lunes, 2 de marzo de 2015

La destrucción del arte- la destrucción en el arte (Cristina Lucas -1973-: Habla, 2008)

Sala inmensa y vacía, sin tabicar, de paredes perimetrales blancas, delgadas columnas metálicas levemente ornamentadas, y un suelo de hormigón. En el centro la imponente estatua manierista blanca de Moisés, de Miguel Ángel, el gran escultor que tallaba el mármol personalmente. De su cabeza despuntan dos cuernos que son dos rayos, y la extraña posición de la pierna musculada doblada con el pie apoyado en el suelo pero el fuerte talón levantando, sugiere que Moisés está a punto de alzarse. Sin duda, empequeñecerá la sala. La imagen es poderosa. Moisés en un patriarca, la voz del dios invisible, que media entre el cielo y los mortales.
Por una estrecha puerta entreabierta, al fondo de la estancia, entra una mujer. parece una sombra desdibujada, apenas perceptible. Se acerca. Y crece. Lleva un ajustado vestido morado; el pelo recogido en una coleta, la cara lavada. Blande una maza.
Se acerca a la estatua. Ésta, aun sentada, la domina. La mujer acaricia un descomunal brazo de Moisés, en el que destacan nervios tensados y venas a flor de piel.
De pronto se sube a la espalda de Moisés. Lo domina. La cabeza de Moisés se encuentra a la altura del regazo. Alza el mazo.
Desde el suelo, tensa, sudorosa, emitiendo un grito, empuña de nuevo el pesado martillo y golpea el brazo que antes había acariciado. Una vez, dos veces. El brazo de desprende. Y es ahora la cabeza la que salta por los aires y se estrella partiéndose en varias bloques desfigurados.
Moisés ya no es Moisés. Manco, decapitado, ya no es sino un bloque informe, en medio de las salpicaduras que cubre el suelo gris.
Cristina Lucas  (1973) -una de las artistas españolas actuales cuya obra intriga, y que juega, sí juega, con ideas trascendentes, que de pronto se vuelven vivas, cercanas, en sus acciones, que expresa sin levantar la voz- no atentó contra la obra de Miguel Ángel, sino contra Moisés -o los valores que Moisés encarna para los creyentes (una intención quizá banal o risible, ciertamente). Es decir, ofreció una mirada crítica, demoledora de un monumento, un hito de las culturas occidental y oriental que han marcado el mundo moderno -y aún lo marcan en algunos países.











El gesto no era una destrucción, sino una creación: la destrucción coreografiada fue filmada en vídeo, titulado Habla, de 2008: tal fue el grito que lanzó Miguel Ángel a la estatua tras golpearla fuertemente en la rodilla -golpe aun visible hoy, que marcó, o desfiguró para siempre la obra-.  El Moisés no era el original, sino una copia en yeso; copia que existe en innumerables ejemplares.

Respiramos. El original sigue intacto -Una maternidad (Piedad), de Miguel Ángel, en la nave de la basílica de El Vaticano, empero, sí fue salvajemente golpeada y muy dañada hace años con el mismo tipo de arma.-
Es decir, la destrucción es aceptada si no afecta a un original. Lo que valoramos es el original.
¿Qué es un original? ¿Y por qué?
Un original es una pieza que un artista reconoce como suya -la haya materializado o no- y que reconocemos como suya. Se distingue de una copia por el hecho que aparece por vez primera, o concluye, sin que se produzcan nuevas obras (sino variaciones, réplicas o copias, incluso por la mano del artista), una serie. Aparece como un ente completo e independiente; como un ser que ha adquirido plena libertad y por tanto dialoga con nosotros -o se nos impone.
Valoramos el tan manido "aura": es decir, una emanación del pasado, reciente o lejano, la capacidad por alterar el tiempo, o anularlo.
 Pero eso no sucede en culturas antiguas o en culturas no occidentales. Las obras del pasado son apreciadas si siguen vivas. Lo que implica que deban ser vestidas nuevamente -como las esculturas procesionales-, lavadas incluso, acaso alimentadas; desde luego, restauradas, repintadas, cuidadas, maquilladas, para que existan como en sus inicios. El ser que albergan -o que son- a fin de imponerse. debe mantenerse inmune al tiempo; o mejor dicho, debe estar siempre presente con un aire del presente, un aspecto siempre renovado, que atestigua su capacidad de vivir eternamente en el presente.
Por el contrario, en "occidente", hoy, valoramos las piezas que no están restauradas -o en las que las restauraciones están señaladas, casi como manchas. Valoramos las piezas supervivientes del pasado, las que han vencido al tiempo. Es decir, admiramos la capacidad que tienen y que no tenemos. Porque somos mortales, buscamos los entes que no lo son.
Pero estos entes no han sido inmunes al tiempo. Lo han atravesado. Éste ha dejado huella. Son supervivientes, con todas las cicatrices. Son figuras de otro tiempo, que ya nada tienen que ver con el nuestro. Venerables, casi dotados del poder de los oráculos, súbitamente aparecen como frágiles presencias que deben ser cuidadas. Mas no esperamos nada de ellas. Las preservamos como parte de un tiempo que fue y que sabemos -y esperamos- no volverá.
Valoramos así, de algún modo, entes exhaustos. Admiramos su resistencia, su longevidad, pero somos conscientes que nos son extraños. No podemos dialogar con ellos. Quedamos mudos, tratando de escuchar su palpitación, sin esperan nada de ellos. Son como tótems, voces de ultratumba, seres que no forman parte de nosotros, de los que poco o nada podemos aprender.   Los admiramos porque no son como nosotros.

4 comentarios:

  1. Creo muy acertada esta entrada justo cuando hemos visto como yihaidistas destruian monumentos en Irak. Creo que toda destrucción es una continuidad en la obra, incluso su total destrucción seria una parte mas de la obra. La muerte de las obras de arte, su desaparición física, nos duele pero si consideramos la obra como un ser vivo (no es difícil hacerlo si vamós mas allá de su presencia física y atendemos a como "respira", como se comunica...como se reproduce....) tras pasar el proceso de duelo conseguiremos que esa obra sea ya nuestra para siempre. Creo que ese duelo sucede cada vez que observamos una obra de arte y dejamos de hacerlo (al visitar un museo, etc). El arte puede morir, pero muerto no deja de tener valor. Intentar alargar su vida es en algunos casos mantenerlo en coma.

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    1. La destrucción forma parte de la vida de la obra. Ésta "nace" y debe por tanto morir, aunque haya sido realizada tanto para ahuyentar la muerte o el olvido, y aunque su tiempo de vida se acerque más al de los héroes que al de los humanos.
      Mas la destrucción que el tiempo causa no es la que el ser humano provoca. En este caso, además, la destrucción puede ser una consecuencia involuntaria de un acto, o ser el fruto perseguido. Es cierto que, al ser una obra viva, el peligro del enfrentamiento y la destrucción es inevitable, mas, en el caso de las destrucciones en Mosul, ¿estamos ante estos casos?
      En el caso de la acción de Lucas, también se pretende destrir los valores que la obra encarna, mas en un caso se destruye la obra -acrecentando sus valores-, y en otro, solo lo que evoca. La obra queda intacta, aunque tocada de muerte, pues sus valores han quedado ridiculizados. Moisés ya no es un patriarca, escogido por la divinidad, sino un ser expuesto a la burla: humano, en suma, carente del poder de comunicar con el cielo.

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    2. el tiempo, los seres vivos... a mi parecer no importa qual sea el agente destructor... da igual quién sea el encargado de dar ese aparente final a toda obra... es necesario para que siga creciendo, para que vualva a la creatividad después de ser domesticada en un pedestal

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    3. En el caso de las estatuas de Hatra la pena es que se hayan destruido antes de que muy poca gente, hoy, haya podido contemplarlas. Cumplieron una función en la antigüedad; quizá hubieran podido seguir estando vivas hoy. Y nadie, a diferencia de lo que ocurría en la antigüedad, podrá rehacerlas -ni tendría sentido intentarlo.

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