domingo, 26 de octubre de 2014

GARY WINOGRAND (1928-1984): VIDA EN LAS CALLES DE LA CIUDAD (AÑOS 60)
































































El gran cuadro sobre el Papa Pablo III y sus jóvenes nietos, Alessandro y Ottavio Farnese, que le saludan y honran, de Tiziano, parece mostrar, a primera vista, un retrato de corte convencional: el anciano papa, sentado, ante el que hacen una genuflexión sus devotos nietos. Solo tras una segunda mirada se descubre que algo no casa. El saludo es demasiado untuoso, y el papa se gira su acerado perfil mientras sus manos se aferran como garras a la cabeza esculpida de los apoya-brazos del trono. De pronto, se descubre la falsedad de la escena, la falsa reverencia y el carácter entre despiadado y despectivo del papa, pese a su avanzada edad. Tiziano ha captado la hipocresía o el horror de la escena, acentuada por la capacidad de simulación de los jóvenes que no esconden en exceso sus sentimientos ante el pintor.

Las fotografías de Winogrand parecen seguir las lecciones de este cuadro manierista.
Aunque la ciudad (de Nueva York, principalmente) solo aparece como fondo de las escenas, éstas solo podrían haber tenido lugar en calles urbanas. La ciudad está presente a través de la manera de relacionarse y de actuar de los paseantes. Winogrand retrató la "polis", es decir, a los ciudadanos y no a la ciudad, desierta, contrariamente a otros fotógrafos urbanos que se han fijado solo en edificios y calles vacías. Mas, pocos artistas han sabido captar el pulso de la ciudad.
A primera vista, las vistas de Winogrand no parecen retratar ningún acontecimiento ni ninguna figura especial. En ningún caso, aparecen personajes conocidos. son escenas de calle: una muchedumbre que se desplaza a toda velocidad, de manera un tanto caótica, en un entorno aún más caótico, saturado de signos y edificios. Pero, pronto se descubre que, la escena esconde alguna escena extraña, invisible o irrelevante al principio, pero extraña, o inexplicable entonces.
Por otra parte, los paseantes, al menos algunos de ellos son conscientes que son retratados, y parecen continuar o acometer una acción para la cámara. Miran por el rabillo del ojo en dirección al fotógrafo, sin retarlo, pero demostrando que no son víctimas de una cámara indiscreta. Se intuye que sus gestos están dirigidos hacia los otros y la cámara. Actúan. Lo que piensan o sienten no es lo que exhiben, aunque tan solo podemos intuir lo que verdaderamente les ocurre. La calle es así tomada como un escenario, un gran teatro en el que los habitantes se exponen a la vista de los demás, y se comportan como lo que no son. La calles es un espacio barroco, un espacio donde la ficción se convierte en -o se confunde con- la realidad, donde la ficción suple la realidad.
Si la cámara capta la vida en la ciudad es porque los habitantes lo permiten. Habitantes que casi nunca están quietos. Los ángulos y la inclinación de la cámara, las luces y las sombras acentúan el movimiento de unos paseantes, que desfilan pero saben que desfilan y que la cámara les observa. De algún modo, es el retratado quien caza al fotógrafo. Antes que cuerpos, calles y edificios, Winogrand capta juegos, cruces de miradas, cruces que solo se dan entre la muchedumbre en una ciudad. Las figuras se observan, y observan, también de reojo, al artista, o miran atentamente a algo que les llama poderosamente la atención, mas no sabemos qué es. Es el único momento, junto con algunas fotografías en los que una figura, ensimismada, posee una mirada introspectiva -aunque quizá consciente de la cercana presencia del ojo de la cámara-, en que los paseantes ya no dejan entrever que, de algún modo, posan, todo y simulando naturalidad.
Las imágenes de Winogrand son uno de los mejores (y más crueles por la mirada objetiva, casi de naturalista) estudios sobre cómo nos relacionamos, nos deseamos, y nos tememos.

La sala del Jeu de Paume de París presenta hoy una muestra antológica de Winogrand, tras la exposición que acaba de cerrar en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

Solo se conoce una mínima parte de las aproximadamente doscientas cincuenta mil instantáneas, aún inéditas -quizá para siempre- que Winogrand tomó. Como delegaba la tarea de seleccionar e imprimir las imágenes, Que un estudioso publique nuevas imágenes en nombre de Winogrand, no hace o haría sino seguir sus indicaciones, su credo artístico.

(In memorian) JACK BRUCE (CREAM, 1943-2014): WHITE ROOM & DESERTED CITIES OF THE HEART (1968)



sábado, 25 de octubre de 2014

BEATRIZ FERREYRA (1937): DEMEURES AQUATIQUES (MORADAS ACUÄTICAS, 1967)



Batriz Ferreyra actuará y dirigirá un taller de música electrónica (o electroacústica) el 12 de noviembre en la Sala Ricson, Hangar, calle Emilia Corianty 16, 08001 Barcelona, dentro del festival Zeppelin 2014


Hogar y espacio habitable (Huehueteotl, dios del hogar azteca)




El comparativismo no siempre es efectivo; puede incluso prestar a confusión; pero también es cierto que creencias distintas puedan revelar aspectos de una misma realidad, o expresar una visión del mundo parecida.
Comparar mitos griegos y aztecas no tiene sentido. son culturas que nunca se relacionaron, propias de tiempos y espacios muy distintos. Pero, cada mito puede ser visto como una manera de evocar, en una legua personal, y recurriendo a fórmulas distintas, una realidad parecida.
Hestia o Vesta, la divinidad del hogar en Grecia y en Roma, era una diosa. Se mostraba sentada, en el centro del hogar. Constituía el punto de origen a partir del cual se organizaba el espacio habitable, iluminado por la lumbre sobre la que velaba. El fuego que controlaba y alimentaba brotaba de las entrañas de la tierra. Eran un fuego asociado al mundo de los muertos, al espacio donde moran los antepasados que, desde las profundidades protegen el hogar de los vivos, sus descendientes, opuesto al fuego del sol. Muerte, pero también vida. Hestia se sentaba sobre una protuberancia de la tierra que recordaba un vientre grávido: era el ombligo de la tierra a punto de dar a luz.
Huehueteotl era la divinidad, masculina, del hogar para los aztecas. La vida que aportaba era propia del universo masculino. Pero Huehueteotl se equipara con Xiuhtecuhtli, el dios del fuego que brota de las entrañas de la tierra, el fuego volcánico,  asociado al espacio de los muertos.
Huehueteotl se representaba sentado. Se ubicaba en el centro del espacio doméstico, considerado el ombligo del mundo: el punto que conectaba con el origen de la vida. De hecho, sus santuarios solían ser domésticos, no templarios. Era el origen de la vida: de ahí su aspecto envejecido. Pero también portaba la llama de la vitalidad, que permitía que el espacio se convirtiera en el lugar donde la vida se alumbraba: su aspecto anciano contrastaba con el vigor de los miembros y su aspecto decidido, propio de un guerrero joven.
Hestia se sentaba sobre un trípode o un brasero situado sobre el abultado ombligo de la tierra. Huehueteotl, en cambio, portaba un brasero sobre la testa. Se trataba de un cuenco de donde la vida ascendía. Una cenefa recorría el borde del brasero. Hendiduras verticales recordaban las llamas ascendentes, que alternaban con rombos, que simbolizaban los puntos cardinales, o apuntaban a ellos.
De este modo, Huehueteotl era la divinidad que controlaba tanto el origen cuando los ejes con los que se podía ordenar el espacio. Mientras Hestia necesitaba la presencia complementaria de Hermes, el dios de los caminos y las comunicaciones, Huehueteotl asumía ambas funciones. En tanto que dios del fuego era el dios de la vida, es decir el dios del espacio ordenado, o que ordenaba, ya que la vida no podía prender un un espacio caótico. El fuego echaba luz sobre un espacio desbrozado en el que la vida se asentaba: se instalaba, se centraba -de ahí que pudiera recorrer el espacio pues siempre tenía un punto o un espacio de anclaje, un hogar donde regresar-, y se adentraba en la tierra para pedir la protección de los antepasados.
Con quien Huehueteotl se asociaba era con el dios Tlaloc, el dios de la lluvia que la tormenta aporta. Esta insólita asociación -el fuego del volcán se distingue del de los rayos, por lo que no cabría compararlos- podría interpretarse como la unión de los contrarios, que dibuja el círculo de la vida, o reforzar lo que el fuego aporta: la vida, que acaba fructificando cuando la lluvia cae.  Tlaloc moraba en una cueva, en el corazón de una montaña, donde se almacenaban bienes que el dios atesoraba y protegía antes de libraros a los hombres. La cueva de Tlaloc era similar al hogar de Huehueteotl, si bien su carácter funerario estaba más marcado, lo que no hacía sino insistir en el control que Huehueteotl ejercía sobre el ciclo vital, y sobre el espacio -hogar, matriz, tumba- propio de la vida humana.

viernes, 24 de octubre de 2014

Origen y función del arte





Como explican hoy Luis y Estela (Adán y Eva, el programa cultural de la cadena Cuatro), ya Vitrubio sostuvo que el arte tenía una función social. Gracias al arte, los eres humanos se hicieron humanos. Socializaron. A la lumbre del fuego, encendido, de noche en un claro del bosque, los humanos -u homínidos, aún- se acercaron. Se vieron las caras por vez primera, se descubrieron y empezaron a compartir. Se formó un corro -el primer corro, el primer coro-, y empezaron a hablar. El habla se desató ante el fuego. Intercambiaron conocimientos y experiencias. La primera comunidad quedó establecida. Las llamas y la columna de humo trazar un eje alrededor del cual se ordenó el primer espacio humano: un espacio alumbrado donde los humanos, ya humanos, aprendieron a organizarse. La vida en común -la "polis", esto es, el conjunto de los ciudadanos que se han dado unas leyes de convivencia-, el habla, la música, el teatro y el rito quedaron establecidos. Se intercambiaron manjares cocinados en la lumbre. Pudieron forjar útiles, ornamentos, fetiches y armas. Los temores se esfumaron. pudieron defenderse de sus miedos y de las alimañas. Se instituyó la diferencia entre el hombre y el animal (en cuyo grupo se ubicaron los bárbaros, quienes no sabían expresarse, desconocían las artes del fuego y, por tanto, vivían aislados, como los Cíclopes que Homero describió en la Odisea, incapaces de cohabitar, ni siquiera enfrentados, sino encerrados en sí mismos, sin saber intercambiar bienes e ideas): unos cocinaron, otros siguieron ingiriendo carne cruda; los humanos instituyeron leyes -siquiera para cuidar el fuego, sin el cual no podrían vivir como humanos, y deberían regresar a la condición animal-, que ordenaron hábitos y hábitats: espacios físicos y sociales. El fuego, al mismo tiempo ascendía al cielo. Los humanos levantaron la mirada: el claro que el fuego abría lo permitía. La bóveda era celeste y no estaba cubierta por la espesa copa de los árboles. Y se preguntaron quién moraba en lo alto, quien encend´ñia las estrellas y qué significan el tembloroso brillo de las mismas. ¿Acaso eran señales? Inventaron formas de comunicar con lo alto. Instituyeron ritos y crearon entes -fetiches, ofrendas, amuletos- para alzarse o para defenderse de potencias que se intuía eran superiores a las capacidades y fuerzas humanas. El arte, y la obra de arte (mágica), quedada instituido como un medio de comunicación con lo que no es humano: la noche y la luz. Bien lo sabían los agudos pensadores Luis y Estela. La novela es una forma de arte que se refiera al arte -trata de museos y de da Vincis- que permite, pese a la pereza que da leer -la lectura invita a la pereza, al abandono, al olvido de la vida diaria, de las preocupaciones que impiden la entrega a uno mismo-, establecer contactos, comunicar, comulgar y unirse. El programa Adán y Eva debería de obligada visión en escuelas y universidades.