miércoles, 30 de diciembre de 2015

PABLO PICASSO (1883-1973): LAS SEÑORITAS DE LA CALLE AVIÑÓN (1907)

La exposición Splendeurs et misères. Images de la prostitution 1850-1910, que toma el título de una novela de Balzac (Splendeurs et misères des courtisanes), en el museo de Orsay en París, es un duro retrato de la condición femenina en el segundo imperio francés, principalmente, la cara oculta del urbanismo de Haussmann, marcada por los estragos de la sigilos y la doble moral. Muestra también la influencia de la prostitución en el arte pictórico y fotográfico, así como las inevitables relaciones entre ambas prácticas, venales y artísticas, dedicadas al cuidado y la exhibición de la imagen.

La exposición concluye con una posible respuesta a una pregunta, pero que no creo nadie haya planteado pese a su obviedad. ¿Por qué Picasso pintó las prostitutas de la barcelonesa calle de Aviñón con mascaras africanas? ¿Porque utilizó esta iconografía precisamente para retratar prostitutas? 
La yuxtaposición de un tema común en el arte finesecular y de principios del siglo XX, la imagen de la casa de citas o del prostíbulo, con imágenes africanas, parece incongruente. Pero quizá no lo fuera, sugiere la exposición. Las caras deformadas (exaltadas, ocultadas, transformadas) por el maquillaje, que debía ser exagerado y con trazos casi caricaturizados para poder soportar la hiriente luz eléctrica que se iba imponiendo y que aplanaba los rostros y los convertía en lívidas faces, eran comunes. El espacio del teatro y del cabaret en el que las prostitutas se exhibían también invitaba al sobre empleo del maquillaje para llamar la atención en lugares ya cargados de imágenes chillonas. Los rostros de las prostitutas eran máscaras, no porque escondieran su rostro -aunque a veces la desfiguración sifilitica obligaba al recurso del espeso maquillaje-, sino porque tenían que resaltarlo excesivamente.
Picasso utilizaría así las mascaras más extrañas o insólitas que acababa de conocer para acentuar la condición patibularia de las prostitutas. Aquélla quedaba definitivamente registrada por el porte de la mascara que deformaba violentamente el rostro quizá sifilitico de las mujeres. El origen africano de las máscara, ajeno al mundo clásico naturalista, acentuaba la condición marginal de esas mujeres, todo y llamando la atención del espectador (masculino). 
Quizá, pues, el retrato más descarnado y veraz de un prostíbulo lo ofreciera Picasso en un cuadro, juzgado casi siempre como una ruptura formal con la tradición, que en efecto la introduce, pero que en verdad profundiza en esta tradición considerada como el medio más eficaz, aparte de la fotografía, para desvelar lo que las formas esconden, en este caso la miseria humana. Las prostitutas de la calle Aviñón  aparecería, así, como un perfecto cuadro naturalista. 

martes, 29 de diciembre de 2015

SÉNECA (2 aC-65): CIUDAD Y POLÍTICA

  • "Errar es humano; pero perseverar es diabólico». (Carta a Lucilio, LXXII)

  • "No hay viento favorable para quien no sabe dónde va" (Carta a Lucilio, LXXI)

  • "A los que corren en un laberinto, su misma velocidad les confunde (Carta a Lucilio, XXII)

  • "Una era construye ciudades, una hora las destruye" (Cuestiones Naturales, III, 27, 2). Séneca se refiere al diluvio y a la naturaleza ávara en generosidad 

Agradecimiento a Carmen Cantarell por el envío

El "retrato" sumerio (1)








































lunes, 28 de diciembre de 2015

El "retrato" sumerio (2)

¿Retrato?
No, según los criterios occidentales de la retratística a partir del siglo XVI.
Estas estatuillas no reproducen los rasgos del modelo. No son una imagen fiel.
Y, sin embargo, no son figuras genéricas.
El material o los materiales (incrustaciones de nácar, betún, piedra negra, ágata, lapis lázuli, etc. en los ojos) empleados, la calidad de la piedra y las vetas, la talla, el tamaño, la traza, el pulido y detalles propios (ornamentos) logran que cada estatuilla sea única.

Las estatuas, en Occidente, a partir del siglo XVIII, son imágenes de seres o entes, existentes o no, o son entes, cosas entre las cosas naturales o artificiales.

Los "retratos" sumerios no reproducen los rasgos del modelo sino que doblan o sustituyen a éste. No son cosas sino seres. Tan o más vivos que los seres vivos, inevitablemente fugaces. Cada estatua remite a un ser vivo al que reemplaza. Permite que este ser se halle y permanezca allí donde no podría estar nunca. En el templo, en contacto con la divinidad. Cada ser vivo se reconoce en su estatua. Ésta contiene y retiene lo que pasa y decae en el ser vivo: su resplandor.  El brillo, literalmente, emana de las formas pulidas.

Son retratos, no porque se parezcan al modelo sino porque son éste. Éste no es sino en su estatua: le permite vivir para siempre, fuera del espacio humano, en la morada divina, bajo la mirada divina.
La estatua no es de este mundo. No incide en éste. Se halla y perdura en la frontera entre el espacio de los mortales y el de los inmortales. Las estatuas logran que los dioses miren a los humanos y no los fulminen con su mirada. Las estatuas están hechas con la misma materia con la que los dioses viven en la tierra. Es a través del retrato que el ser humano aspira y tiene la esperanza de perdurar para siempre. 
De algún modo, logró su propósito.

 Hoy todos esos ojos, llenos o ciegos, nos miran desde el espacio de los Inmortales a todos los que deambulamos, perdidos, en el laberinto de las primeras salas del departamento de antigüedades orientales del museo del Louvre  en París.

Fotos entrada anterior: estatuillas sumerias, acadias, neo-sumerias (época del rey Gudea) y elamitas (Susa), tercer y principios del segundo milenio aC). La mayoría de las cabezas, procedentes de figuras de orantes de pie perdídas y seguramente destruidas, tienen entre 3 y 8 cm de altura. Los bustos, entre 7 y 15 cm de altura, siendo las piezas más grandes excepciones. 
Fotos: Tocho, diciembre de 2015

Función de las imágenes en Mesopotamia (Teoría del arte mesopotámica)




La nueva restauración de una gran estatua del emperador acadio Manishtushu (hijo de Sargon I y padre de Naram-Sin, hacia el 2200 aC),  reintegrando elementos sueltos y remontando de manera más adecuada los distintos fragmentos conservados m, y su mostración en una exposición de gabinete en el museo del Louvre de París, puede dar pie a volver a pensar la función de las imágenes en Mesopotamia.
Las estatuas no eran obras de arte (tal como las concebimos en Occidente desde el siglo XVIII), existentes para despertar emociones en un espectador y mostrarle un nuevo mundo o un aspecto nuevo del mundo, sino fetiches.
Eran representaciones si entendemos este término con el significado que posee en el teatro: sustitutos de seres, si bien en el teatro y en la política modernos dichas sustituciones duran el tiempo de una representación o un acto, mientras que en la antigüedad las sustituciones eran para la eternidad. Las personas sustituidas perduraban para siempre a través de sus efigies (siempre que éstas no fueran destruidas).
En el mundo sumero-acadio, en el tercer milenio aC, los reyes mandaban tallar efigies suyas en piedra. Las figuras de pie sedentes, vestidas con los ropajes más caros o ceremoniosos, tenían las manos juntas o tendían una que sostenía  una copa. Se ubicaban en templos. Nadie las podía contemplar salvo las efigies divinas ante las que se encontraban. Ni habían sido talladas para suscitar emoción alguna sino para mediar con los dioses, ya sea porque les mostraban respeto, ya sea porque banqueteaban con ellos. De este modo, aseguraban la presencia de los dioses en la tierra y la protección que podían brindar.
Otras efigies representaban monarcas de otro tiempo. Se ubicaban en templos y sobre todo en palacio. Solo el rey podía míralas o, mejor dicho, ser mirado por aquéllas. Estas efigies eran antepasados. Mostraban que los antepasados seguían presentes, protegían e inspiraban al monarca, y legitimaban su linaje. 
Las grandes estatuas, por tanto, estaban ligadas al poder real, ya porque eran efigies divinas -no se han conservado ninguna- con las que dialogaban monarcas y sacerdotes de cuerpo presente, ya porque permitían que el monarca representado estuviera en contacto con los dioses o con los antepasados. La efigie borraba la diferencia entre los vivos y los muertos. El monarca estaba siempre presente cumpliendo con su función mediadora con los dioses y los muertos, a través de los ritos que cumplía o presidía, o de sus efigies ante las que se practicaban los rituales. 
Estas efigies tenían que estar a la altura de los dioses. Perfectamente talladas, pintadas e incrustadas de piedras preciosas y aplacadas con oro y plata, mostraban ante la divinidad que el rey reflejaba bien el aura que los dioses le transmitían. En ocasiones estaban vivas. Los ropajes eran verdaderos y estaban articuladas, por lo que se movían. El resplandor de las estatuas era tal que solo los dioses podían contemplarlas del mismo modo que ningún ojo humano, salvo el del monarca, estaba preparado para aguantar la mirada dura y fija de las divinidades.
Las estatuas no causaban placer sino temor y respeto a las pocas personas que podían estar ante ellas (el mismo monarca y los sacerdotes que atendían el culto). Las estatuas escogían a quienes querían mirar, a quienes podían mirarlas.,Respetaban a los dioses manifestando la grandeza del monarca y la lucidez divina que había puesto su mirada en él.
Estas efigies sólo tenían "sentido" en ciertas partes del templo o del palacio. Estaban íntimamente unidas a ciertos espacios. Su grandeza, sin embargo, aún se manifiesta en los nuevos templos que son los monarcas. La efigie rota, casi informe de Manishtushu, hoy en el Louvre, detiene e impresiona, aunque nunca estuvo dispuesta para ser contemplada por ojos humanos.