No dejan indiferentes. Llaman una y otra vez la atención. En esta capacidad para hacernos pensar sin dejar de hacernos sentir el mundo que muestran, el mundo que nos rodea gracias a la imagen que muestran, las obras de arte son bellas. O las consideramos bellas.
Y, sin embargo, la belleza no es una “bendición” divina. Puede ser molesta. No querríamos enfrentarnos a ella. Echa luz sobre nuestros problemas, nos obliga a plantearnos, a replantearnos qué hacemos. La belleza siempre inquiere sobre nuestras acciones, la finalidad que perseguimos. Bello es que lo nos cuestiona; hiriente o turbador también. No siempre estamos preparados para someternos al escrutinio de la belleza. Su luminosidad puede cegarnos. ¿Queremos siempre saber quiénes somos, interrogarnos sobre lo que perseguimos?
Afrodita, la diosa griega de la belleza (Venus, en Roma), bien ilustra sobre el carácter imperioso de la belleza, casi violento, porque nos hace sentirnos violentos a veces. Antes de –que- hacernos sentirnos “bien”, puede llevarnos a sentirnos miserables: otra función del espejo que la belleza nos tiende. Afrodita es una diosa extraña, terrible incluso. También en Mesopotamia, Ishtar, equivalente a Afrodita, no era cómoda. Afrodita nace de un acto horrísono. Y su familia no desmerece de su origen. Crono, hijo del cielo Urano y de Gea, la tierra, cansado de que su padre eliminara a sus hermanos, cogió una guadaña y, una noche, mientras Urano copulaba con Gea, entre las sombras emasculó a su padre. Éste, hasta entonces unido íntimamente a la Tierra, se proyectó hacia arriba, transformándose, desde entonces, en el cielo lejano, indiferente y enigmático. Los testículos sangrantes de Urano cayeron a la tierra. Se hundieron en el mar. De la unión del semen del Cielo con las fértiles aguas del ponto, nació, acogida en una concha, Afrodita. Un acto condenable, destructor alumbró a la belleza. La castración de su padre, incapaz entonces, de procrear más hijos, de seguir dando vida a la tierra, está en el origen de  Afrodita. Sus hermanas ni siquiera gozaron de un cuerpo hermoso. Surgieron del contacto de la sangre de Urano en la tierra arcillosa. Las Harpías, diosas sedientas de la venganza, eran unas ancianas despiadadas. Afrodita tuvo una hija: Armonía. Su nombre lo dice todo. Pero también alumbró al Temor y al Terror. Y ciertamente, la aparición de la belleza en la tierra podía desencadenar el terror. Su cuerpo, como el de cualquier divinidad, eran tan brillante que no podía ser contemplado sin causar ceguera –por eso los dioses se revestían con una forma humana, y se cubrían con ropajes cuando se mostraban ante los humanos, o se escondían detrás de una zarza, luminosa pero no cegadora, como Yahvé dirigiéndose a Moisés en los alto del monte Sinaí-. 
Este carácter violento, esta faceta oscura de la belleza ha estado siempre presente. La belleza se muestra agradablemente. Es seductora, llamativa, atractiva. Suscita el deseo erótico. Nadie se resiste a su llamada. Parece ofrecer el mundo. Es una promesa; anuncia que colmará los sentidos; que ofrecerá una vida plena. Las penalidades se olvidan. Los hombres matarían por alcanzar la belleza. Y, precisamente,  el deseo que levanta es insaciable. La belleza no se alcanza nunca. Es un señuelo que lleva por donde quiere. Eleva o precipita a quien seduce. Se impone, conduce o arrastra. La belleza es necesaria. Ilumina y da sentido. Pero también puede privar del sentido. Abraza o ahoga. Su hermosa apariencia disimula la atrocidad de la vida, los deseos inconfesables, las acciones que no deberían salir a la luz. La belleza es peligrosa. Necesaria, vital. Pues la vida no tiene razón sin ella. Saca lo mejor de nosotros; y lo peor. Madre y madrastra, amante y criminal, su abrazo es el abrazo del oso.  Provoca tantos desvaríos cuantas iluminaciones. Bendición y condena, por eso la belleza es atractiva, y perseguida, en el doble sentido de la palabra: anhelada y repudiada. Nunca se sabe qué esconde, hacia dónde lleva. Los caminos que sigue no han sido explorados. La belleza no es la hermosura, lo agradable, cualidades dulzonas –útiles, quizá incluso necesarias, incluso, ya a nadie le amaga un dulce-, que no causan problemas, que no dan qué pensar, que no inquieren sobre la vida seguida. La belleza es arisca. Tiene aristas. Obliga, compromete. Puede no ser escuchada o contemplada. Mas una parte esencial de la vida se pierde, sin que la ganancia a  cambio compense.  
¿Una ilusión? ¿Una creación humana para que la vida sea soportable y tenga sentido? Posiblemente. La belleza es cultural, aunque el ser humano está hecho para hallar, o crear, la belleza, para dar sentido al mundo; para entenderlo. Es un valor, o un bien, que los humanos se dan para vivir colectivamente. La belleza atrae y se comparte, se disfruta y se comenta. Crea comunidades. Da lugar a cultos. Se diviniza; se considera trascendente, aunque reflejada en el mundo, en las creaciones naturales y humanas. La belleza es la causa de que estemos en el mundo, que hayamos hecho del mundo un lugar habitable. La belleza fuerza –acto imperativo- a transformar el mundo. Su presencia es exigente. Somete, y libera. Obliga a pensar, y a actuar, en pos de la conversión del mundo, despojándolo, ordenándolo, humanizándolo.
Siendo Afrodita la personificación clásica occidental de la belleza, y dadas las buenas y malas artes de la diosa, dotada para la maña, los encantos, la seducción, la belleza fue juzgada a veces como una cualidad temible o despreciable, de la que había que apartarse. Tanto en el Antiguo Testamento como en Gracia (Platón), la belleza fue juzgada con severidad, o de modo contradictorio. Por un lado iluminaba; elevaba el espíritu. Mas, en otras ocasiones, se la asociaba con los afeites, las máscaras, las buenas palabras (maliciosas), es decir con un despliegue de trucos destinados al encantamiento y al engaño. Hija del maligno, la belleza fue juzgada peligrosa –y lo es-, dañina. Maldita, que no bendita. Las obras de arte bellas fueron condenadas. La seducción que emanaba de ellas podía distraer de las enseñanzas morales que la obra tenía que transmitir. El público podía caer preso del encanto de las formas –palabras, música, la musicalidad del verbo, el colorido de las formas, el movimiento turbador de los que participaban en una procesión, los actores, los danzantes- y olvidarse del mensaje. Lejos de ayudar a comulgar –con verdades-, la belleza podía llevar a comulgar con ruedas de molino. De algún modo, la belleza fue sospechosa.
La cara oculta que Platón desveló y el siglo XIX cultivó, acentuó la difícil relación entre el hombre y la belleza, juzgada tanto como una medio para vivir con plenitud, colmado por aquélla, como una engañosa y artera figura dedicada a apartar del camino de la humanidad. La emblemática escena de las dos vías, ante la que se detuvo Hércules, presididas por una mujer arisca que señala un camino pedregoso y empinado, o por una venus encarnada, traduce bien la contradictoria relación que el hombre occidental ha tenido con la belleza, y apunta a poderes, necesarios y deseados, pero también temibles y rechazados de esta cualidad, dotada tanto para facilitar la vida cuanto abocar a la muerte.   
Hoy, podemos pensar que la belleza es una cualidad superada u olvidada que, nuevamente, nada tiene que ver con el arte. Mas la multiplicidad de las imágenes, y su permanente presencia, que reclaman nuestra atención, ha puesto de nuevo de manifiesto la fuerza y la dobla cara de la belleza: necesaria para comunicar con el mundo, y para distraer de éste. Bello es lo que nos devuelve al mundo, si no tenemos que dar la espalda a éste.

sábado, 7 de junio de 2014

LEE FIELDS (1951) : WALK ON THRU THAT DOOR (2012)



Lee Fields & Expressions.

Arte sumerio y arte moderno (Moore, Giacometti & de Kooning y el arte sumerio)



Henry Moore: figuras con las manos juntas, años 30









Alberto Giacometti: Gudea (Cabeza sumeria), años 30



Alberto Giacometti: Estatua femenina sumeria, años 30


Willem de Kooning: Woman I, años 50


La influencia formal de las llamadas artes primitivas -que significa tanto artes consideradas como el origen del arte occidental, cuya cumbre es el arte greco-latino clásico, que supera y culmina inicios aun titubeantes, como artes juzgadas torpes porque no han conocido, ni han dado lugar, al arte clásico occidental- en el arte moderno es muy conocida. Desde principios del siglo XX, las "artes" románicas, íbéricas, "africanas" -sin distinción de culturas ni épocas-, precolombinas -en los Estados Unidos-, y polinesias, entre otras, han marcado el fauvismo, el expresionismo y el cubismo, entre otros estilos. Entre estas artes primitivas, se hallaban tanto artes occidentales "balbuceantes" -como el arte románico- cuanto "exóticas". También la retratística romano-egipcia de El Fayum, considerada decadente con respecto tanto al arte clásico cuanto al faraónico, influyó, junto con el bizantino, en la Nueva Objetividad alemana de los años treinta.
Sin embargo, es menos conocida la influencia del arte sumerio, como destaca Jean Evans. Su descubrimiento es relativamente tardío. La cultura sumeria no se descubre hasta finales del siglo XIX. La estatuaria, procedecente sobre todo del valle de la Diyala, se halla a mediados de los años veinte -antes, las efigies del rey neo-sumerio Gudea ya habías sido desenterradas en Lagash (sur de Iraq) y transportadas al museo del Louvre a principios del siglo XX, pero aún no eran apreciadas.
Estas obras gozaron de una apreciación tardía. Fueron tachadas de primitivas, torpes, solo dignas de formar parte de un museo etnográfico, puesto que documentaban el aspecto bruto de los sumerios: cara ancha, ojos desorbitados, gruesa y larga nariz, aspecto masivo. Muy lejos de la idealidad de los héroes griegos, cuyos cuerpos humanos fueron dignos de encarnar a los dioses cuando se manifestaban a los ojos de los hombres.
Quienes ayudaron a mirar con otros ojos a la estatuaria sumeria fueron escultores como Moore y Giacometti, fascinados por ésta desde principios de los años treinta, tras visitas a museos como el Museo Británico o el Louvre. Dibujos y esculturas reflejan lo que debieron a la composición, al sistema compositivo y a la técnica escultórica sumerios. Es cierto que apreciaron estas obras como si fueran obras de arte -aisladas, independientes, como si hubieran estado labradas para gustar- y no fetiches que sustituían a donantes en los templos, pero también fueron los primeros que apreciaron sus formas -y no desoyeron lo que éstas portaban.
Esta fascinación por el arte sumerio reapareció en los años cincuenta. En los Estados Unidos, esta vez. y cambió la historia del arte occidental. Tras una visita el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, el pintor holandés Willem de Kooning, impactado por la visión de los ojos desorbitados de una estatua femenina sumeria, elaboraría el mítico cuadro Woman I. Ya nada sería igual.

viernes, 6 de junio de 2014

HUNGRY KIDS FROM HUNGARY: TWIN CITIES (2014)




Hungry Kids from Hungary

Derribos Derrida


Cuando la deconstrucción llega a los derribos....

Cartel del Ayuntamiento de Barcelona en las vallas que delimitan el área del derribo del anillo viario elevado de la Plaza de las Glorias, junio de 2014

jueves, 5 de junio de 2014

EL MAHDY Jr.: LOST BRIDGE (2014)



Sobre este músico electrónico y productor argelino, afincado en Turquía, véase también: https://soundcloud.com/el-mahdy-r

Esculturas egipcias y mesopotámicas






El descubrimiento de bloques cúbicos de piedra, empleados para esculpir estatuas, a medio tallar, con la cuadrícula trazada sobre las distintas caras del bloque aún visible, había llevado a postular que los escultores egipcios partían de bloques de piedra cortados en forma de cubo.
 En los años veinte, el gran egiptólogo y asiriólogo Henri Frankfort, conocedor también del arte de las vanguardias, enunció que el volumen básico en Mesopotamia, a partir del cual se esculpían estatuas (de orantes, principalmente, era, no el cubo, como en Egipto, sino el cilindro.
Esta distinción, que destacaba la importancia de dos figuras geométricas puras -el cubo, y el cilindro- seguramente no era casual. Después de que Cézanne hubiera escrito acerca de la existencia de cubos, conos y cilindros en el origen de todas las formas naturales -figuras que el artista tenía que rescatar, librándolas del peso y las distorsiones de la materia, formas consideradas platónicas-, y del cubismo, junto con otros -ismos que ponían el acento en la importancia de volúmenes puros como origen o esencia de formas naturales, Frankfort trató de estudiar el arte antiguo, egipcio y mesopotámico, como si fuera el arte griego y romano, es decir como arte y como como etnografía -o magia. Las estatuas eran estatuas y no fetiches.

La primacía del cubo quizá se debiera a la organización cuatripartita del universo. El cubo de base era una imagen del universo. Las directrices principales apuntaban hacia los puntos cardinales, se organizaban según los ejes seguidos por el Nilo (norte-sur) y el curso del sol (este-oeste). De este modo, las estatuas esculpidas a partir de bloques de piedra cúbicos manifestaban presencias divinas en el cosmos, o mostraban a seres -faraones, miembros de la corte o el templo- en conexión con las fuerzas cósmicas.

Por el contrario, la preferencia del cilindro en Mesopotamia quizá revelara otro imaginario. Las estatuas se sustentas en gruesas bases cilíndricas. Éstas son como islas sobre las que se alzan los orantes. Quizá el mundo sumerio no diera tanta importancia al sol sino al agua. Los meandros finales de los ríos Tigris y Éufrates, los canales sinuosos, las islas de juncos en medio de las marismas podrían haber configurado un paisaje dominado por las líneas curvas, en el que emergían rectos pero flexibles los talos de juncos y cañas, símbolos de rectitud, símbolos entonces reales y divinos.

La diversa estatuaria egipcia y mesopotámica (sumeria) revelaría así, una muy distinta visión del mundo, y de la presencia divina en éste. Frente al hieratismo solar egipcio -el culto al dios-padre Ra-, la sinuosidad sumeria -la importancia de la diosa-madre Nammu, diosa de las marismas.