El Renacimiento italiano, a partir de finales del siglo XV,
se caracterizó por la recuperación de las formas y los ideales clásicos
(greco-romanos). Éstos fueron considerados modélicos. Eran superiores incluso a
las formas naturales. Éstas, pese a ser el fruto de la creación divina, eran
imperfectas a causa de la resistencia de la materia bruta, por lo que el
artista debía inspirarse en ellas, corrigiéndolas gracias a los modelos
clásicos.
La Edad Media, en cambio, quedó marcado por la desconsideración del
artesano que ya se daba en la Grecia clásica y en Roma. Su trabajo manual era relativamente apreciado, mas no su persona. Las
artes liberales, en cambio, en las que el trabajo de la mano no era necesario
frente a la capacidad reflexiva, eran tenidas en gran aprecio. Los poetas, los
filósofos, los geómetras y los matemáticos formaban parte de la élite creativa.
Los pintores, escultores y arquitectos, por el contrario, eran considerados
desacreditados trabajadores manuales.
Fueron los artistas plásticos florentinos quienes se
esforzaron en alzar el crédito de su arte a la altura de la poesía y la
geometría. Quisieron demostrar que en su práctica artística también primaba la
idea en detrimento de la manualidad. El arte plástico y arquitectónico plasmaba
formas ideales cuya ejecución no requería ningún esforzado trabajo, porque las
ideas, ubicadas en esferas superiores, eran brillantes y fugaces y debían
cazarse al vuelo. Respondían a visiones interiores y no a la reproducción
mimética de la naturaleza de la que, en cambio, se encargaban los artesanos.
Se estableció así una diferencia sustancial entre el
artesano y el artista. Éste, por otra parte, poseía un don innato que se
manifestaba en la creación plástica: el genio. Gracias a éste, el artista era
capaz de alzarse hasta la esfera de las ideas, vetada a los artesanos,
vislumbrarlas y plasmarlas plásticamente sin alterarlas. De ahí que en el
Renacimiento se empezara a valorar los bocetos y las obras inacabadas porque
expresaban bien el fulgor de las ideas. Su carácter inconcluso era el
testimonio del talante visionario del artista.
Junto con Leonardo, Miguel Ángel fue el artista que mejor
expresó la nueva concepción del arte renacentista. Practicaba diversas artes,
al servicio de las cortes papales y ducales, pero sobre todo al servicio de su
inquebrantable ideario artístico, lo que le llevó a renunciar a encargos y a
enfrentarse a sus protectores en defensa de sus ideas: fue poeta, pintor,
escultor y arquitecto. No necesitaba tener conocimientos prácticos específicos
porque la brillantez de una obra no dependía del saber hacer manual sino de la
capacidad de alzarse hasta las ideas. Sus esculturas y sus dibujos presentan un carácter inacabado. Sus poesías
son breves tratados filosóficos. Las formas plásticas no están desgajadas de la
materia bruta; los trazos son borrosos o temblorosos porque tratan de traducir
la evanescencia de las formas ideales. Esta característica no denotaba la
incapacidad de Miguel Ángel por concluir una obra, aunque no se daba nunca por
satisfecho. Era la prueba que el esforzado trabajo manual no era necesario para
crear una obra singular, cuya brillantez residía, precisamente, en su
inacabamiento, como si la idea que expresaba se mostraba etérea e impalpable,
sin estar contaminada por el sopor y la
opacidad de la materia. Su obra más célebre, la creación de Adán, perteneciente
al fresco que cubre la bóveda de la Capilla Sixtina del Vaticano, es una
hermosa metáfora de la creación divina pero también artística: el creador no
toca ni manipula la materia sino que ordena que las formas se desgajen de ella.
Las distintas facetas creativas de Miguel
Ángel y su ferviente entrega a su obra, semejante a la de un profeta, tuvieron como fin el alumbramiento de un mundo (poetizado, pintado, esculpido o edificado) que reflejase la
brillantez de la creación divina de la que Miguel Ángel se consideraba un humilde aunque
constante servidor.