miércoles, 17 de mayo de 2017
RAYYANE TABET (1983): LESSONS IN ARCHITECTURE (LECCIONES DE ARQUITECTURA (2006-)
El artista y arquitecto libanés Rayyane Tayet reconstruye sus recuerdos, cinco imágenes del Beirut que conoció cuando era niño, y que ya evocaba cuando jugaba con piezas de construcción de madera.
La instalación comprende cinco grandes maquetas, dispuestas sobre el suelo. Piezas de madera, inspiradas en el juego de construcción infantil, recrean la extensión, y la desolación, que la construcción incesante de Beirut, hecha de sucesivas edificaciones y derribos, sugiere.
Recuerdos que han marcado el artista, más vivos que la realidad existente, que la fragilidad, la inestabilidad de las piezas, de madera o de hormigón, tan solo apoyadas en el suelo, dotan del carácter de sueño, irrealidad o evanescente que la ciudad, pese a su porte orgulloso ante el mar y los integrismos, posee -y asume-, carácter que la lastra y la define.
Rayyane Tayet expone en este momento en la Trienal de Milán
Doy gracias a Rachel Herschman por este descubrimiento.
martes, 16 de mayo de 2017
JOE LEA (¿1995) - NICE & POLITE: PAUL WELLER (1958), LONG LONG ROAD (2017)
Videoclip de animación -figuras pintadas sobre vidrio-, producido por la compañía británica de comunicación Nice & Polite
El vídeo es casi mejor que la canción
La obra de arte y el fetiche
Seguros, cajas de alta seguridad con un interior de espuma perfectamente adaptado a la forma de la obra, ya embalada con distintos tipos de papel, transportes climatizados en camiones blindados con suspensión que aísla la caja de la vibración de la carretera, inmensos "containers" para el transporte aéreo, acompañamiento militar o policial, cámaras de seguridad, guantes (de látex o de tela para según qué obras), vitrinas de alta seguridad con cristal antirrobo climatizadas cerradas con tornillos únicos cuyas cabezas no pueden ser visibles, sujeciones con clavos especiales, soportes con materiales neutros, luces sin rayos ultravioletas ni infrarrojos, control constante de temperatura, humedad e iluminación: el transporte, la manipulación y la exposición de obras de arte, antiguas y modernas, moviliza una ingente cantidad de recursos -a los que se suman los seguros, los guardias, la restauración, el estudio mediante escáners y microscopios de las obras a exponer- y de especialistas. La obra de arte es un fetiche ante el cual todos debemos inclinarnos. El trabajo bien lo vale: los precios que alcanzan determinadas obras así lo exige. Cualquier obra se analiza minuciosamente a la búsqueda de rastros de falsificación y de manipulación. Un ejército de expertos interviene en cada adquisición y exposición. Informes y contra-informes se preparan para certificar la autenticidad, la buena conservación, la legalidad de las obras en venta y expuestas. Las obras de arte requieren una corte de técnicos, restauradores, fotógrafos, avocados, notarios y estudiosos que cuidan para que nada le ocurra a la obra, protegida incluso del paso del tiempo.
¿Fetichización?
La idolatría a la que da lugar y se presta la obra de arte -y cualquier obra, artística, utilitaria o mágica-, hoy, no se corresponde en absoluto con el trato que el "fetiche" recibe o recibía en culturas antiguas -por ejemplo, en Europa, anteriormente al siglo XVIII- o "primitivas" (desde Mesopotamia, Egipto, Grecia, Iberia, Roma -por citar culturas antiguas cercanas- hasta culturas africanas de principios o mediados del siglo XX). El objeto, en sí, no tenía valor. No valía nada. O, mejor dicho, solo valía, solo tenía poder, si estaba inserto en un conjunto de actos rituales que le daban "sentido". Las estatuas debían fabricarse siguiendo determinados procedimientos, los artesanos debían respetar ciertas reglas de comportamiento, y los conjuros eran tan importantes como los gestos. Una estatua no era nada sin el rito final de la apertura de los ojos o de la boca que requería la presencia de un sacerdote quien, con un cuchillo que deslizaba sobre la superficie de la figura, la "animaba" a despertarse. A partir de entonces, la estatua -como cualquier objeto- requería constantes cuidados: debía ser lavada, vestida, alimentada, paseada, como cualquier ser vivo, como todo ser sobrenatural. El templo, la capilla, la hornacina o la caja -el arca de la alianza, por ejemplo- era su morada y nadie, salvo sacerdotes -a los que tanto se parecen quienes manipulan obras de arte hoy-, podía tocarlas ni estar incluso frente a ellas.
Dado que lo que contaba no era el objeto sino los procedimientos mágicos o religiosos gracias a los cuales se daba sentido a la creación -se la convertida en un ente capaz de influir en la vida de la comunidad en cuyo seno se insertaba, comunidad que creaba y organizaba-, una obra, un objeto podía ser sustituido por otro. De hecho, la vida de los objetos era limitada, no así la importancia y la fuerza de los rituales que les conferían vida. Por eso, de tanto en tanto, las obras eran reemplazadas. Las que eran destituidas no eran abandonadas a su suerte, sin embargo. Como todo difunto, merecían el mejor de los tratos en su traslado a otro mundo. Los objetos desposeídos, que habían perdido fuerza, lustre, sentido, eran recogidos cuidadosamente y enterrados con todos los honores -ya que, en cualquier momento, podían animarse de nuevo y tomar cumplida venganza de quienes no los habían respetado. De hecho, algunas efigies eran mutiladas a fin de evitar que cobraran vida y salieran de su encierro. Las obras que las sustituían no se diferenciaban para nada de las anteriores. Se creaban y se animaban siguiendo idénticos procedimientos. la novedad estaba proscrita. Los ritos exigían su debido cumplimiento para ser efectivos. Cualquier error, olvido o cambio conllevaba el rechazo de los poderes sobrenaturales que podían utilizar los fetiches o los objetos como armas arrojadizas que infectaban y disolvían una comunidad.
Es por eso que la exposición de obras anteriores al siglo XVIII en Europa, o al siglo XX en otras culturas, no tiene sentido. Se exponen a la vista del público objetos cuyo interés, cuya razón de ser residía exclusivamente en los procedimientos técnicos y mágicos -no existía separación alguna entre ambos procedimientos- que los habían alumbrado. Dichos objetos, por otra parte, solo eran dignos de ser reverenciados, protegidos, conservados, mientras presidieran determinados rituales que se organizaban alrededor suyo -o, mejor dicho, que exigían. Fuera de éstos, las obras no tenían interés, en el doble sentido de la frase: no tenían interés para la comunidad y, a la vez, el objeto dejaba de tener interés en hallarse presente en el centro de una comunidad y de protegerla. Los fetiches podían desaparecer.
Lo que se debería exponer, para entender la función, para apreciar las cualidades de los objeto, son intangibles: los gestos, las expresiones que los habían alumbrado -como, por ejemplo, exigieron los artistas conceptuales que no daban valor a los objetos sino a los procedimientos que habían desembocado en la producción de un objeto que solo era una parte, y no la más importante, de una "acción". Sin embargo, a diferencia de los rituales "antiguos", los gestos de los artistas conceptuales respondían a programas personales, y no a protocolos "inmemoriales" que debían ser respetados al pie de la letra.
La "fetichización" del objeto, hoy, revela, posiblemente, la necesidad de credos cuando éstos han dejado de ser de recibo; objetos a los que aferrarse para seguir creyendo, por ejemplo, en el sentido de la vida. Un triste sino.
¿Fetichización?
La idolatría a la que da lugar y se presta la obra de arte -y cualquier obra, artística, utilitaria o mágica-, hoy, no se corresponde en absoluto con el trato que el "fetiche" recibe o recibía en culturas antiguas -por ejemplo, en Europa, anteriormente al siglo XVIII- o "primitivas" (desde Mesopotamia, Egipto, Grecia, Iberia, Roma -por citar culturas antiguas cercanas- hasta culturas africanas de principios o mediados del siglo XX). El objeto, en sí, no tenía valor. No valía nada. O, mejor dicho, solo valía, solo tenía poder, si estaba inserto en un conjunto de actos rituales que le daban "sentido". Las estatuas debían fabricarse siguiendo determinados procedimientos, los artesanos debían respetar ciertas reglas de comportamiento, y los conjuros eran tan importantes como los gestos. Una estatua no era nada sin el rito final de la apertura de los ojos o de la boca que requería la presencia de un sacerdote quien, con un cuchillo que deslizaba sobre la superficie de la figura, la "animaba" a despertarse. A partir de entonces, la estatua -como cualquier objeto- requería constantes cuidados: debía ser lavada, vestida, alimentada, paseada, como cualquier ser vivo, como todo ser sobrenatural. El templo, la capilla, la hornacina o la caja -el arca de la alianza, por ejemplo- era su morada y nadie, salvo sacerdotes -a los que tanto se parecen quienes manipulan obras de arte hoy-, podía tocarlas ni estar incluso frente a ellas.
Dado que lo que contaba no era el objeto sino los procedimientos mágicos o religiosos gracias a los cuales se daba sentido a la creación -se la convertida en un ente capaz de influir en la vida de la comunidad en cuyo seno se insertaba, comunidad que creaba y organizaba-, una obra, un objeto podía ser sustituido por otro. De hecho, la vida de los objetos era limitada, no así la importancia y la fuerza de los rituales que les conferían vida. Por eso, de tanto en tanto, las obras eran reemplazadas. Las que eran destituidas no eran abandonadas a su suerte, sin embargo. Como todo difunto, merecían el mejor de los tratos en su traslado a otro mundo. Los objetos desposeídos, que habían perdido fuerza, lustre, sentido, eran recogidos cuidadosamente y enterrados con todos los honores -ya que, en cualquier momento, podían animarse de nuevo y tomar cumplida venganza de quienes no los habían respetado. De hecho, algunas efigies eran mutiladas a fin de evitar que cobraran vida y salieran de su encierro. Las obras que las sustituían no se diferenciaban para nada de las anteriores. Se creaban y se animaban siguiendo idénticos procedimientos. la novedad estaba proscrita. Los ritos exigían su debido cumplimiento para ser efectivos. Cualquier error, olvido o cambio conllevaba el rechazo de los poderes sobrenaturales que podían utilizar los fetiches o los objetos como armas arrojadizas que infectaban y disolvían una comunidad.
Es por eso que la exposición de obras anteriores al siglo XVIII en Europa, o al siglo XX en otras culturas, no tiene sentido. Se exponen a la vista del público objetos cuyo interés, cuya razón de ser residía exclusivamente en los procedimientos técnicos y mágicos -no existía separación alguna entre ambos procedimientos- que los habían alumbrado. Dichos objetos, por otra parte, solo eran dignos de ser reverenciados, protegidos, conservados, mientras presidieran determinados rituales que se organizaban alrededor suyo -o, mejor dicho, que exigían. Fuera de éstos, las obras no tenían interés, en el doble sentido de la frase: no tenían interés para la comunidad y, a la vez, el objeto dejaba de tener interés en hallarse presente en el centro de una comunidad y de protegerla. Los fetiches podían desaparecer.
Lo que se debería exponer, para entender la función, para apreciar las cualidades de los objeto, son intangibles: los gestos, las expresiones que los habían alumbrado -como, por ejemplo, exigieron los artistas conceptuales que no daban valor a los objetos sino a los procedimientos que habían desembocado en la producción de un objeto que solo era una parte, y no la más importante, de una "acción". Sin embargo, a diferencia de los rituales "antiguos", los gestos de los artistas conceptuales respondían a programas personales, y no a protocolos "inmemoriales" que debían ser respetados al pie de la letra.
La "fetichización" del objeto, hoy, revela, posiblemente, la necesidad de credos cuando éstos han dejado de ser de recibo; objetos a los que aferrarse para seguir creyendo, por ejemplo, en el sentido de la vida. Un triste sino.
lunes, 15 de mayo de 2017
Futuro de la Universidad
Mensaje recibido anteayer de un profesor universitario doctor, con un contrato de dos horas:
"Benvolguts companys:
Us escric per a dir-vos que he renunciat a seguir com a professor associat (...) Com sabeu, ser perpètuament associat no era el pla que tenia quan vaig entrar a l'universitat; menys quan he fet la tesi i estic acreditat. La precarietat i falta de futur a mitjà termini, no animen a seguir i malgrat el greu que em sap marxar, no he vist altra sortida.
En fi, han estat 7 anys..."
"Estimados colegas:
Os escribo para comunicaros que he renunciado a seguir como profesor asociado (...) Como sabéis, ser un asociado perpetuo no era el plan que tenía cuando entré en la universidad; y menos cuando he realizado la tesis doctoral y estoy acreditado. La precariedad y la falta de perspectivas en un futuro medio no me animan a seguir y pese a lo que mal que me sabe partir, no veo otra salida.
En fin, han estado siete años...."
cobrando ciento ochenta y tres euros brutos al mes.
"Benvolguts companys:
Us escric per a dir-vos que he renunciat a seguir com a professor associat (...) Com sabeu, ser perpètuament associat no era el pla que tenia quan vaig entrar a l'universitat; menys quan he fet la tesi i estic acreditat. La precarietat i falta de futur a mitjà termini, no animen a seguir i malgrat el greu que em sap marxar, no he vist altra sortida.
En fi, han estat 7 anys..."
"Estimados colegas:
Os escribo para comunicaros que he renunciado a seguir como profesor asociado (...) Como sabéis, ser un asociado perpetuo no era el plan que tenía cuando entré en la universidad; y menos cuando he realizado la tesis doctoral y estoy acreditado. La precariedad y la falta de perspectivas en un futuro medio no me animan a seguir y pese a lo que mal que me sabe partir, no veo otra salida.
En fin, han estado siete años...."
cobrando ciento ochenta y tres euros brutos al mes.
domingo, 14 de mayo de 2017
Eurovisión (mirando el pasado)
Una canción lenta, melódica, sosegada; una interpretación emotiva, "sentida" -al borde del amaneramiento-; un discreto acompañamiento musical; una puesta en escena sobria -y efectiva: el cantante en medio del público; un cantante de voz afinada y cuya presencia destacan ojos bien abiertos. La canción que que la televisión portuguesa presentaba a Eurovisión ha ganado, casi con el alivio, al parecer, de los comentaristas.
Canción buena, sin duda, y desmarcada del resto -tanto por su factura como por su interpretación.
¿Una gran canción?
Se inspira, lo reconocen la compositora y el cantante, de temas añejos de jazz y de bossa nova. Sigue unas pautas conocidas, y no desentona con canciones del pasado. ¿Las iguala?
Una canción, como toda obra de arte, está a caballo entre el pasado y el presente; actualiza el pasado; trae el pasado, lo vivifica, con formas del presente; lo hace presente. Este gesto, en parte violento -arranca una obra del pasado que para llegar al presente, necesita del vehículo de una nueva forma -que modifica el contenido-. Sin ésta, la obra del pasado que inspira, que se toma del modelo, no se anima. Pertenece al pasado, está íntimamente ligada a un tiempo pretérito. Expuesta tal cual, se asemeja a un organismo muerto. Una obra necesita siempre de una interpretación -de un artista, del público. Esta interpretación, inevitablemente, parte de experiencias presentes. No se puede ver el pasado con los ojos del pasado. Éstos están definitivamente cerrados.
La canción eurovisiva portuguesa remite directamente a modelos (a canciones) de otro tiempo. Este gesto, esta decisión, puede ser contemporánea: revelar la fragilidad del presente, su negación, una voluntario dar la espalda al presente, para buscar en el pasado consuelo o inspiración. La exposición del pasado es una crítica del presente. Pero esta crítica tiene que ejercitarse con las armas -las formas- del presente, precisamente para que el pasado se ancle en el presente y pueda juzgarlo o iluminarlo.
La canción portuguesa, por agradable -por notable- que sea (que lo es), quizá no lo logre -ni lo intente-. Caería, entonces, en una imitación o una parodia involuntaria, un intento de reanimar, sin el soplo del presente, unas formas extinguidas.
No se puede mirar al presente -ni menos al futuro- viendo solo al pasado. Esta actitud era la que los pueblos del próximo Oriente antiguo, mantenían con su pasado (mítico): avanzaban de espaldas. Miraban siempre al pasado. Éste les alentaba. Notaban con angustia cómo se alejaban de él, como lo acababan perdiendo. El futuro no existía. Solo representaba la degradación, el olvido del pasado, siempre memorable.
Quizá sea éste el sentido de la canción portuguesa.
Mas ¿tiene sentido?
...aunque no puedo evitar volver a escucharla. Play it again....
Canción buena, sin duda, y desmarcada del resto -tanto por su factura como por su interpretación.
¿Una gran canción?
Se inspira, lo reconocen la compositora y el cantante, de temas añejos de jazz y de bossa nova. Sigue unas pautas conocidas, y no desentona con canciones del pasado. ¿Las iguala?
Una canción, como toda obra de arte, está a caballo entre el pasado y el presente; actualiza el pasado; trae el pasado, lo vivifica, con formas del presente; lo hace presente. Este gesto, en parte violento -arranca una obra del pasado que para llegar al presente, necesita del vehículo de una nueva forma -que modifica el contenido-. Sin ésta, la obra del pasado que inspira, que se toma del modelo, no se anima. Pertenece al pasado, está íntimamente ligada a un tiempo pretérito. Expuesta tal cual, se asemeja a un organismo muerto. Una obra necesita siempre de una interpretación -de un artista, del público. Esta interpretación, inevitablemente, parte de experiencias presentes. No se puede ver el pasado con los ojos del pasado. Éstos están definitivamente cerrados.
La canción eurovisiva portuguesa remite directamente a modelos (a canciones) de otro tiempo. Este gesto, esta decisión, puede ser contemporánea: revelar la fragilidad del presente, su negación, una voluntario dar la espalda al presente, para buscar en el pasado consuelo o inspiración. La exposición del pasado es una crítica del presente. Pero esta crítica tiene que ejercitarse con las armas -las formas- del presente, precisamente para que el pasado se ancle en el presente y pueda juzgarlo o iluminarlo.
La canción portuguesa, por agradable -por notable- que sea (que lo es), quizá no lo logre -ni lo intente-. Caería, entonces, en una imitación o una parodia involuntaria, un intento de reanimar, sin el soplo del presente, unas formas extinguidas.
No se puede mirar al presente -ni menos al futuro- viendo solo al pasado. Esta actitud era la que los pueblos del próximo Oriente antiguo, mantenían con su pasado (mítico): avanzaban de espaldas. Miraban siempre al pasado. Éste les alentaba. Notaban con angustia cómo se alejaban de él, como lo acababan perdiendo. El futuro no existía. Solo representaba la degradación, el olvido del pasado, siempre memorable.
Quizá sea éste el sentido de la canción portuguesa.
Mas ¿tiene sentido?
...aunque no puedo evitar volver a escucharla. Play it again....
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