Arte aurático: esta expresión, empleada en la teoría del arte contemporánea, designa a un tipo de obra de arte considerada única, expresión de una visión personal (de un artista considerado como un genio), que no está en sintonía con la concepción y la función del arte hoy, cuando las fronteras entre obras y documentos, obras y copias, están desprestigiadas, son irrelevantes, inexistentes o inocuas.
Este arte -o esta concepción- responde a una visión errónea o que ya no tiene lugar.
La pérdida o trágica y súbita irrelevancia del aura fue enunciada por Walter Benjamin, en los años treinta, ante los nuevos medios técnicos de reproducción de imágenes (fotografía e imprenta). Las obras de arte ya no eran únicas, ni expresaban o sintetizaban una visión única. Benjamin no se lamentó de esta desaparición; consideraba que las obras múltiples , o que las técnicas que permitían dicha multiplicación eran más adecuadas a los nuevos tiempos, y que ya no cabían obras singulares ancladas en sociedades estructuradas, estratificadas, para las que la historia constituía una narración lineal en la que las obras se basaban en obras anteriores y las superaban, como si estuvieran dispuestas en fila. La lenta variación en el arte no respondía a los nuevos tiempos.
Sin embargo, cabe preguntarse si el aura no fue enunciado por Benjamin en el momento en que expuso su desaparición.
¿Existió la obra única y singular -al menos en Occidente, si bien Benjamin no precisó a qué culturas se refería-, la obra mágica, misteriosamente aparecida como una emanación de lo invisible que comunicara una verdad?
El aura evoca la aureola. Ésta rodea la cabeza de los seres sobrenaturales en diversas religiones, monoteístas y politeístas. Es un signo de santidad, superioridad, perfección.
El aura es propio de lo sagrado. Las obras sagradas son aquellas en las que las aureolas -y el aura que desprenden, aunque no quede claro a qué se refiere esta expresión- tienen más "sentido". Las obras sagradas se utilizan en rituales. Consisten en todo tipo de piezas: vasijas, telas, libros e imágenes. Entre éstas, las que representan a los seres sobrenaturales. Los iconos, en el mundo cristiano bizantino son el paradigma de la imagen sagrada. muestran -o ¿contienen?- la imagen de la divinidad, su faz especialmente.
Pero las imágenes religiosas se producían en grandes cantidades. Eran todas idénticas. La razón es sencilla. Cualquier variación sería interpretada como una corrección, una mejora. Toda vez que la divinidad es perfectas, no cambia. La imagen que debe manifestar su presencia y su grandeza tiene que alcanzar un grado que sea percibido como una directa materialización de la divinidad. La imagen tiene que ser siempre la misma. Un cambio alteraría la presencia divina o denotaría que las imágenes ya existentes no lograron reproducir o exponer las características del modelo sobrenatural. Un verdadero icono, además, se basa en un modelo plástico: el velo de la Verónica. Éste contiene la imagen del rostro de la divinidad directamente inscrita en el paño -cuando éste fue tendido a la divinidad para que secara su rostro doliente. Esta imagen, al no mediar mano humana alguna (la impresión fue directa), es perfecta: reproduce punto por punto los rasgos de la "Santa Faz". por tanto, cualquier icono tiene que reproducir fielmente esta imagen paradigmática. El aura, en este caso, nace de la repetición, no de la singularidad.
La historia del arte corrobora que la obra única aparece con la modernidad -precisamente cuando se descubre su existencia (que se denuncia y se condena). La mayor parte de la estatuillas de culturas antiguas se realizaban con moldes. Las obras se producían en grandes cantidades. La razón no era solo económica. Una estatuilla es la imagen de un ser prefecto por lo que no se acepta alteraciones en la forma de manifestarla.
La mayor parte de las obras de arte "clasicas" occidentales se realizaban en múltiples copias, tanto por el jefe de taller -quien las firmaba- como por copistas a sueldo. La razón era doble: las copias eran más económicas, pero también multiplicaban la presencia, el impacto de la primera obra. Ésta, por otra parte, no siempre era mejor. El propio pintor podía realizar múltiples ejemplares -si ocurre con el Greco, por ejemplo, amén de las innumerables copias de taller-, más o menos felices.
Es cierto que existen obras de las que no existen copias -o de las que no se conocen hoy. Eso no significa que se diera preferencia a la obra única, sino que ésta se realizaba para un determinado lugar para un determinado usuario. Leonardo pintó la Sana Cena para el refectorio de un monasterio. No podía repetirla -a amenos de que se hubiera hallado en condiciones idénticas. Los retratos privados solían ser obras únicas (no siempre) simplemente porque reproducían los rasgos de una persona en un momento dado. Serían quizá las obras más cercanas a una obra aurática, si no fuera porque no eran obras de arte sino documentos -de validez limitada como cualquier documento que manifieste la apariencia de una persona, inevitablemente sometida al tiempo. Los retratos, al cabo de un tiempo, eran sustituidos por otros. No merecían ninguna actitud reverencial.
La noción de aura evoca pues la mirada moderna sobre el arte occidental del pasado. No denota necesariamente nostalgia, pero sí expresa que el arte anterior al siglo XIX fue juzgado según unos criterios que no respondían a la función de las creaciones humanas antiguas. En ningún caso su valor dependía de su singularidad. Ésta por el contrario era el signo de una imperfección que debía ser corregida hasta alcanzar la obra modélica, es decir reproducible.