domingo, 4 de junio de 2017

Original e imagen

El filósofo alemán Walter Benjamin escribió, en un corto ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (muy citado en textos de teoría del arte moderno), en años 30, que la capacidad de la fotografía de multiplicar imágenes disolvía el aura -la "magia", la singularidad, la personalidad- de las obras de arte, si bien este hecho no conllevaba el demérito de la fotografía sino su paradójica exaltación como un arte adecuado a los nuevos tiempos, y a las masas que sustituían a los "connaisseurs" de exclusivos y educados gustos.

El ensayo de Benjamin parte de dos postulados: existen artes mayores (pintura y escultura) y menores (fotografía). Benjamin no se planteaba que la fotografía pudiera ser un arte a parte entera, comprendiendo obras singulares -existentes en un solo ejemplar-; tampoco se detenía en el hecho que las "copias" fotográficas eran realizadas manualmente por el fotógrafo a partir de un negativo revelado también por éste y que, por tanto, cada fotografía podía ser única. Ni siquiera su comentario se aplicaría a la fotografía digital sobre la que el artista puede intervenir para "personalizarla". De todos modos, sí revela un peligro: la banalización de la imagen, de la que los fotógrafos, actualmente son conscientes y ante la cual reaccionan produciendo como máximo solo tres copias de una misma imagen; en algunos casos, solo existe una copia única, irrepetible, por otra parte, dado el trabajo de corrección a la que ha sido sometida antes de ser impresa.

Un segundo postulado en el que Benjamin se basaba era la singularidad de la obra de arte mayor. Sin embargo, esta concepción exaltada de una pintura o una escultura no se corresponde exactamente con la realidad de la producción artística. El pintor, antes del siglo XIX, trabajaba en un taller. No solía realizar, salvo excepciones -las Meninas, de Velázquez, sería una excepción, aunque no sabemos si esta obra era apreciada en su época o si era un trabajo menor-, pinturas únicas sino que ejecutaba, a menudo, varias copias. Éstas, ciertamente, podían presentar variaciones imperceptibles -de hecho éstas eran inevitables en un trabajo manual-, lo que convertía todas las "copias" en obras únicas, pero una "copia" podía tener más calidad que el "original" o primer ejemplar -como ocurre también en fotografía.

Existía, además, el lucrativo mercado de los grabados, sobre todo a partir del invento de la imprenta, que multiplicaba imágenes realizadas a partir de un cuadro. Estas imágenes o grabados podían ser todos idénticos, y el número de copias (que no se numeraban), aunque ciertamente inferior al que se logra con la reproducción fotográfica -en este caso ilimitado-, era muy elevado. Se trataba de obras menores, y así han sido consideradas durante siglos. Hoy, sin embargo, grabados , como los de Goya, son considerados superiores, pese a su multiplicación. a algunas pinturas suyas. Goya fue mucho más consecuente -la calidad más sostenida- en su producción gráfica (quizá porque fuera personal aunque respondía a necesidades económicas) que en su pintura.
Un grabado podía y puede tener más "encanto" que un cuadro.
Bien es cierto, sin embargo, que la reproducción de una obra por medios mecánicos -lo que implica, por otra parte una cierta falta de consideración de éstos en favor del trabajo de la mano, cuando la gran estatuaria de bronce, y la mayoría de las estatuillas de terracota eran y son obras que resultan del uso de moldes- evita el desplazamiento a un santuario, un camposanto o un museo para contemplar una obra, un itinerario casi espiritual, una procesión que concluye con un descubrimiento y, quizá, una revelación.
Pero ésta también, ocasionalmente, se produce cuando se abre un libro bien editado e ilustrado con reproducciones mecánicas. El libro queda quieto en nuestro regazo mientras permanecemos absortos.

Los años 30, cuando Benjamin redactó su célebre ensayo, vieron la publicación de revistas de arte de alta calidad como Documents, Cahiers d´Art, Minotaure, etc. -solo por citar revistas europeas; el fenómeno también se produjo en Norteamérica y en Sudamérica-. Dichas revistas, dirigidas a teóricos de las artes modernas, galerístas, coleccionistas y artistas modernos, incluían textos e imágenes de obras no solo modernas (Picasso, Matisse, Miró, etc.) sino también de obras de "etnografía" o "primitivas" y obras arqueológicas, no solo del mundo greco-latino, sino también egipcio, mesopotámico, cicládico, etrusco, etc.
Las fotografías, en blanco y negro, se centraban, habitualmente, en una sola obra, que aparecía destacada, aislada, en blanco y negro, fuertemente contrastada, emergiendo de un fondo oscuro, como una aparición, pero dotada de una corporeidad que no siempre se percibe -o existe- en la obra fotografiada.
Esas fotografías cumplieron un papel importante y curioso. Dotaron de "personalidad" o "aura" a obras arqueológicas a menudo poco apreciadas. Los artistas modernos -como Moore, Miró, Giacometti, Enst, Klee, etc.- no quedaron prendados de obras antiguas (que no hubieran podido contemplar, por otras parte, pues, en tanto que obras poco apreciadas., no se solían exponer en los museos sino tan solo almacenarlas en las reservas) sino de sus imágenes fotográficas.
Si, de pronto, las estatuas mesopotámicas empezaron a ser consideradas como obras de arte, en igualdad de condiciones con las estatuas greco-latinas, y renacentistas, fue gracias a la fotografía, que las dotó de una singularidad cuya existencia se negaba en la obra "real". Lejos de banalizar -aunque sí de divulgar- la obra única, las cuidadas reproducciones fotográficas, realizadas por maestros como Horacio Coppola -para la revista Cahiers d´Art- la "singularizaron. La fotografía no hizo desaparecer el aura de la obra original sino que convirtió a estatuas, a menudo poco distinguibles unas de otras, en obras únicas, dotadas de un resplandor que la fotografía, gracias el encuadre, la luz, el punto de vista, la exposición y la impresión, le concedía.

Es cierto que las reproducciones fotográficas ponían al alcance de cualquiera obras cuyo descubrimiento hubiera exigido un esfuerzo físico y una predisposición anímica de los que no siempre se dispone. Pero, también es cierto que estas esculturas eran invisibles, almacenadas en reservas no siempre bien equipadas, y que el encuentro revelador, si se hubiera llegado a producir, posiblemente no hubiera dado lugar al deslumbramiento -por el aura o la aureola de la obra en la fotografía- que la contemplación, súbita e inesperada, al abrir al azar una revista o un libro, de una fotografía produce.

Quizá fuera la fotografía la que concedió el aura a obras hasta entonces invisibles, incapaces de manifestarla, es decir, indiferentes a nuestra mirada.

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