El helenista francés François de Polignac, a mediados de los años noventa, causó cierto revuelo cuando determinó que la planificación de las ciudades griegas respondían, no a razones políticas o económicas, sino religiosas. La "racional" Grecia, que otorgaba solo una parte del espacio público a los dioses, había fundado sus ciudades de modo no muy distinto a los mesopotámicos.
La trama urbana, ortogonal o no, de una ciudad nueva o colonial, o de una ciudad cuyo origen se remontaba en el tiempo, seguía antiguos caminos procesionales. Los santuarios -en ocasiones, compuestos tan solo por un espacio acotado- desperdigados en la naturaleza, no de manera gratuita o caprichosa sino en relación a hitos naturales, que constituían los primeros recintos marcados en el paisaje, y que acababan por rodear el espacio urbano aun no definido, para protegerlo mágicamente, se unían por caminos que las las procesiones en honor de las divinidades presentes en los santuarios seguían. Estas trazas en la tierra, marcadas durante años o siglos, siempre visibles, se incorporaban en la trama urbana y constituían sus ejes principales. Así, en la misma Atenas, la senda de las Panatenáicas, en honor de Atenea Partenos que moraba en el Erecteion en lo alto del Acrópolis, y que partía del ágora, constituía una vía principal que organizaba el espacio.
Fue la helenista griega Phoebe Giannisi, como bien recordaban recientemente John Scheid y Jesper Svenbro, en La tortuga y la lira -un libro aparecido con éxito y polémica hace meses, que ofrece una nueva y discutida explicación acerca del origen de los mitos, construidos a partir de juegos de palabras, de palabras con múltiples sentidos-, quien profundizó, hace unos pocos años, en la interpretación de Polignac sobre el origen de la ciudad griega, ofreciendo una lectura innovadora.
Las procesiones incluían danzas y recitados. Se cantaba y se escenificaban poemas en honor de las divinidades. Los textos, siempre cantados, se componían de tal modo que pudieran marcar el ritmo de las procesiones. los ceremoniantes caminaban al ritmo de los cantos, es decir de los poemas. El paso de las procesiones determinaba las lineas principales de la planificación urbana, La posición, longitud y orientación de los caminos, la relación que mantenían entre ellos, era el fruto del ritmo del caminar procesional. Éste dependía del ritmo de los versos.
Giannisi enunció, pues, que los poemas que se recitaban eran el origen de la trama urbana. El ritmo de los mismos se plasmaba en el ritmo que determinaba la posición respectiva de las vías, las cuales, a su vez, marcaban las pautas de toda la trama. El plano de la ciudad estaba así contenido en el poema. La distribución de los versos, las pausas y los encadenados constituían el modelo del urbanismo de la ciudad griega. Mirando, leyendo y sobre todo recitando un poema religioso, un himno, se podía intuir cómo estaba configurada la ciudad. Ésta aparecía así como una poesía desarrollada en el espacio. Ambas tramas, de los versos y de las calles, se correspondían. Caminando por las calles se podía recomponer el poema. Las andanzas, el deambular, el paso de los ciudadanos estaba determinado por la trama urbana, reflejo del tipo de himnos en honor de los dioses que protegían la urbe. El urbanismo se instituía como un cántico de honor de aquéllos. Ordenar el espacio significaba dar gracias al cielo. La relación entre mortales e inmortales se tramaba y se articulaba a través de la trama urbana.
Un poema es así un mapa. Determina nuestro andar por la vida.
lunes, 23 de marzo de 2015
sábado, 21 de marzo de 2015
LUIS PONS (1979) & JASMINA LLOBET (1978) (PONS-LLOBET): EL SOMBRERO (2007)
Meses más tarde estallaría la burbuja inmobiliaria.
El ayuntamiento de Madrid encargó a Pons-Llobet una obra. Iba a situarse en Arganzuela, cerca de Atocha, uno de los barrios en plena locura inmobiliaria por el aquel entonces. Los solares vacíos duraban apenas unos meses.
Llobet-Pons propusieron una escultura: un gigantesco sombrero de vaquero de obra (construido con ladrillos).
La empresa constructora propietaria del solar que los artistas escogieron aceptó. El monumento iba a darles más publicidad. la única condición era que la obra no empleara mortero a fin de poder desmortarla rápidamente dos meses más tarde ya que la construcción estaba en plena ebullición, y el precio de edificios y terrenos no cesaba de subir. se compraba sobre plano obras que aun no habían empezado.
Llobet-Pons escogieron el sombrero de vaquero por sus connotaciones: la imagen del conquistador que, haya ley o no -la ley la impone el vaquero, la ley de la selva-, avanza y se apodera de lo que encuentra, tierras, haciendas y rebaños. El sombrero lo identifica. Una vez cometida una conquista el vaquero -el cowboy- lo lanza al aire.
La constructora esta orgullosa del monumento. Era una perfecta imagen publicitaria de una empresa defensora de la cultura.
Al poco tiempo, los ladrillos fueron reutilizados para una obra en marcha.
Ésta nunca se acabó. La constructora quebró. el solar sigue vacío.
El cowboy se quedó con la cabeza descubierta.
Pons-Llobet son sin duda los artistas jóvenes españoles más discretos y más agudos.
¡Qué diferencia con la vociferación pedante -y estéril- de otras obras (véase la escultura recientemente censurada por el MACBA de Barcelona)
jueves, 19 de marzo de 2015
Patrimonio nacional
Patrimonio. Un término recurrente últimamente. Asociado a peligro. En Siria, Iraq o quizá Túnez. Drama: por ejecuciones y destrucción del patrimonio.
Pero, ¿qué es el patrimonio?
Puede consistir en obras de arte: estatuas, pinturas, frescos, libros, manuscritos, películas, edificios. Pero no son obras de arte.
Una obra de arte se compra y se vende. Es una mercancía. Tiene un valor y un precio. Es un objeto con el que nos relacionamos por razones estéticas, éticas o comerciales. Ninguna de esas razones es exclusiva necesariamente. La obra nos pertenece o nos desplazamos para verla y juzgarla. Nos puede influir, agradar o repeler. Nos gusta o nos aburre contemplarla, tener una relación sensible o sentimental con ella. Pero por grande que sea el aprecio o el desprecio, la obra está fuera de nosotros. Mantenemos las distancias. Pese a la vitalidad que pueda denotar, a la irradiación o el misterio que pueda emanar, la obra es un objeto externo a nosotros. Lo podemos vender, exponer o esconder. Su vida depende de nosotros -aunque la relación que podamos mantener con ella nos pueda afectar profundamente. Dorian Grey vivió un infierno con su retrato.
El patrimonio, por el contrario, es un bien inalienable. No se puede vender. No tiene precio. Su valor es el que le otorga no un individuo sino una comunidad. Ésta se reconoce en su patrimonio, se proyecta en él. Éste la representa. La comunidad y el patrimonio son un mismo ente. Sin su patrimonio, la comunidad no existe, no es nada. Si lo pierde, la comunidad pierde su razón de ser; se disuelve; los ligámenes entre los miembros se rompen. Lo que une la comunidad ya no está. El miedo tanto al mundo exterior cuanto al interior se instala. Nada puede combatirlo. El patrimonio es como un tótem o un fetiche. Es la personificación de una comunidad. Las esperanzas de ésta descansan en su tótem. Éste ha creado a la comunidad a la que representa, la cual se identifica con aquél. En Mesopotamia, un zigurat, que dominaba la ciudad, era el patrimonio de ésta. Los ciudadanos se sentían seguros mientras podían contemplarlo. Incluso si no lo veían, sabían que estaba ahí, velando por ellos. Una ciudad sin un zigurat no podía sobrevivir.
Por esto, el patrimonio es valioso y frágil. Su valor no reside en lo que es sino en lo que representa. Los humanos se vuelven humanos cuando comparten: cuando viven en comunidad. Necesitan de entes que los identifiquen, con los tengan la sensación que existen en tanto que humanos. La destrucción del patrimonio conlleva la destrucción de comunidades, es decir de lo humano. La mejor manera de doblegar voluntades -bien lo sabían los mesopotámicos- consiste en destruir sus signos de identidad, con los que se reconocen, y gracias a los cuales pueden dialogar con otras comunidades. La aniquilación del patrimonio implica el retorno a la barbarie. Y, por tanto, la fácil domesticación de voluntades.
Pero, ¿qué es el patrimonio?
Puede consistir en obras de arte: estatuas, pinturas, frescos, libros, manuscritos, películas, edificios. Pero no son obras de arte.
Una obra de arte se compra y se vende. Es una mercancía. Tiene un valor y un precio. Es un objeto con el que nos relacionamos por razones estéticas, éticas o comerciales. Ninguna de esas razones es exclusiva necesariamente. La obra nos pertenece o nos desplazamos para verla y juzgarla. Nos puede influir, agradar o repeler. Nos gusta o nos aburre contemplarla, tener una relación sensible o sentimental con ella. Pero por grande que sea el aprecio o el desprecio, la obra está fuera de nosotros. Mantenemos las distancias. Pese a la vitalidad que pueda denotar, a la irradiación o el misterio que pueda emanar, la obra es un objeto externo a nosotros. Lo podemos vender, exponer o esconder. Su vida depende de nosotros -aunque la relación que podamos mantener con ella nos pueda afectar profundamente. Dorian Grey vivió un infierno con su retrato.
El patrimonio, por el contrario, es un bien inalienable. No se puede vender. No tiene precio. Su valor es el que le otorga no un individuo sino una comunidad. Ésta se reconoce en su patrimonio, se proyecta en él. Éste la representa. La comunidad y el patrimonio son un mismo ente. Sin su patrimonio, la comunidad no existe, no es nada. Si lo pierde, la comunidad pierde su razón de ser; se disuelve; los ligámenes entre los miembros se rompen. Lo que une la comunidad ya no está. El miedo tanto al mundo exterior cuanto al interior se instala. Nada puede combatirlo. El patrimonio es como un tótem o un fetiche. Es la personificación de una comunidad. Las esperanzas de ésta descansan en su tótem. Éste ha creado a la comunidad a la que representa, la cual se identifica con aquél. En Mesopotamia, un zigurat, que dominaba la ciudad, era el patrimonio de ésta. Los ciudadanos se sentían seguros mientras podían contemplarlo. Incluso si no lo veían, sabían que estaba ahí, velando por ellos. Una ciudad sin un zigurat no podía sobrevivir.
Por esto, el patrimonio es valioso y frágil. Su valor no reside en lo que es sino en lo que representa. Los humanos se vuelven humanos cuando comparten: cuando viven en comunidad. Necesitan de entes que los identifiquen, con los tengan la sensación que existen en tanto que humanos. La destrucción del patrimonio conlleva la destrucción de comunidades, es decir de lo humano. La mejor manera de doblegar voluntades -bien lo sabían los mesopotámicos- consiste en destruir sus signos de identidad, con los que se reconocen, y gracias a los cuales pueden dialogar con otras comunidades. La aniquilación del patrimonio implica el retorno a la barbarie. Y, por tanto, la fácil domesticación de voluntades.
miércoles, 18 de marzo de 2015
La destrucción de las imágenes (Iconoclastia)
Mientras vivimos en un mundo donde las imágenes -fotográficos, videográficas, cinematográficas, impresas, virtuales, etc.- proliferan más que nunca, también se destruyen con saña imágenes naturalistas de divinidades antropomórficas y de seres humanos (monarcas, sacerdotes, etc.).
¿Por qué se derriban? Se atacan, se mutilan, se fragmentan, se queman, se laceran, se taladran, se reducen a polvo. Concienzuda, fríamente, no en un rapto de locura o ceguera.
Las imágenes (estatuas, pinturas, etc.) se destruyen por dos razones: porque se las teme, y porque se desprecia a quien las respeta. En el primer caso, se considera que la imagen es un ser vivo que no debería existir. La imagen se confunde con un ser vivo. Es una creación humana. Mas solo dios está facultado para crear. El arte es así una herejía, una falta de consideración en el poder omnipotente de la divinidad, o un acto de soberbia y fatuidad.
Al mismo tiempo, se piensa, paradójicamente, que el ser humano nunca logrará crear seres vivos, por lo que las imágenes de la divinidad ofrecen una imagen siniestra de la misma: aparece como un ser disminuido o moribundo. Se ofrece así una "mala" imagen de la divinidad que no da cuenta de la inmensidad de aquélla. Dado que la imagen tiene que ser idéntica al modelo, la imagen así creada revela que la divinidad no es tal -solo es un ser débil-, o es una imagen inútil, irrelevante, incapaz de mostrar las cualidades de la divinidad.
Pero, por otra parte, la destrucción de las imágenes denota un conflicto con otras culturas o sociedades. Si las imágenes están entre nosotros es porque existen personas que sí creen en ellas y las adoran. Pero no deberían. Estas personas son consideradas inferiores, descreídas o adoradoras del diablo. Se las tiene que reducir. A fin de hacerles daño, y de ponerlas en evidencia, a fin de manifestar la superioridad del iconoclasta, se atenta contra lo que más aprecian: las imágenes. Así, se evita cualquier tentación por parte del iconoclasta, destruyendo las imágenes y humillando a los demás.
Sin embargo, este odio, desprecio y miedo de las imágenes se expresa no solo destruyéndolas, sino exhibiendo los despojos. Hoy en día, esta exhibición no se realiza mediante un ritual o una procesión -como las que los vencedores protagonizan llevando presos a los vencidos expuestos al escarnio y la vergüenza, posiblemente al maltrato o la muerte, una procesión mortuoria, un calvario-, sino mediante imágenes. La destrucción se lleva a cabo para ser filmada. Se trata de una acción real y representada al mismo tiempo.
El documental, por otra parte, no es un testimonio descarnada, sino una construcción. El montaje, intercalando planos generales y primeros planos, los efectos de luz y sonido, el uso de la cámara lenta, están al servicio de una representación coreografiada. El modelo es de la película de terror. La ficción -la acción imaginada- alimenta el documental sobre la destrucción de la imaginería. Es la imagen la que es el testigo de la destrucción de las imágenes. Testimonia su propia destrucción. Estas imágenes documentales son, por otra parte, un insulto máximo. No están destinadas a quienes destruyen o temen las imágenes -prohibiéndolas- sino a quienes les tienen aprecio. Éstos son considerados impíos o inferiores, y su inferioridad se manifiesta porque dan fe de lo que las imágenes documentales muestran. La destrucción de las imágenes no es, en suma, el objetivo perseguido, al menos el único perseguido: lo que en verdad cuenta es la destrucción de quien tiene fe en la capacidad de educar y seducir de las imágenes, la destrucción del otro, su aniquilación como ser humano. La destrucción de las imágenes solo denota el miedo a los humano, a los humanos.
(Escultura cuya visión ha sido prohibida hoy en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona -MACBA-, no por su mediocridad, sino por su supuesta capacidad de incidir en los ánimos de los visitantes y en el mundo alrededor)
¿Por qué se derriban? Se atacan, se mutilan, se fragmentan, se queman, se laceran, se taladran, se reducen a polvo. Concienzuda, fríamente, no en un rapto de locura o ceguera.
Las imágenes (estatuas, pinturas, etc.) se destruyen por dos razones: porque se las teme, y porque se desprecia a quien las respeta. En el primer caso, se considera que la imagen es un ser vivo que no debería existir. La imagen se confunde con un ser vivo. Es una creación humana. Mas solo dios está facultado para crear. El arte es así una herejía, una falta de consideración en el poder omnipotente de la divinidad, o un acto de soberbia y fatuidad.
Al mismo tiempo, se piensa, paradójicamente, que el ser humano nunca logrará crear seres vivos, por lo que las imágenes de la divinidad ofrecen una imagen siniestra de la misma: aparece como un ser disminuido o moribundo. Se ofrece así una "mala" imagen de la divinidad que no da cuenta de la inmensidad de aquélla. Dado que la imagen tiene que ser idéntica al modelo, la imagen así creada revela que la divinidad no es tal -solo es un ser débil-, o es una imagen inútil, irrelevante, incapaz de mostrar las cualidades de la divinidad.
Pero, por otra parte, la destrucción de las imágenes denota un conflicto con otras culturas o sociedades. Si las imágenes están entre nosotros es porque existen personas que sí creen en ellas y las adoran. Pero no deberían. Estas personas son consideradas inferiores, descreídas o adoradoras del diablo. Se las tiene que reducir. A fin de hacerles daño, y de ponerlas en evidencia, a fin de manifestar la superioridad del iconoclasta, se atenta contra lo que más aprecian: las imágenes. Así, se evita cualquier tentación por parte del iconoclasta, destruyendo las imágenes y humillando a los demás.
Sin embargo, este odio, desprecio y miedo de las imágenes se expresa no solo destruyéndolas, sino exhibiendo los despojos. Hoy en día, esta exhibición no se realiza mediante un ritual o una procesión -como las que los vencedores protagonizan llevando presos a los vencidos expuestos al escarnio y la vergüenza, posiblemente al maltrato o la muerte, una procesión mortuoria, un calvario-, sino mediante imágenes. La destrucción se lleva a cabo para ser filmada. Se trata de una acción real y representada al mismo tiempo.
El documental, por otra parte, no es un testimonio descarnada, sino una construcción. El montaje, intercalando planos generales y primeros planos, los efectos de luz y sonido, el uso de la cámara lenta, están al servicio de una representación coreografiada. El modelo es de la película de terror. La ficción -la acción imaginada- alimenta el documental sobre la destrucción de la imaginería. Es la imagen la que es el testigo de la destrucción de las imágenes. Testimonia su propia destrucción. Estas imágenes documentales son, por otra parte, un insulto máximo. No están destinadas a quienes destruyen o temen las imágenes -prohibiéndolas- sino a quienes les tienen aprecio. Éstos son considerados impíos o inferiores, y su inferioridad se manifiesta porque dan fe de lo que las imágenes documentales muestran. La destrucción de las imágenes no es, en suma, el objetivo perseguido, al menos el único perseguido: lo que en verdad cuenta es la destrucción de quien tiene fe en la capacidad de educar y seducir de las imágenes, la destrucción del otro, su aniquilación como ser humano. La destrucción de las imágenes solo denota el miedo a los humano, a los humanos.
(Escultura cuya visión ha sido prohibida hoy en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona -MACBA-, no por su mediocridad, sino por su supuesta capacidad de incidir en los ánimos de los visitantes y en el mundo alrededor)
martes, 17 de marzo de 2015
SOPHIE CALLE (1950): STATUES ENNEMIES (ESTATUAS ENEMIGAS, 2003)
La presente exposición antológica de la artista francesa Sophie Calle en el Palacio de la Virreina. Centro de la Imagen, en Barcelona, incluye, casi sorprendentemente -pues se trata de una serie que, a "primera vista", no responde a fines y formas de otras obras (aunque luego revela la misma preocupación por la fascinación y el poder de la imagen)- la serie fotográfica Estatuas enemigas dedicada a retratas imágenes (tallas y cuadros) mutiladas durante la guerra civil española. No son necesariamente obras maestras. El lacerado, en ocasiones, les ha otorgado el misterio del que carecían. Pero el daño infligido, centrada en el rostro y, en particular, los ojos, revela que estas tallas pintadas tuvieron que ser "vistas" o juzgadas como entes vivos capaz de causar el mal de ojo, o lanzar miradas acusadoras contra quienes acabaron por atentar contra ellas.
Las mutilaciones, causadas por cuchillos o instrumentos punzantes, quizá por disparos, cegaron las estatuas.
La artista pone esta serie en relación con una posterior en la que reproduce dianas utilizadas por la policía norteamericana para entrenarse: aquellas son retratos de condenados a muerte, cuyos ojos han sido tapados, como si fueran víctimas que no pudieran reflejar lo que los ojos de los policías quizá expresaran.
Todas las culturas,todas las épocas han tenido, y tienen, el síndrome de Pigmalión, o de Frankestein: el temor en la animación de las imágenes, la revelación súbita de quienes somos -reflejados en su mirada.
lunes, 16 de marzo de 2015
TALAL DERKI (1977): RETURN TO HOMS (2013-2014)
https://vimeo.com/ondemand/returntohoms
Un profesor de la Universidad de Bagdad, originario de Mosul, comentaba recientemente que, amén de las destrucciones de monumentos causadas por el ISIL hoy, y de infraestructuras, edificios y comunidades por la guerra civil y la invasión de la coalición entre 2003 y 2009, lo que más le afectaba era la destrucción de los lugares de su infancia y juventud en su ciudad natal: la escuela, el cine, unas tiendas, el centro cívico, un centro religioso, aparte de la casa de los abuelos y de los padres, y del cementerio donde están enterrados familiares. Los lugares de referencia han desaparecido.
Y se descubre que entre las cosas y las casas, y nosotros, existen íntimas relaciones, que las cosas no son inertes ni están fuera de nosotros, sino que formamos una unidad. Somos ambos seres vivos. Nos proyectamos en ellas. Construimos nuestro mundo, y éste nos edifica. El mundo es nuestro reflejo, es decir nos pertenece tanto cuanto le pertenecemos. Su destrucción conlleva nuestra mutilación. Una parte esencial de nosotros muere.
En este duro documental, premiado en el último Festival de Sundance -del que se ofrece un fragmento, si bien puede verse legalmente por poco dinero en el enlace propuesto-, uno de los emigrantes que vuelve a la ciudad de Homs (Siria) en ruinas no reconoce nada. No sabe dónde está. Está perdido porque ha perdido sus lugares y espacios en los que vivía y por los que vivía, los lugares que le daban vida. La vida ha dejado de tener "sentido": nada la orienta. El espacio que había creado y que le había definido ya no existe. Los hitos que pautaban -componían- el día a día han desaparecido.
La pérdida no es solo o no es tanto material. La casa, los espacios pueden reconstruirse. Y posiblemente se estén reconstruyendo. Pero nada reemplazará la herida. Serán otros lugares, que pertenecerán a una nueva generación -si logran recuperarse. Quienes estaban allí, quienes se miraban allí, en los edificios y plazas que les devolvían la mirada, ya no encontrarán -ya no encuentran- su lugar. ya no son de allí. Ya no son.
domingo, 15 de marzo de 2015
PRINCESS FLOWER THE MOON RAYS: TITICACA (1970)
Entre los avatares del grupo Gong anteriormente descrito, se halla este insólito, desconocido y rarísimo disco, del que se publicaron escasos ejemplares -aunque reeditado en 2012-, en el que Grecia y el mundo precolombino se mezclan sin problemas.
O como la mitología engendra extraños, fascinantes y olvidados hijos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)