Fotos: Tocho, julio de 2014
1-2: acceso al santuario
3: capilla de la divinidad
4-6: ojo, oreja, y recipiente grabados en el umbral
7-8: cuevas dedicadas a entes del mundo de los muertos
Los primeros santuarios íberos consistían en espacios delimitados al aire libre, en los que se enterraban o se echaban en fosas o pozos profundos, conectados con el mundo infernal, ofrendas y ex-votos.
Hacia el siglo IV aC, se construyeron los primeros templos. Quedó el recuerdo del culto a divinidades o fuerzas del inframundo.
Un santuario como el gran templo de Puente Tablas se organiza a partir de varias terrazas. Dedicado a una divinidad femenina, comprende dos áreas.
Una estatua anicónica de una divinidad femenina encinta, representada por una piedra erecta y abultada en la que tan solo destacan los brazos y las manos apoyadas sobre el vientre encinto, se erguía en la entrada, justo tras el umbral que la enmarcaba, a la que se accedía a través de una rampa. El día del equinoccio, el sol alumbraba solo la divinidad mas, durante el curso del día, mientras la luz penetraba en el recinto, el marco del umbral ensombrecía a la figura, que aunaba así rasgos solares o que irradiaban, con rasgos nocturnales: vida y muerte, luz y sombra se conjugaban en la imagen de culto, distinguiéndose del entorno. La diosa irradiaba y se ensombrecía a lo largo del día, destacando siempre de un entorno en el que el juego de luces y sombras se invertía, como si la diosa jugara con el tiempo.
Un altar, ante la estatua, acogía animales sacrificados, a los que se enterraba, ofrendados a las fuerzas del día y de las profundidades.
Dos áreas se contraponían entonces: una torre que quizá permitiera, desde la terraza, la observación de astros y estrellas, y, a través de un estrecho pasadizo, cuatro cuevas abiertas en la ladera. Posiblemente acogieran a figuras heroicas o divinizadas, a los ancestros que, desde las profundidades comunicaban con los vivos y los muertos.
La asociación del santuario con el mundo de los muertos se acrecentaba por la relación que la diosa mantenía con una divinidad masculina fúnebre. Ambas divinidades controlaban el ciclo de la vida. El tránsito de una etapa de la vida a otra, hasta cerrar el círculo se realizaba mediante un rito de paso que conducía al joven de la diosa de la luz al mundo de las tinieblas al que se asomaba desde el umbral; a lo largo de éste, incrustado en el suelo, destacaban tres grabados en piedra: un recipiente rectangular, quizá para ofrendar a los muertos y invitarles a ascender de las profundidades, un ojo con el que obtener la visión del futuro, y una oreja que escuchaba las plegarias.
De este modo, la fertilidad de la tierra, la fecundidad humana, el conocimiento del destino, a través del curso de los astros, y las voces del interior de la tierra -como en el Canto XI de la Odisea-, y el tránsito por las etapas de la vida se aseguraban, y se conducían a buen término gracias a la presencia del santuario que, desde lo alto de la colina dominaba el asentamiento así como el territorio circundante.
Nota: Agradecimientos al profesor Joaquín Ruiz Jiménez, de la Universidad de Jaén, y arqueólogo de Puente Tablas, por las detalladas y luminosas explicaciones