Fotos actuales: Tocho, octubre de 2016
Arras, en el norte de Francia, es una etapa ineludible de camino a la pequeña ciudad de Lens que acoge al Museo del Louvre (obra del equipo japonés Sanaa). Es necesario efectuar un cambio de trenes viniendo de París. A menudo la espera supera las dos horas.
No queda sino visitar Arras. ¿Arras? Para quien no viva cerca de la frontera belga, Arras es un nombre, quizá.
Pero la imagen de una ciudad minera alicaída y sucia se desvanece apenas se sale de la estación. Dos majestuosas plazas demasiado grandes, dispuestas en ángulo recto, son el testimonio de la importancia de la ciudad como lugar de mercadeo en la Edad Media y el Renacimiento. Ambas plazas están delimitadas por un sinnúmero de casas adosadas flamencas, construidas con sillares, apoyadas en columnas vagamente clásicas que pautan un paso cubierto continuo, y rematadas por frontones agudos que dibujar dientes de sierra que defienden la plaza. La plaza menor acoge una gran y alta construcción entre medieval y manierista exenta, rematada por un torreón que sin duda se descubre desde muy lejos -estamos en el "país llano -o plano" que cantara Brel-, Las casas constituyen más un decorado que una parte de la estructura urbana: la trama urbana, que debería ser densa por el origen medieval, apenas las envuelve.
El visitante tiene un extraño sentimiento cuando se acerca a las casas, sensación acrecentada ante y debajo del ayuntamiento monumental. Los edificios no parecen góticos o renacentistas, sino neo-góticos, neo-renacentistas. La gran operación urbanística, que organiza todo el centro de Arras parece haber sido planificada y construida en el siglo XIX. Los sillares demasiado perfectos, la falta de pátina, las líneas excesivamente rectas son propias de la arquitectura decimonónica. La primera impresión, de haber retrocedido en el tiempo, se desvanece. Arras es una ficción.
Solo cuando uno entra en el Ayuntamiento y observa una pequeña exposición sobre la historia de la ciudad -que se remonta a Roma- entiende qué ocurre. Arras fue destruida sistemáticamente en un noventa y cinco por ciento durante cuatro años cuando la Primera Guerra Mundial. El frente se hallaba cerca, entre Lens y Arras. No quedó nada de ambas ciudades que sufrieron los peores bombardeos de la historia hasta la destrucción de Dresde y de Berlín.
La arquitectura no es del siglo XIX, sino del XX. Las plazas y los principales monumentos -Ayuntamiento, catedral, etc.- fueron reconstruidos fielmente a partir de fotografías. Los habitantes de la ciudad quisieron olvidar qué había ocurrido y reencontrarse con su ciudad. Pero ya no lo era; solo un -inevitable- remedo, un decorado, que evoca más los historicismos del siglo XX que la arquitectura del gótico florido y del Manierismo flamenco, cuyo aspecto irrealmente terso -que parece no haber estado nunca allí, sino haber sido transplantada- se percibe aun más cuando se compara con el de las pocas casas que sobrevivieron -líneas temblorosas, y el inevitable paso del tiempo, un desgaste digno que impone respeto.
¿Se hubiera podido construir a partir de otros principios? ¿Se debían borrar -inútilmente- las huellas de la devastación? Arras parece más falsa que Lens -que no fue reconstruida de manera idéntica. Pero también es menos desolada.
La actitud ante las ruinas, intencionadamente producidas por el hombre para borrar el marco que ayuda al hombre a hallarse a si mismo y a orientarse en el espacio, revela una visión del mundo. En Mesopotamia, las ciudades, sistemáticamente destruidas -aunque seguramente el nivel de destrucción que se podía llevar a cabo con la fuerza de los brazos no debía ser capaz de arrasar hasta los cimientos-, eran reconstruidas de manera idéntica. Este esfuerzo de construcción y reconstrucción estaba dictado por los ciclos temporales. las ciudades se volvían a levantar del mismo modo que, en primavera -cuando las fiestas de renovación de los tiempos-, la naturaleza volvía a brotar como en años interiores, como en el origen de los tiempos. En la Atenas de Pericles, en cambio, el acrópolis arrasado hasta los cimientos por los persas, volvió a levantarse. Pero el emplazamiento de las construcciones, su número, orientación y tamaño cambiaron. El acrópolis del siglo V aC poco tenía que ver con la imagen que ofrecía antes de las guerras médicas. Se trataba, ahora, de levantar templos apuntando desafiantes al mar, advirtiendo a los persas de los peligros a los qu se enfrentarían si iniciaran una nueva expedición militar y marítima. Del mismo modo, el desmesurado tamaño del Partenón manifestaba bien a los Persas que la desmesurada oriental no era exclusiva de ellos. El replanteo de la urbanización y la construcción del Acrópolis, pues, respondía una una visión optimista, orgullosa, desafiante, a la firme creencia que los nuevos tiempos serían distintos -creencia que la vista de un Acrópolis transfigurado acrecentaba, a la vez. la majestuosidad del Partenón era un signo que recordaba a los atenienses que habían vencido a los Persas. No escondía la guerra sino que la realzaba: gracias a ésta, Atenas se había sobrepuesto a sus limitaciones. aspiraba ahora a un imperio. Rivalizaba con quienes habían querido arrodillarla.
Cuando llegue la reconstrucción de Alepo, en Siria, ¿que deberán hacer los arquitectos sirios? El tiempo y sus lacras no se borran. Los edificios no acaban de revivir. Pero ¿cabe acabar con la historia? La historia siempre es una construcción. Integra y desdeña hechos. Busca un relato coherente y que eche luz sobre lo que ha ocurrido. No se puede culpar a los ciudadanos por haber querido reencontrarse con su ciudad- convertida de pronto en un sueño. Pero lo que existe causa un cierto malestar, como si se hubiera querido ocultar qué aconteció. La solución no es fácil; quizá sea imposible. La destrucción acaba con una ciudad y lo que vuelve a surgir ya no es una ciudad viva sino una ciudad embalsamada. Mas ¿quien tiene derecho a negar a los habitantes a cerrar los ojos? Y al olvidar