Journal from Sebastien Laudenbach on Vimeo.
Sobre este personal y premiado cineasta de animación francés, véase esta breve página web
domingo, 4 de junio de 2017
Original e imagen
El filósofo alemán Walter Benjamin escribió, en un corto ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (muy citado en textos de teoría del arte moderno), en años 30, que la capacidad de la fotografía de multiplicar imágenes disolvía el aura -la "magia", la singularidad, la personalidad- de las obras de arte, si bien este hecho no conllevaba el demérito de la fotografía sino su paradójica exaltación como un arte adecuado a los nuevos tiempos, y a las masas que sustituían a los "connaisseurs" de exclusivos y educados gustos.
El ensayo de Benjamin parte de dos postulados: existen artes mayores (pintura y escultura) y menores (fotografía). Benjamin no se planteaba que la fotografía pudiera ser un arte a parte entera, comprendiendo obras singulares -existentes en un solo ejemplar-; tampoco se detenía en el hecho que las "copias" fotográficas eran realizadas manualmente por el fotógrafo a partir de un negativo revelado también por éste y que, por tanto, cada fotografía podía ser única. Ni siquiera su comentario se aplicaría a la fotografía digital sobre la que el artista puede intervenir para "personalizarla". De todos modos, sí revela un peligro: la banalización de la imagen, de la que los fotógrafos, actualmente son conscientes y ante la cual reaccionan produciendo como máximo solo tres copias de una misma imagen; en algunos casos, solo existe una copia única, irrepetible, por otra parte, dado el trabajo de corrección a la que ha sido sometida antes de ser impresa.
Un segundo postulado en el que Benjamin se basaba era la singularidad de la obra de arte mayor. Sin embargo, esta concepción exaltada de una pintura o una escultura no se corresponde exactamente con la realidad de la producción artística. El pintor, antes del siglo XIX, trabajaba en un taller. No solía realizar, salvo excepciones -las Meninas, de Velázquez, sería una excepción, aunque no sabemos si esta obra era apreciada en su época o si era un trabajo menor-, pinturas únicas sino que ejecutaba, a menudo, varias copias. Éstas, ciertamente, podían presentar variaciones imperceptibles -de hecho éstas eran inevitables en un trabajo manual-, lo que convertía todas las "copias" en obras únicas, pero una "copia" podía tener más calidad que el "original" o primer ejemplar -como ocurre también en fotografía.
Existía, además, el lucrativo mercado de los grabados, sobre todo a partir del invento de la imprenta, que multiplicaba imágenes realizadas a partir de un cuadro. Estas imágenes o grabados podían ser todos idénticos, y el número de copias (que no se numeraban), aunque ciertamente inferior al que se logra con la reproducción fotográfica -en este caso ilimitado-, era muy elevado. Se trataba de obras menores, y así han sido consideradas durante siglos. Hoy, sin embargo, grabados , como los de Goya, son considerados superiores, pese a su multiplicación. a algunas pinturas suyas. Goya fue mucho más consecuente -la calidad más sostenida- en su producción gráfica (quizá porque fuera personal aunque respondía a necesidades económicas) que en su pintura.
Un grabado podía y puede tener más "encanto" que un cuadro.
Bien es cierto, sin embargo, que la reproducción de una obra por medios mecánicos -lo que implica, por otra parte una cierta falta de consideración de éstos en favor del trabajo de la mano, cuando la gran estatuaria de bronce, y la mayoría de las estatuillas de terracota eran y son obras que resultan del uso de moldes- evita el desplazamiento a un santuario, un camposanto o un museo para contemplar una obra, un itinerario casi espiritual, una procesión que concluye con un descubrimiento y, quizá, una revelación.
Pero ésta también, ocasionalmente, se produce cuando se abre un libro bien editado e ilustrado con reproducciones mecánicas. El libro queda quieto en nuestro regazo mientras permanecemos absortos.
Los años 30, cuando Benjamin redactó su célebre ensayo, vieron la publicación de revistas de arte de alta calidad como Documents, Cahiers d´Art, Minotaure, etc. -solo por citar revistas europeas; el fenómeno también se produjo en Norteamérica y en Sudamérica-. Dichas revistas, dirigidas a teóricos de las artes modernas, galerístas, coleccionistas y artistas modernos, incluían textos e imágenes de obras no solo modernas (Picasso, Matisse, Miró, etc.) sino también de obras de "etnografía" o "primitivas" y obras arqueológicas, no solo del mundo greco-latino, sino también egipcio, mesopotámico, cicládico, etrusco, etc.
Las fotografías, en blanco y negro, se centraban, habitualmente, en una sola obra, que aparecía destacada, aislada, en blanco y negro, fuertemente contrastada, emergiendo de un fondo oscuro, como una aparición, pero dotada de una corporeidad que no siempre se percibe -o existe- en la obra fotografiada.
Esas fotografías cumplieron un papel importante y curioso. Dotaron de "personalidad" o "aura" a obras arqueológicas a menudo poco apreciadas. Los artistas modernos -como Moore, Miró, Giacometti, Enst, Klee, etc.- no quedaron prendados de obras antiguas (que no hubieran podido contemplar, por otras parte, pues, en tanto que obras poco apreciadas., no se solían exponer en los museos sino tan solo almacenarlas en las reservas) sino de sus imágenes fotográficas.
Si, de pronto, las estatuas mesopotámicas empezaron a ser consideradas como obras de arte, en igualdad de condiciones con las estatuas greco-latinas, y renacentistas, fue gracias a la fotografía, que las dotó de una singularidad cuya existencia se negaba en la obra "real". Lejos de banalizar -aunque sí de divulgar- la obra única, las cuidadas reproducciones fotográficas, realizadas por maestros como Horacio Coppola -para la revista Cahiers d´Art- la "singularizaron. La fotografía no hizo desaparecer el aura de la obra original sino que convirtió a estatuas, a menudo poco distinguibles unas de otras, en obras únicas, dotadas de un resplandor que la fotografía, gracias el encuadre, la luz, el punto de vista, la exposición y la impresión, le concedía.
Es cierto que las reproducciones fotográficas ponían al alcance de cualquiera obras cuyo descubrimiento hubiera exigido un esfuerzo físico y una predisposición anímica de los que no siempre se dispone. Pero, también es cierto que estas esculturas eran invisibles, almacenadas en reservas no siempre bien equipadas, y que el encuentro revelador, si se hubiera llegado a producir, posiblemente no hubiera dado lugar al deslumbramiento -por el aura o la aureola de la obra en la fotografía- que la contemplación, súbita e inesperada, al abrir al azar una revista o un libro, de una fotografía produce.
Quizá fuera la fotografía la que concedió el aura a obras hasta entonces invisibles, incapaces de manifestarla, es decir, indiferentes a nuestra mirada.
El ensayo de Benjamin parte de dos postulados: existen artes mayores (pintura y escultura) y menores (fotografía). Benjamin no se planteaba que la fotografía pudiera ser un arte a parte entera, comprendiendo obras singulares -existentes en un solo ejemplar-; tampoco se detenía en el hecho que las "copias" fotográficas eran realizadas manualmente por el fotógrafo a partir de un negativo revelado también por éste y que, por tanto, cada fotografía podía ser única. Ni siquiera su comentario se aplicaría a la fotografía digital sobre la que el artista puede intervenir para "personalizarla". De todos modos, sí revela un peligro: la banalización de la imagen, de la que los fotógrafos, actualmente son conscientes y ante la cual reaccionan produciendo como máximo solo tres copias de una misma imagen; en algunos casos, solo existe una copia única, irrepetible, por otra parte, dado el trabajo de corrección a la que ha sido sometida antes de ser impresa.
Un segundo postulado en el que Benjamin se basaba era la singularidad de la obra de arte mayor. Sin embargo, esta concepción exaltada de una pintura o una escultura no se corresponde exactamente con la realidad de la producción artística. El pintor, antes del siglo XIX, trabajaba en un taller. No solía realizar, salvo excepciones -las Meninas, de Velázquez, sería una excepción, aunque no sabemos si esta obra era apreciada en su época o si era un trabajo menor-, pinturas únicas sino que ejecutaba, a menudo, varias copias. Éstas, ciertamente, podían presentar variaciones imperceptibles -de hecho éstas eran inevitables en un trabajo manual-, lo que convertía todas las "copias" en obras únicas, pero una "copia" podía tener más calidad que el "original" o primer ejemplar -como ocurre también en fotografía.
Existía, además, el lucrativo mercado de los grabados, sobre todo a partir del invento de la imprenta, que multiplicaba imágenes realizadas a partir de un cuadro. Estas imágenes o grabados podían ser todos idénticos, y el número de copias (que no se numeraban), aunque ciertamente inferior al que se logra con la reproducción fotográfica -en este caso ilimitado-, era muy elevado. Se trataba de obras menores, y así han sido consideradas durante siglos. Hoy, sin embargo, grabados , como los de Goya, son considerados superiores, pese a su multiplicación. a algunas pinturas suyas. Goya fue mucho más consecuente -la calidad más sostenida- en su producción gráfica (quizá porque fuera personal aunque respondía a necesidades económicas) que en su pintura.
Un grabado podía y puede tener más "encanto" que un cuadro.
Bien es cierto, sin embargo, que la reproducción de una obra por medios mecánicos -lo que implica, por otra parte una cierta falta de consideración de éstos en favor del trabajo de la mano, cuando la gran estatuaria de bronce, y la mayoría de las estatuillas de terracota eran y son obras que resultan del uso de moldes- evita el desplazamiento a un santuario, un camposanto o un museo para contemplar una obra, un itinerario casi espiritual, una procesión que concluye con un descubrimiento y, quizá, una revelación.
Pero ésta también, ocasionalmente, se produce cuando se abre un libro bien editado e ilustrado con reproducciones mecánicas. El libro queda quieto en nuestro regazo mientras permanecemos absortos.
Los años 30, cuando Benjamin redactó su célebre ensayo, vieron la publicación de revistas de arte de alta calidad como Documents, Cahiers d´Art, Minotaure, etc. -solo por citar revistas europeas; el fenómeno también se produjo en Norteamérica y en Sudamérica-. Dichas revistas, dirigidas a teóricos de las artes modernas, galerístas, coleccionistas y artistas modernos, incluían textos e imágenes de obras no solo modernas (Picasso, Matisse, Miró, etc.) sino también de obras de "etnografía" o "primitivas" y obras arqueológicas, no solo del mundo greco-latino, sino también egipcio, mesopotámico, cicládico, etrusco, etc.
Las fotografías, en blanco y negro, se centraban, habitualmente, en una sola obra, que aparecía destacada, aislada, en blanco y negro, fuertemente contrastada, emergiendo de un fondo oscuro, como una aparición, pero dotada de una corporeidad que no siempre se percibe -o existe- en la obra fotografiada.
Esas fotografías cumplieron un papel importante y curioso. Dotaron de "personalidad" o "aura" a obras arqueológicas a menudo poco apreciadas. Los artistas modernos -como Moore, Miró, Giacometti, Enst, Klee, etc.- no quedaron prendados de obras antiguas (que no hubieran podido contemplar, por otras parte, pues, en tanto que obras poco apreciadas., no se solían exponer en los museos sino tan solo almacenarlas en las reservas) sino de sus imágenes fotográficas.
Si, de pronto, las estatuas mesopotámicas empezaron a ser consideradas como obras de arte, en igualdad de condiciones con las estatuas greco-latinas, y renacentistas, fue gracias a la fotografía, que las dotó de una singularidad cuya existencia se negaba en la obra "real". Lejos de banalizar -aunque sí de divulgar- la obra única, las cuidadas reproducciones fotográficas, realizadas por maestros como Horacio Coppola -para la revista Cahiers d´Art- la "singularizaron. La fotografía no hizo desaparecer el aura de la obra original sino que convirtió a estatuas, a menudo poco distinguibles unas de otras, en obras únicas, dotadas de un resplandor que la fotografía, gracias el encuadre, la luz, el punto de vista, la exposición y la impresión, le concedía.
Es cierto que las reproducciones fotográficas ponían al alcance de cualquiera obras cuyo descubrimiento hubiera exigido un esfuerzo físico y una predisposición anímica de los que no siempre se dispone. Pero, también es cierto que estas esculturas eran invisibles, almacenadas en reservas no siempre bien equipadas, y que el encuentro revelador, si se hubiera llegado a producir, posiblemente no hubiera dado lugar al deslumbramiento -por el aura o la aureola de la obra en la fotografía- que la contemplación, súbita e inesperada, al abrir al azar una revista o un libro, de una fotografía produce.
Quizá fuera la fotografía la que concedió el aura a obras hasta entonces invisibles, incapaces de manifestarla, es decir, indiferentes a nuestra mirada.
sábado, 3 de junio de 2017
JÉRÔME COMBIER (1971) & PIERRE NOUVEL (1981): CAMPO SANTO, IMPURE HISTOIRE DE FANTÔMES (FRAGMENTO, 2016-2017)
CAMPO SANTO - Impure histoire de fantômes from ENSEMBLE CAIRN on Vimeo.
Una ciudad minera, hoy abandonada, en tierra de nada, entregada a las aves carroñeras: una isla lejana al norte de Noruega, cercana al polo, donde la Unión Soviética fundó la fantasmagórica Pyramiden, dotada de todos los equipamientos urbanos y culturales posibles, irremediablemente ruinas actualmente.
El espectáculo -una instalación sonora, un concierto acompañado de proyecciones- es obra del compositor francés de música electrónica en el IRCAM de París, Jérome Combier, y del vídeo-artista francés Pierre Nouvel.
INÈS VIDAL FARRÉ (1972): EL METGE I LA CAPSETA DE XOCOLATA (2016-2017)
La distribución es casi inexistente -el libro solo se encuentra en alguna librería de Barcelona, gracias a las buenas artes de la autora, y la página web de la editorial no indica ni siquiera un número de teléfono o una dirección electrónica para efectuar un pedido-, la portada es digna de una novela de rincón gran superficie o de quiosco de estación, la impresión tiene defectos, el ISBN está impreso en un papel encolado sobre la primera hoja, la caja de chocolate del título (que podría evocar a Hansel y Gretel) es un "macguffin" -un rasgo aparentemente importante pero que solo sirve para disimular lo que se cuenta de verdad- y el título juega (inteligentemente) a la confusión: quien se espere un cuento infantil o una novela rosa....
Y, sin embargo, El metge i la capseta de xocolata (Premio de Narrativa Ciudad de Ibiza 2016) escrita en un espléndido y alusivo mallorquín- es, sin duda, la mejor y más turbadora novela hispana del año.
La novela corta de Inès Vidal sigue las pautas de sus textos anteriores: relatos cortos basados -lejanamente- en cuentos populares: en cuentos no edulcorados, sino transcritos con la dureza, la sequedad, la belleza de los hermanos Grimm. Poblados de ogros que devoran a los niños, de madrastras que envenenan a sus hijastras, de padres que tienen que perder a sus hijos en los bosques porque no pueden mantenerlos, de lobos con la astucia de los zorros y la crueldad de los leones que rondan en los bosques donde los niños son abandonados y los pájaros no tienen piedad en borrar las trazas que permitirían salir del laberinto. Cuentos que reviven las tragedias griegas y los mitos orientales en los que madrastras no dudan en asesina a sus hijastros y a cocerlos para servirlos como manjares a los padres infieles de las criaturas.
La novela se construye mediante capítulos muy cortos. Todos están titulados. Son casi historias sueltas. Se suceden en un aparente desorden. Las historias no se cruzan al principio. No se atan cabos. No se atan nunca. La verdad -el fin de la historia, la razón del relato- se intuye; pero no se explica.
Inés Vidal tiene el don terrible de contar o desvelar atrocidades sin describirlas sino que, a través de alusiones, de palabras sueltas tan solo, dan pie a que sea el lector que descubra el horror. Éste no está en el texto, sino en la cabeza de aquél; quien, al darse cuenta de que es capaz de imaginar horrores que nunca hubiera creído imaginar -que nunca hubiera querido imaginar-, se espanta aún más, no del texto sino de sí mismo: el texto es un espejo mágico que revela facetas del lector que hubiera querido que permanecieran ocultas, o que, más difícilmente, no pensaba poseer. Los cuentos verdaderos, con personajes de fábula, son retratos de lo que somos, son lo que no querríamos ser, muestran que no querríamos ver.
El paisaje, el entorno (Pirineos, Barcelona, una Barcelona que solo antes Marsé en Si te dicen que caí..., Segarra en Vida privada y Pérez Andújar en Los príncipes valientes) están descrito con precisión y, sin duda, está tomado de la realidad, pero se muestran como un escenario arquetípico: la montaña, el valle, el prado, o el bosque; nunca sabremos porque los personajes se comportan de este modo; ni de donde sacan éstos determinadas fuerzas. La historia es inevitable. Parece movida por un destino aciago. Los acontecimientos son incomprensibles, inadmisibles; pero se suceden de manera implacable: no podría haber ocurrido otra historia -marcada, anunciada por un hecho del pasado, como en las tragedias griegas cuando un crimen de otro tiempo, lleva, por secretas e indestructibles vías. crimen tras crimen, la vida de un linaje hacía el vacío, como si -porque- los dioses quisieran vengarse de alguna afrenta desconocida u olvidada de los humanos, de manera lenta y sin final. Algunos personajes tienen la intuición de lo que ocurrirá -como el lector. Mas, al final, sabemos que lo que ha ocurrido tenía que ocurrir, y solo podía ocurrir de ese modo, sin que sepamos bien porqué ha ocurrido. Inès Vidal narra; no explica. Desvela historias ocultas; no las razona. No juzga a los personajes. No sabemos porqué son así, pero sí sabemos que no podrían ser de otra manera y que sus actos, horrísonos, injustificables, escapan a cualquier condena moral. No tienen explicación. Pero tienen que llevarse a cabo como acontecen.
La historia, una vez reconstruida, empieza, en verdad, cuando se cierra el libro. Es difícil no seguir evocando la historia preguntándose qué se torció, porqué ocurrió lo que cuenta, sabiendo que no es ficción: aunque no haya ocurrido, podría ocurrir. Ocurre en el libro, y lo que cuenta es más cierto, mas terriblemente cierto, que lo que cuenta la historia.
Inès Vidal es arquitecta. Proyecta y construye de día casas, que explora de noche -cuando todos duermen, menos los monstruos, si es que éstos no somos nosotros-, desvelando lo que los interiores encierran, lo que sabemos existe y que no queremos imaginarnos. O sí
Si solo se leyera un libro este año, éste es. antes de volver a -o de empezar- la lectura a su primera novela -el título es también ilusoriamente claro: Història del Llop (2005).
Homo homini lupus
Y, sin embargo, El metge i la capseta de xocolata (Premio de Narrativa Ciudad de Ibiza 2016) escrita en un espléndido y alusivo mallorquín- es, sin duda, la mejor y más turbadora novela hispana del año.
La novela corta de Inès Vidal sigue las pautas de sus textos anteriores: relatos cortos basados -lejanamente- en cuentos populares: en cuentos no edulcorados, sino transcritos con la dureza, la sequedad, la belleza de los hermanos Grimm. Poblados de ogros que devoran a los niños, de madrastras que envenenan a sus hijastras, de padres que tienen que perder a sus hijos en los bosques porque no pueden mantenerlos, de lobos con la astucia de los zorros y la crueldad de los leones que rondan en los bosques donde los niños son abandonados y los pájaros no tienen piedad en borrar las trazas que permitirían salir del laberinto. Cuentos que reviven las tragedias griegas y los mitos orientales en los que madrastras no dudan en asesina a sus hijastros y a cocerlos para servirlos como manjares a los padres infieles de las criaturas.
La novela se construye mediante capítulos muy cortos. Todos están titulados. Son casi historias sueltas. Se suceden en un aparente desorden. Las historias no se cruzan al principio. No se atan cabos. No se atan nunca. La verdad -el fin de la historia, la razón del relato- se intuye; pero no se explica.
Inés Vidal tiene el don terrible de contar o desvelar atrocidades sin describirlas sino que, a través de alusiones, de palabras sueltas tan solo, dan pie a que sea el lector que descubra el horror. Éste no está en el texto, sino en la cabeza de aquél; quien, al darse cuenta de que es capaz de imaginar horrores que nunca hubiera creído imaginar -que nunca hubiera querido imaginar-, se espanta aún más, no del texto sino de sí mismo: el texto es un espejo mágico que revela facetas del lector que hubiera querido que permanecieran ocultas, o que, más difícilmente, no pensaba poseer. Los cuentos verdaderos, con personajes de fábula, son retratos de lo que somos, son lo que no querríamos ser, muestran que no querríamos ver.
El paisaje, el entorno (Pirineos, Barcelona, una Barcelona que solo antes Marsé en Si te dicen que caí..., Segarra en Vida privada y Pérez Andújar en Los príncipes valientes) están descrito con precisión y, sin duda, está tomado de la realidad, pero se muestran como un escenario arquetípico: la montaña, el valle, el prado, o el bosque; nunca sabremos porque los personajes se comportan de este modo; ni de donde sacan éstos determinadas fuerzas. La historia es inevitable. Parece movida por un destino aciago. Los acontecimientos son incomprensibles, inadmisibles; pero se suceden de manera implacable: no podría haber ocurrido otra historia -marcada, anunciada por un hecho del pasado, como en las tragedias griegas cuando un crimen de otro tiempo, lleva, por secretas e indestructibles vías. crimen tras crimen, la vida de un linaje hacía el vacío, como si -porque- los dioses quisieran vengarse de alguna afrenta desconocida u olvidada de los humanos, de manera lenta y sin final. Algunos personajes tienen la intuición de lo que ocurrirá -como el lector. Mas, al final, sabemos que lo que ha ocurrido tenía que ocurrir, y solo podía ocurrir de ese modo, sin que sepamos bien porqué ha ocurrido. Inès Vidal narra; no explica. Desvela historias ocultas; no las razona. No juzga a los personajes. No sabemos porqué son así, pero sí sabemos que no podrían ser de otra manera y que sus actos, horrísonos, injustificables, escapan a cualquier condena moral. No tienen explicación. Pero tienen que llevarse a cabo como acontecen.
La historia, una vez reconstruida, empieza, en verdad, cuando se cierra el libro. Es difícil no seguir evocando la historia preguntándose qué se torció, porqué ocurrió lo que cuenta, sabiendo que no es ficción: aunque no haya ocurrido, podría ocurrir. Ocurre en el libro, y lo que cuenta es más cierto, mas terriblemente cierto, que lo que cuenta la historia.
Inès Vidal es arquitecta. Proyecta y construye de día casas, que explora de noche -cuando todos duermen, menos los monstruos, si es que éstos no somos nosotros-, desvelando lo que los interiores encierran, lo que sabemos existe y que no queremos imaginarnos. O sí
Si solo se leyera un libro este año, éste es. antes de volver a -o de empezar- la lectura a su primera novela -el título es también ilusoriamente claro: Història del Llop (2005).
Homo homini lupus
jueves, 1 de junio de 2017
KEN RUSSELL (1927-2011): GAUDÍ (1960)
Que el cineasta británico Ken Russell -hoy olvidado pese al escándalo que rodeó sus obras más conocidas-, quien empezó como documentalista en la BBC, director de delirantes películas como Mujeres enamoradas, Los demonios, o Tommy (basada en un doble LP de los Who), en los años 60 y 70, realizara un reportaje sobre Gaudí, entra dentro de cierta lógica.
Un excelente documental con una música desmesurada y apropiada.
FRANCESCO TRISTANO SCHLIMÉ (1980): BARCELONA TRIST (2012)
Sobre este excepcional pianista y compositor, clásico y contemporáneo 8especialista en Bach, Berio y Cage), de música "acústica" y electrónica, intérprete de obras propias y ajenas, luxemburgués instalado en Barcelona, véase su página web.
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