martes, 6 de junio de 2017
El tiempo y el juicio artístico (Sobre juan Batlle Planas, 1911-1966)
Juan Batlle Planas: "Collages", años 30 y principios de los 40
La próxima exposición antológica de la obra del artista argentino de origen catalán (nacido en Torroella de Montgrí y emigrado a Buenos Aires cuando tenía tres años) , Juan Batlle Planas, "padre" del Surrealismo en Argentina, en los años 30, que la Fundación Juan March prepara para sus sedes en Cuenca (Museo de Arte Abstracto) y en Palma en 2018, comprenderá la que son -o nos parecen- sin duda las mejores obras del artista: unos pequeños "collages", de los años 30 y 40, con la perfección de Max Ernst, singulares en el arte hispano ya que prácticamente Joan Miró y Nicolás de Lekuona -prematuramente fallecido- practicaron con éxito esa técnica que ponía en relación, sobre el plano, figuras que nunca habrían podido ni deberían encontrarse, pero que juntas, dibujan una historia imposible -y sugerente, que solo se puede contar, si se puede, a través del encuentro fortuito y forzado -pero armónico- de elementos y figuras dispares.
Los "collages" de Batlle Planas, de pequeñas dimensiones, se hallan entre las mejores obras hispanas del siglo XX.
La documentación de la exposición espera hallar abundante bibliografía sobre esas obras: artículos, ensayos, catálogos, referencias.
Sin embargo, pese a la profusión de escritos de críticos, historiadores y poetas de la época -y no de los menores, desde Borges a Rosa Chacel o Victoria Ocampo-, nadie, en los años treinta y cuarenta, los menciona. Parece incluso que no se expusieron. Ni una mención, ni una nota. Silencio absoluta, al menos tras el estudio efectuado.
Por el contrario, no faltan los textos laudatorios, las interpretaciones, y los poemas dedicadas a una figuras, comunes en la obra del artista, que las denominaba Noicas, y que resultaban ser figuras femeninas mitológicas, en las que lo humano y lo vegetal se unían, seres sobrenaturales o mitológicos semejantes a la ninfa Dafne, procedentes de otros tiempo; figuras solitarias,, de cuyos miembros brotaban ramas y hojas, que reverdecían la tierra. Las Noicas fueron un hito en aquellos años. Hoy...
¿Acaso juzgamos mejor hoy que ayer? Nuestro gusto, nuestro juicio es hijo de nuestro tiempo; y quizá la absurdidad de las inquietantes imágenes imposibles nos sean más cercanas, o nos acerquen más al mundo, que las esperanzadas figuras del renacer.
Quien sabe qué se apreciará de aquí a ochenta años.
La obra de arte la crea el artista, pero somos nosotros, los espectadores, quienes la dotamos de sentido, viendo en ellas lo que esperamos ver. La obra de arte no es un oráculo pues cuenta lo que tememos y esperamos, nace de la proyección de nuestros miedos y nuestros anhelos, cuenta lo que no nos atrevemos a contar. Y lo que se espera en el siglo XXI poco tiene que ver con la visión del mundo de Batlle Planas que gustaba. La grandeza del artista, sin embargo, fue su capacidad por anticiparse al juicio del futuro -un juicio que ni siquiera él quizá esperara-, y supo crear imágenes que parecerían explicar lo que nos ocurre. Y lo que vemos es fascinante -e inquietante. ¿Somos acaso, cuando nos proyectamos en las obras, esos autómatas que bogan sin saber dónde van?
Noicas
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Estética y teoría de las artes,
Modern Art
lunes, 5 de junio de 2017
ANGEL OLSEN (1987): WINDOWS (VENTANAS, 2014)
Sobre esta cantante norteamericana, triunfadora del último festival "Primavera Sound" de Barcelona, véase su página web
JO BAER (1929): IN THE LAND OF GIANTS (EN LA TIERRA DE LOS GIGANTES: ARTE Y ARQUEOLOGÍA, 2009-2015)
Fotos: Google Images y Tocho, Bienal del Museo Whitney, Nueva York
Las grandes exposiciones de arte contemporáneo (bienales, trienales, etc.), hoy, sorprenden con el "descubrimiento" de artistas -casi siempre mujeres-, mayores, olvidadas o nunca reconocidas y, sin embargo, con una obra espléndida.
La Bienal del Museo Whitney de Nueva York, este año, no ha fallado a este criterio. Entre instalaciones de realidad virtual -como se puede encontrar en cualquier feria o tienda de informática- y pintura naïf mediocre - sorprendentemente de vuelta-, la exposición destaca por la obra de una pintora norteamericana de ochenta y siete años, Jo Baer, en concreto con una serie pictórica reciente, dedicada a un yacimiento de la Edad de Bronce, consistente en secuencias de menhires, en Irlanda.
Los óleos, de grandes dimensiones, presentan, sobre un extenso fondo blanco uniforme -que la artista deja para que el espectador proyecte sus impresiones y reconstruya una historia incompleta-, fragmentos de distintas escenas, antiguas y modernas, a distintas escalas, pintadas como hacía tiempo se percibía tanta soterrada maestría: detalles del yacimiento junto con fragmentos extraídos de cuadros, como las Meninas de Velázquez, o de películas como Los pájaros de Hitchcock (protagonizadas por mujeres); vistas desde diversos ángulos (plantas y perspectivas del yacimiento); vistas superpuestas o desconectadas aunque misteriosamente relacionadas. Se establecen extrañas correspondencias. Algunas recuerdan -y seguramente se basan en- planimetrías celestiales, como si la artista construyera imágenes fragmentadas según procedimientos de la Edad de Bronce. ¿Qué son? ¿Mapas? ¿Qué significan? No se sabe, pero, curiosamente, éstas no parecen gratuitas. Se intuyen secretas afinidades, y un significado presente aunque no desvelado: un mensaje cifrado no caprichoso. Para la artista, "en medio de las ruinas", que la fragmentaria composición de las imágenes evoca, se halla el presente: nuestro tiempo ya está contenido en el tiempo de los inicios.
Jo Baer: Towards the Land of the Giants from Camden Arts Centre on Vimeo.
domingo, 4 de junio de 2017
SÉBASTIEN LAUDENBACH (1973): JOURNAL (DIARIO ÍNTIMO, 1998)
Journal from Sebastien Laudenbach on Vimeo.
Sobre este personal y premiado cineasta de animación francés, véase esta breve página web
Sobre este personal y premiado cineasta de animación francés, véase esta breve página web
Original e imagen
El filósofo alemán Walter Benjamin escribió, en un corto ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (muy citado en textos de teoría del arte moderno), en años 30, que la capacidad de la fotografía de multiplicar imágenes disolvía el aura -la "magia", la singularidad, la personalidad- de las obras de arte, si bien este hecho no conllevaba el demérito de la fotografía sino su paradójica exaltación como un arte adecuado a los nuevos tiempos, y a las masas que sustituían a los "connaisseurs" de exclusivos y educados gustos.
El ensayo de Benjamin parte de dos postulados: existen artes mayores (pintura y escultura) y menores (fotografía). Benjamin no se planteaba que la fotografía pudiera ser un arte a parte entera, comprendiendo obras singulares -existentes en un solo ejemplar-; tampoco se detenía en el hecho que las "copias" fotográficas eran realizadas manualmente por el fotógrafo a partir de un negativo revelado también por éste y que, por tanto, cada fotografía podía ser única. Ni siquiera su comentario se aplicaría a la fotografía digital sobre la que el artista puede intervenir para "personalizarla". De todos modos, sí revela un peligro: la banalización de la imagen, de la que los fotógrafos, actualmente son conscientes y ante la cual reaccionan produciendo como máximo solo tres copias de una misma imagen; en algunos casos, solo existe una copia única, irrepetible, por otra parte, dado el trabajo de corrección a la que ha sido sometida antes de ser impresa.
Un segundo postulado en el que Benjamin se basaba era la singularidad de la obra de arte mayor. Sin embargo, esta concepción exaltada de una pintura o una escultura no se corresponde exactamente con la realidad de la producción artística. El pintor, antes del siglo XIX, trabajaba en un taller. No solía realizar, salvo excepciones -las Meninas, de Velázquez, sería una excepción, aunque no sabemos si esta obra era apreciada en su época o si era un trabajo menor-, pinturas únicas sino que ejecutaba, a menudo, varias copias. Éstas, ciertamente, podían presentar variaciones imperceptibles -de hecho éstas eran inevitables en un trabajo manual-, lo que convertía todas las "copias" en obras únicas, pero una "copia" podía tener más calidad que el "original" o primer ejemplar -como ocurre también en fotografía.
Existía, además, el lucrativo mercado de los grabados, sobre todo a partir del invento de la imprenta, que multiplicaba imágenes realizadas a partir de un cuadro. Estas imágenes o grabados podían ser todos idénticos, y el número de copias (que no se numeraban), aunque ciertamente inferior al que se logra con la reproducción fotográfica -en este caso ilimitado-, era muy elevado. Se trataba de obras menores, y así han sido consideradas durante siglos. Hoy, sin embargo, grabados , como los de Goya, son considerados superiores, pese a su multiplicación. a algunas pinturas suyas. Goya fue mucho más consecuente -la calidad más sostenida- en su producción gráfica (quizá porque fuera personal aunque respondía a necesidades económicas) que en su pintura.
Un grabado podía y puede tener más "encanto" que un cuadro.
Bien es cierto, sin embargo, que la reproducción de una obra por medios mecánicos -lo que implica, por otra parte una cierta falta de consideración de éstos en favor del trabajo de la mano, cuando la gran estatuaria de bronce, y la mayoría de las estatuillas de terracota eran y son obras que resultan del uso de moldes- evita el desplazamiento a un santuario, un camposanto o un museo para contemplar una obra, un itinerario casi espiritual, una procesión que concluye con un descubrimiento y, quizá, una revelación.
Pero ésta también, ocasionalmente, se produce cuando se abre un libro bien editado e ilustrado con reproducciones mecánicas. El libro queda quieto en nuestro regazo mientras permanecemos absortos.
Los años 30, cuando Benjamin redactó su célebre ensayo, vieron la publicación de revistas de arte de alta calidad como Documents, Cahiers d´Art, Minotaure, etc. -solo por citar revistas europeas; el fenómeno también se produjo en Norteamérica y en Sudamérica-. Dichas revistas, dirigidas a teóricos de las artes modernas, galerístas, coleccionistas y artistas modernos, incluían textos e imágenes de obras no solo modernas (Picasso, Matisse, Miró, etc.) sino también de obras de "etnografía" o "primitivas" y obras arqueológicas, no solo del mundo greco-latino, sino también egipcio, mesopotámico, cicládico, etrusco, etc.
Las fotografías, en blanco y negro, se centraban, habitualmente, en una sola obra, que aparecía destacada, aislada, en blanco y negro, fuertemente contrastada, emergiendo de un fondo oscuro, como una aparición, pero dotada de una corporeidad que no siempre se percibe -o existe- en la obra fotografiada.
Esas fotografías cumplieron un papel importante y curioso. Dotaron de "personalidad" o "aura" a obras arqueológicas a menudo poco apreciadas. Los artistas modernos -como Moore, Miró, Giacometti, Enst, Klee, etc.- no quedaron prendados de obras antiguas (que no hubieran podido contemplar, por otras parte, pues, en tanto que obras poco apreciadas., no se solían exponer en los museos sino tan solo almacenarlas en las reservas) sino de sus imágenes fotográficas.
Si, de pronto, las estatuas mesopotámicas empezaron a ser consideradas como obras de arte, en igualdad de condiciones con las estatuas greco-latinas, y renacentistas, fue gracias a la fotografía, que las dotó de una singularidad cuya existencia se negaba en la obra "real". Lejos de banalizar -aunque sí de divulgar- la obra única, las cuidadas reproducciones fotográficas, realizadas por maestros como Horacio Coppola -para la revista Cahiers d´Art- la "singularizaron. La fotografía no hizo desaparecer el aura de la obra original sino que convirtió a estatuas, a menudo poco distinguibles unas de otras, en obras únicas, dotadas de un resplandor que la fotografía, gracias el encuadre, la luz, el punto de vista, la exposición y la impresión, le concedía.
Es cierto que las reproducciones fotográficas ponían al alcance de cualquiera obras cuyo descubrimiento hubiera exigido un esfuerzo físico y una predisposición anímica de los que no siempre se dispone. Pero, también es cierto que estas esculturas eran invisibles, almacenadas en reservas no siempre bien equipadas, y que el encuentro revelador, si se hubiera llegado a producir, posiblemente no hubiera dado lugar al deslumbramiento -por el aura o la aureola de la obra en la fotografía- que la contemplación, súbita e inesperada, al abrir al azar una revista o un libro, de una fotografía produce.
Quizá fuera la fotografía la que concedió el aura a obras hasta entonces invisibles, incapaces de manifestarla, es decir, indiferentes a nuestra mirada.
El ensayo de Benjamin parte de dos postulados: existen artes mayores (pintura y escultura) y menores (fotografía). Benjamin no se planteaba que la fotografía pudiera ser un arte a parte entera, comprendiendo obras singulares -existentes en un solo ejemplar-; tampoco se detenía en el hecho que las "copias" fotográficas eran realizadas manualmente por el fotógrafo a partir de un negativo revelado también por éste y que, por tanto, cada fotografía podía ser única. Ni siquiera su comentario se aplicaría a la fotografía digital sobre la que el artista puede intervenir para "personalizarla". De todos modos, sí revela un peligro: la banalización de la imagen, de la que los fotógrafos, actualmente son conscientes y ante la cual reaccionan produciendo como máximo solo tres copias de una misma imagen; en algunos casos, solo existe una copia única, irrepetible, por otra parte, dado el trabajo de corrección a la que ha sido sometida antes de ser impresa.
Un segundo postulado en el que Benjamin se basaba era la singularidad de la obra de arte mayor. Sin embargo, esta concepción exaltada de una pintura o una escultura no se corresponde exactamente con la realidad de la producción artística. El pintor, antes del siglo XIX, trabajaba en un taller. No solía realizar, salvo excepciones -las Meninas, de Velázquez, sería una excepción, aunque no sabemos si esta obra era apreciada en su época o si era un trabajo menor-, pinturas únicas sino que ejecutaba, a menudo, varias copias. Éstas, ciertamente, podían presentar variaciones imperceptibles -de hecho éstas eran inevitables en un trabajo manual-, lo que convertía todas las "copias" en obras únicas, pero una "copia" podía tener más calidad que el "original" o primer ejemplar -como ocurre también en fotografía.
Existía, además, el lucrativo mercado de los grabados, sobre todo a partir del invento de la imprenta, que multiplicaba imágenes realizadas a partir de un cuadro. Estas imágenes o grabados podían ser todos idénticos, y el número de copias (que no se numeraban), aunque ciertamente inferior al que se logra con la reproducción fotográfica -en este caso ilimitado-, era muy elevado. Se trataba de obras menores, y así han sido consideradas durante siglos. Hoy, sin embargo, grabados , como los de Goya, son considerados superiores, pese a su multiplicación. a algunas pinturas suyas. Goya fue mucho más consecuente -la calidad más sostenida- en su producción gráfica (quizá porque fuera personal aunque respondía a necesidades económicas) que en su pintura.
Un grabado podía y puede tener más "encanto" que un cuadro.
Bien es cierto, sin embargo, que la reproducción de una obra por medios mecánicos -lo que implica, por otra parte una cierta falta de consideración de éstos en favor del trabajo de la mano, cuando la gran estatuaria de bronce, y la mayoría de las estatuillas de terracota eran y son obras que resultan del uso de moldes- evita el desplazamiento a un santuario, un camposanto o un museo para contemplar una obra, un itinerario casi espiritual, una procesión que concluye con un descubrimiento y, quizá, una revelación.
Pero ésta también, ocasionalmente, se produce cuando se abre un libro bien editado e ilustrado con reproducciones mecánicas. El libro queda quieto en nuestro regazo mientras permanecemos absortos.
Los años 30, cuando Benjamin redactó su célebre ensayo, vieron la publicación de revistas de arte de alta calidad como Documents, Cahiers d´Art, Minotaure, etc. -solo por citar revistas europeas; el fenómeno también se produjo en Norteamérica y en Sudamérica-. Dichas revistas, dirigidas a teóricos de las artes modernas, galerístas, coleccionistas y artistas modernos, incluían textos e imágenes de obras no solo modernas (Picasso, Matisse, Miró, etc.) sino también de obras de "etnografía" o "primitivas" y obras arqueológicas, no solo del mundo greco-latino, sino también egipcio, mesopotámico, cicládico, etrusco, etc.
Las fotografías, en blanco y negro, se centraban, habitualmente, en una sola obra, que aparecía destacada, aislada, en blanco y negro, fuertemente contrastada, emergiendo de un fondo oscuro, como una aparición, pero dotada de una corporeidad que no siempre se percibe -o existe- en la obra fotografiada.
Esas fotografías cumplieron un papel importante y curioso. Dotaron de "personalidad" o "aura" a obras arqueológicas a menudo poco apreciadas. Los artistas modernos -como Moore, Miró, Giacometti, Enst, Klee, etc.- no quedaron prendados de obras antiguas (que no hubieran podido contemplar, por otras parte, pues, en tanto que obras poco apreciadas., no se solían exponer en los museos sino tan solo almacenarlas en las reservas) sino de sus imágenes fotográficas.
Si, de pronto, las estatuas mesopotámicas empezaron a ser consideradas como obras de arte, en igualdad de condiciones con las estatuas greco-latinas, y renacentistas, fue gracias a la fotografía, que las dotó de una singularidad cuya existencia se negaba en la obra "real". Lejos de banalizar -aunque sí de divulgar- la obra única, las cuidadas reproducciones fotográficas, realizadas por maestros como Horacio Coppola -para la revista Cahiers d´Art- la "singularizaron. La fotografía no hizo desaparecer el aura de la obra original sino que convirtió a estatuas, a menudo poco distinguibles unas de otras, en obras únicas, dotadas de un resplandor que la fotografía, gracias el encuadre, la luz, el punto de vista, la exposición y la impresión, le concedía.
Es cierto que las reproducciones fotográficas ponían al alcance de cualquiera obras cuyo descubrimiento hubiera exigido un esfuerzo físico y una predisposición anímica de los que no siempre se dispone. Pero, también es cierto que estas esculturas eran invisibles, almacenadas en reservas no siempre bien equipadas, y que el encuentro revelador, si se hubiera llegado a producir, posiblemente no hubiera dado lugar al deslumbramiento -por el aura o la aureola de la obra en la fotografía- que la contemplación, súbita e inesperada, al abrir al azar una revista o un libro, de una fotografía produce.
Quizá fuera la fotografía la que concedió el aura a obras hasta entonces invisibles, incapaces de manifestarla, es decir, indiferentes a nuestra mirada.
sábado, 3 de junio de 2017
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