jueves, 5 de marzo de 2015

FLORENCE HENRI (1893-1982): LA CIUDAD DESDE LA VENTANA
































Florence Henri: fotógrafa suiza nacida en Nueva York. Educada en París, en contacto con artistas cubistas y teóricos del arte cubista (como André Lhote u Amédée Ozenfant), del arte "primitivo" (Carl Einstein), del arte abstracto con formas "primigenias" (Arp)  de la fotografía y el grafismo (Archipenko) en Berlín, y en la Bauhaus (por Moholy-Nagy).

La composición cubista es su referente. En sus fotografías, diversos espejos multiplican las formas geométricas (esferas, sobre todo: recordaba el dicho de Cézanne según el cual, el cilindro, el cono y la esfera informaban las formas de la naturaleza) de las naturalezas muertas que compone.

La ciudad también es su objetivo. La ventana, el marco a través del cual descubrirla, componerla y recomponerla. Ventanas entreabiertas, cuyos paños de cristal, y cuyas persianas cortan las vistas y las multiplican, y barandillas metálicas cuyos barrotes también trocean las vistas.

El vidrio y el metal que organizan la ciudad al mismo tiempo que la duplican y la dividen acaban siendo los protagonistas de las célebres vistas de Henri de pabellones con estructura metálica y cubiertas transparentes de las exposiciones universales de entreguerras.

Una gran exposición antólogica de Florence Henri, en el Jeu de Paume de París, celebra la mirada moderna de la ciudad -mirada que parcela la ciudad- de una artista hoy menos recordada.

martes, 3 de marzo de 2015

GIL SCOTT-HERON (1949-2011): NEW YORK IS KILLING ME (2010)



Apabullante

GREGORY CREWDSON (1962): SUBURBIOS



































Un pueblo, un arrabal. Una carretera lo atraviesa; a menudo dos que se cruzan, apuntando, como na pistola en todas las direcciones. Casas bajas, aisladas, de madera, rodeadas de un jardín. Están abiertas, tienen una puerta abierta, pero no invitan a entrar. Se diría que han sido abandonadas o están pobladas por fantasmas. Es siempre de noche, o al atardecer. Las farolas están ya encendidas y por las ventanas, la luz amarillenta de las lámpara de mesa ilumina pálidamente interiores en los que nadie vive: los habitantes han muerto, quizá asesinados, o han quedado petrificados, ensimismados en un mundo que se adivina se ubica -quizá en sueños- más allá del entorno tintado de azul. Por las calles que son carreteras, un vehículo de otra época. Detenido en medio de la calzada, con una puerta abierta. Nadie camina. A veces, una figura solitaria, sentada en la acera y empequeñecida por el vacío físico y moral que se intuye. El espacio es demasiado grande para tan poca vida. Las luces pareces focos carcelarios. Hace frío. Ha nevado.
Gregory Crewdson es un cruel retratista de la ciudad moderna (norteamericana), soñada pero convertida en pesadilla, o tan solo en un entorno desolador.
Las imágenes, minuciosamente compuestas, reproducen la realidad, a través de esquemas propios del cine. Por eso, quizá, resultan atractivas y temibles. Como si se temiera quedar atrapado en ellas. Aunque es posible que yo lo estemos.

lunes, 2 de marzo de 2015

CHRIS POTTER (1971): IMAGINARY CITIES (2015)



Sobre este músico e instrumentista de música contemporánea, electrónica y jazz, véase su página web.

MOSE ALLISON (1927): IF YOU´RE GOING TO THE CITY (1966 ) / CITY HOME (1968)

La destrucción del arte- la destrucción en el arte (Cristina Lucas -1973-: Habla, 2008)

Sala inmensa y vacía, sin tabicar, de paredes perimetrales blancas, delgadas columnas metálicas levemente ornamentadas, y un suelo de hormigón. En el centro la imponente estatua manierista blanca de Moisés, de Miguel Ángel, el gran escultor que tallaba el mármol personalmente. De su cabeza despuntan dos cuernos que son dos rayos, y la extraña posición de la pierna musculada doblada con el pie apoyado en el suelo pero el fuerte talón levantando, sugiere que Moisés está a punto de alzarse. Sin duda, empequeñecerá la sala. La imagen es poderosa. Moisés en un patriarca, la voz del dios invisible, que media entre el cielo y los mortales.
Por una estrecha puerta entreabierta, al fondo de la estancia, entra una mujer. parece una sombra desdibujada, apenas perceptible. Se acerca. Y crece. Lleva un ajustado vestido morado; el pelo recogido en una coleta, la cara lavada. Blande una maza.
Se acerca a la estatua. Ésta, aun sentada, la domina. La mujer acaricia un descomunal brazo de Moisés, en el que destacan nervios tensados y venas a flor de piel.
De pronto se sube a la espalda de Moisés. Lo domina. La cabeza de Moisés se encuentra a la altura del regazo. Alza el mazo.
Desde el suelo, tensa, sudorosa, emitiendo un grito, empuña de nuevo el pesado martillo y golpea el brazo que antes había acariciado. Una vez, dos veces. El brazo de desprende. Y es ahora la cabeza la que salta por los aires y se estrella partiéndose en varias bloques desfigurados.
Moisés ya no es Moisés. Manco, decapitado, ya no es sino un bloque informe, en medio de las salpicaduras que cubre el suelo gris.
Cristina Lucas  (1973) -una de las artistas españolas actuales cuya obra intriga, y que juega, sí juega, con ideas trascendentes, que de pronto se vuelven vivas, cercanas, en sus acciones, que expresa sin levantar la voz- no atentó contra la obra de Miguel Ángel, sino contra Moisés -o los valores que Moisés encarna para los creyentes (una intención quizá banal o risible, ciertamente). Es decir, ofreció una mirada crítica, demoledora de un monumento, un hito de las culturas occidental y oriental que han marcado el mundo moderno -y aún lo marcan en algunos países.











El gesto no era una destrucción, sino una creación: la destrucción coreografiada fue filmada en vídeo, titulado Habla, de 2008: tal fue el grito que lanzó Miguel Ángel a la estatua tras golpearla fuertemente en la rodilla -golpe aun visible hoy, que marcó, o desfiguró para siempre la obra-.  El Moisés no era el original, sino una copia en yeso; copia que existe en innumerables ejemplares.

Respiramos. El original sigue intacto -Una maternidad (Piedad), de Miguel Ángel, en la nave de la basílica de El Vaticano, empero, sí fue salvajemente golpeada y muy dañada hace años con el mismo tipo de arma.-
Es decir, la destrucción es aceptada si no afecta a un original. Lo que valoramos es el original.
¿Qué es un original? ¿Y por qué?
Un original es una pieza que un artista reconoce como suya -la haya materializado o no- y que reconocemos como suya. Se distingue de una copia por el hecho que aparece por vez primera, o concluye, sin que se produzcan nuevas obras (sino variaciones, réplicas o copias, incluso por la mano del artista), una serie. Aparece como un ente completo e independiente; como un ser que ha adquirido plena libertad y por tanto dialoga con nosotros -o se nos impone.
Valoramos el tan manido "aura": es decir, una emanación del pasado, reciente o lejano, la capacidad por alterar el tiempo, o anularlo.
 Pero eso no sucede en culturas antiguas o en culturas no occidentales. Las obras del pasado son apreciadas si siguen vivas. Lo que implica que deban ser vestidas nuevamente -como las esculturas procesionales-, lavadas incluso, acaso alimentadas; desde luego, restauradas, repintadas, cuidadas, maquilladas, para que existan como en sus inicios. El ser que albergan -o que son- a fin de imponerse. debe mantenerse inmune al tiempo; o mejor dicho, debe estar siempre presente con un aire del presente, un aspecto siempre renovado, que atestigua su capacidad de vivir eternamente en el presente.
Por el contrario, en "occidente", hoy, valoramos las piezas que no están restauradas -o en las que las restauraciones están señaladas, casi como manchas. Valoramos las piezas supervivientes del pasado, las que han vencido al tiempo. Es decir, admiramos la capacidad que tienen y que no tenemos. Porque somos mortales, buscamos los entes que no lo son.
Pero estos entes no han sido inmunes al tiempo. Lo han atravesado. Éste ha dejado huella. Son supervivientes, con todas las cicatrices. Son figuras de otro tiempo, que ya nada tienen que ver con el nuestro. Venerables, casi dotados del poder de los oráculos, súbitamente aparecen como frágiles presencias que deben ser cuidadas. Mas no esperamos nada de ellas. Las preservamos como parte de un tiempo que fue y que sabemos -y esperamos- no volverá.
Valoramos así, de algún modo, entes exhaustos. Admiramos su resistencia, su longevidad, pero somos conscientes que nos son extraños. No podemos dialogar con ellos. Quedamos mudos, tratando de escuchar su palpitación, sin esperan nada de ellos. Son como tótems, voces de ultratumba, seres que no forman parte de nosotros, de los que poco o nada podemos aprender.   Los admiramos porque no son como nosotros.