El adjetivo privado, aplicado al espacio, lo califica de tal modo que el espacio se convierte en un lugar en el que solo tienen cabida quienes lo poseen. De este modo, el espacio privado aparece como una propiedad, en la que se puede acceder, incluso pernoctar, pero en calidad de invitado, y siempre de manera temporal. Se requiere una autorización para recorrerlo y estar, un tiempo, en él. El espacio privado "representa" a quien o quienes lo poseen. Se trata de una extensión de los dueños; una muestra del dominio sobre el espacio, de la capacidad de imponerse a él y de controlarlo. El espacio privado resulta de la imposición de una fuerza, manifiesta o exterioriza a ésta. En el interior pueden regir reglas -de comportamiento, de uso del espacio- distintas de las que imperan en los espacios públicos sobre las que nadie, salvo una colectividad, puede ejercer ningún poder.
El arquitecto y filósofo Pau Pedragosa (Profesor de Teoría en la Escuela de Arquitectura de Barcelona), citando a Hannah Arendt, comentaba ayer que la noción de lo privado, que modernamente expresa la posesión de un bien preciado y, por tanto, se define de manera positiva, como una ganancia, antiguamente tenía un significado muy distinto, y que éste quizá aún resuene en esta noción, dotándola de matices no siempre evidentes.
Privado es un término que viene del latín. Todas las palabras de la familia del verbo privare destacan por un rasgo: señalan la ausencia, la privación -y no la privacidad. Privus, en latín, significa aislado, casi encerrado. El espacio privado aparece más como una cárcel que como una expansión -y protección- del yo. Privus también se traduce por denudado: señala, no lo que se posee, sino lo que falta, de lo que se carece. Lo privado sería lo que no poseemos. Señalaría un mal -algo necesario para la vida y que sin embargo no tenemos- más que un bien (una posesión).
Un bien privado es un privilegio. Los privilegios, hoy, son gracias que nos benefician -es decir, que nos permiten obtener y atesorar bienes (de los que privamos a los demás). Sin embargo, etimológicamente, privilegium, significa ley (lex) de privación. Se trata de una ley gracias a la cual se puede despojar de bienes adquiridos ilegalmente. Es una ley contra la propiedad privada.
Lo privado, en Roma, evoca lo que nos falta: el contacto con el otro. El espacio privado es un espacio de encierro -y no de encuentro, donde se puede invitar y recibir a los demás- que daña, precisamente, por la falta de apertura. Aprisiona, no protege. Un espacio privado, comenta Pedragosa, es un espacio privado de los demás. Lo privado no era una muestra de riqueza y poder, sino de pobreza y de miedo. Sería la incapacidad de abrirse, de mirar a los demás, de mirarse en ellos.
Dedicado a Pau Pedragosa
viernes, 23 de junio de 2017
jueves, 22 de junio de 2017
SASHA PIRKER (1969): JOHN LAUTNER, THE DESERT HOT SPRING MOTEL (2007)
John Lautner, The Desert Hot Springs Motel from Sasha Pirker on Vimeo.
La visión de este vídeo en Vimeo es legal. Se tiene que "clicar" en la franja azul que indica "Ver en Vimeo"
Sasha Pirker es una videoartista y cineasta austríaca, conocida por sus filmaciones dedicadas a mostrar espacios construidos por arquitectos del siglo XX. Se considera sus obras -extrañas, a veces incomprensibles, con puntos de vista inesperados y desconcertantes, y sin embargo fascinantes- como uno de los análisis más pertinentes de la arquitectura moderna.
Este conocido y premiado vídeo, dedicado a un modesto motel en el desierto, obra de uno de los discípulos predilectos de Frank Lloyd Wright, John Lautner, autor de varias obras en los desiertos del sur de los Estados Unidos, narra, en primera persona, la historia de la relación de Steven Lowe, escritor ayudante de William Burroughs, y este motel, ya existente y abandonado, que Lowe adquirío y restauró trabajosamente hasta convertirlo en una obra de los años cincuenta, tal como estaba cuando fue inaugurado, para dedicarlo a la memoria de Burroughs.
Sus explicaciones se contraponen -esclarecen, confunden- con las imágenes que recorren el edificio y van desvelando sus espacios. El edificio se "cuenta" -o se construye tres veces, por el arquitecto, el propietario, y la cineasta, que aúna los recuerdos del propietario con la realidad presente del edificio.
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Sasha Pirker es una videoartista y cineasta austríaca, conocida por sus filmaciones dedicadas a mostrar espacios construidos por arquitectos del siglo XX. Se considera sus obras -extrañas, a veces incomprensibles, con puntos de vista inesperados y desconcertantes, y sin embargo fascinantes- como uno de los análisis más pertinentes de la arquitectura moderna.
Este conocido y premiado vídeo, dedicado a un modesto motel en el desierto, obra de uno de los discípulos predilectos de Frank Lloyd Wright, John Lautner, autor de varias obras en los desiertos del sur de los Estados Unidos, narra, en primera persona, la historia de la relación de Steven Lowe, escritor ayudante de William Burroughs, y este motel, ya existente y abandonado, que Lowe adquirío y restauró trabajosamente hasta convertirlo en una obra de los años cincuenta, tal como estaba cuando fue inaugurado, para dedicarlo a la memoria de Burroughs.
Sus explicaciones se contraponen -esclarecen, confunden- con las imágenes que recorren el edificio y van desvelando sus espacios. El edificio se "cuenta" -o se construye tres veces, por el arquitecto, el propietario, y la cineasta, que aúna los recuerdos del propietario con la realidad presente del edificio.
miércoles, 21 de junio de 2017
IBRAHIM MAALOUF (1980): BEIRUT (2011)
Sobre este trompetista y pianista libanés, véase la siguiente página web.
Canción recomendada por Tiziano Schürch (estudiante de último curso de arquitectura en Zurich, co-autor del diseño del las exposiciones dedicadas a Juan Batlle Planas (Museo de Arte Abstracto, Cuenca, marzo-octubre de 2018 & Museo Fundación March, Palma de Mallorca, noviembre de 2018-febrero de 2019), y Habitar el Mediterráneo (IVAM, Valencia, noviembre de 2018-abril de 2019)
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Fosa (arte y memoria)
Las primeras fosas comunes -en las que yacen ejecutados- de la Guerra Civil se empiezan a excavar y explorar.
En una reciente reunión en la Universidad, sin embargo, nietos de desaparecidos (ejecutados no se sabe siempre dónde) -de ambos bandos-, comentaban con resquemor y muchas dudas, estos primeros trabajos.
¿Qué sería la memoria?
Ningún difunto podía quedar insepulto en la Grecia antigua. Las razones no eran sanitarias. Un muerto sin un espacio dónde recogerse se convertía en un fantasma que rondaba los cementerios, molestando a los vivos reclamándoles una sepultura. Éste era necesaria: se trataba de un espacio mediador entre la tierra y el Hades. Sin éste, las almas no encontraban el camino de su ultimo destino, y quedaban, como almas en pena, entre dos mundos. Ya no habitaban entre los seres vivos pero aun no compartía la vida ultraterrena con los muertos.
La muerte en campos de batalla, y sobre todo en naufragios, las ejecuciones sumarias, impedían encontrar los cuerpos. Pero las almas, desprendidas del cuerpo, no desaparecían. Seguían rondando, y reclamaban el levantamiento de un monumento funerario el cual, hincado en la tierra, les serviría de viático hacia el Hades. Entonces, los muertos, incluso los ejecutados, podían reposar en paz.
Los griegos elevaban monumentos funerarios. Éstos -salvo a finales de la edad clásica, cuando los monumentos se volvieron ostentosos y los poderes públicos tuvieron que intervenir para regular su presencia- eran modestos, muy alejados de la desmesura egipcia o de los túmulos anatólicos o persas. Los monumentos funerarios consistían en una estela erigida en el lugar donde el difunto había caído o había sido visto por última vez en vida, o había sido enterrado. El monolito tallado y esculpido en piedra o en mármol, a menudo de la misma altura que un niño, comprendía un relieve y un texto recordatorio que advertía al paseante de la pasada existencia del difunto. La estela funeraria era un verdadero monumento: rememoraba la vida de un ser (memento significa recordar). Éste permanecía en la memoria de los vivos gracias a este signo que suplía la desaparición física de la persona representada. En ocasiones, ésta no se hallaba enterrada bajo la estela. Sus restos habían desaparecido. Se hallaban, posiblemente, en fosas comunes, o en el fondo del mar. Pero la estela funeraria ayudaba a los vivos a seguir recordando, como si aún estuvieran vivos, a los difuntos. No solo los honraban, sino que les hacían un sitio en la comunidad; y la piedra de la estela -o de la estatua funeraria-, por un lado, les ayudaba a seguir formando parte del cuerpo de los ciudadanos, expresando, sin embargo, a través de la dureza y frialdad de la piedra, su tan distinta condición: ya no formaban parte del mundo de los mortales.
No es extraño hallar tumbas en excavaciones arqueológicas en el Próximo Oriente. Se trata, a menudo, de olvidados enterramientos islámicos, pero también anteriores. Los habitantes de los pueblos vecinos se niegan a que los restos se recojan. Solo se pueden estudiar huesos sueltos. Un cadáver no es una persona. Y los vivos quieren recordar a los que consideran suyos, incluso cuando median milenios, como si fueran seres aún vivos. Por eso, de nuevo, una simple estela anicónica, un escueto monolito ayuda a recordar que una vez hubo una persona allí, muerta o ejecutada, pero aun viva, más allá de la muerte, precisamente porque el monolito ayuda a recordar, no a un cadáver, sino a un ser que vive o revive en el recuerdo.
El profeta Ezequiel cuenta una la las escenas más sobrecogedoras del Antiguo Testamento. Yahvé se dirigió en espíritu al profeta, lo llevó a una vega cubierta de despojos, e hizo salir a los muertos de la tierra. Ésta se cubrió de huesos resecados. Los huesos se juntaron. Los nervios, los músculos crecieron y un inmenso ejército de muertos vivientes se alzó. Pero no eran humanos. Les faltaba el espíritu. Yahvé invitó a Ezequiel a infundirlo a esos asesinados, Porque los huesos no eran nada; no evocaban nada; solo la palabra, enunciada o escrita, podía devolver la vida a los muertos y hacerlos presentes entre nosotros.
La tierra es el lugar de los muertos -los vivos viven sobre la tierra, en la memoria, y en las imágenes: el arte es el medio que lucha contra el olvido porque es capaz de mantener vivo el recuerdo de un ser vivo: una palabra, una melodía, un gesto, una imagen son suficientes para hacerlos revivir -o para mantenerlos en vivo; y lo que las imágenes evocan no son huesos. Los huesos solo evocan a muertos. Y los muertos no comparten nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras desesperanzas. Bajo los muertos se hallan más muertos. La tierra está compuesta por capas de muertos; muertos de muerte natural, muertes voluntarias y forzadas, aceptadas e impuestas; muertes que la vida, la pena y la mano del hombre causan. Cuando se excava solo se encuentran muertos. También se encuentran vivos: lo que ocurre cuando se desentierran monumentos.
Los monumentos, por sencillos que sean, sí nos ponen en contacto con quienes han desaparecido, y la memoria, o la imaginacíón, los percibe; los percibe como seres vivos.
Los huesos no son nadie.
En una reciente reunión en la Universidad, sin embargo, nietos de desaparecidos (ejecutados no se sabe siempre dónde) -de ambos bandos-, comentaban con resquemor y muchas dudas, estos primeros trabajos.
¿Qué sería la memoria?
Ningún difunto podía quedar insepulto en la Grecia antigua. Las razones no eran sanitarias. Un muerto sin un espacio dónde recogerse se convertía en un fantasma que rondaba los cementerios, molestando a los vivos reclamándoles una sepultura. Éste era necesaria: se trataba de un espacio mediador entre la tierra y el Hades. Sin éste, las almas no encontraban el camino de su ultimo destino, y quedaban, como almas en pena, entre dos mundos. Ya no habitaban entre los seres vivos pero aun no compartía la vida ultraterrena con los muertos.
La muerte en campos de batalla, y sobre todo en naufragios, las ejecuciones sumarias, impedían encontrar los cuerpos. Pero las almas, desprendidas del cuerpo, no desaparecían. Seguían rondando, y reclamaban el levantamiento de un monumento funerario el cual, hincado en la tierra, les serviría de viático hacia el Hades. Entonces, los muertos, incluso los ejecutados, podían reposar en paz.
Los griegos elevaban monumentos funerarios. Éstos -salvo a finales de la edad clásica, cuando los monumentos se volvieron ostentosos y los poderes públicos tuvieron que intervenir para regular su presencia- eran modestos, muy alejados de la desmesura egipcia o de los túmulos anatólicos o persas. Los monumentos funerarios consistían en una estela erigida en el lugar donde el difunto había caído o había sido visto por última vez en vida, o había sido enterrado. El monolito tallado y esculpido en piedra o en mármol, a menudo de la misma altura que un niño, comprendía un relieve y un texto recordatorio que advertía al paseante de la pasada existencia del difunto. La estela funeraria era un verdadero monumento: rememoraba la vida de un ser (memento significa recordar). Éste permanecía en la memoria de los vivos gracias a este signo que suplía la desaparición física de la persona representada. En ocasiones, ésta no se hallaba enterrada bajo la estela. Sus restos habían desaparecido. Se hallaban, posiblemente, en fosas comunes, o en el fondo del mar. Pero la estela funeraria ayudaba a los vivos a seguir recordando, como si aún estuvieran vivos, a los difuntos. No solo los honraban, sino que les hacían un sitio en la comunidad; y la piedra de la estela -o de la estatua funeraria-, por un lado, les ayudaba a seguir formando parte del cuerpo de los ciudadanos, expresando, sin embargo, a través de la dureza y frialdad de la piedra, su tan distinta condición: ya no formaban parte del mundo de los mortales.
No es extraño hallar tumbas en excavaciones arqueológicas en el Próximo Oriente. Se trata, a menudo, de olvidados enterramientos islámicos, pero también anteriores. Los habitantes de los pueblos vecinos se niegan a que los restos se recojan. Solo se pueden estudiar huesos sueltos. Un cadáver no es una persona. Y los vivos quieren recordar a los que consideran suyos, incluso cuando median milenios, como si fueran seres aún vivos. Por eso, de nuevo, una simple estela anicónica, un escueto monolito ayuda a recordar que una vez hubo una persona allí, muerta o ejecutada, pero aun viva, más allá de la muerte, precisamente porque el monolito ayuda a recordar, no a un cadáver, sino a un ser que vive o revive en el recuerdo.
El profeta Ezequiel cuenta una la las escenas más sobrecogedoras del Antiguo Testamento. Yahvé se dirigió en espíritu al profeta, lo llevó a una vega cubierta de despojos, e hizo salir a los muertos de la tierra. Ésta se cubrió de huesos resecados. Los huesos se juntaron. Los nervios, los músculos crecieron y un inmenso ejército de muertos vivientes se alzó. Pero no eran humanos. Les faltaba el espíritu. Yahvé invitó a Ezequiel a infundirlo a esos asesinados, Porque los huesos no eran nada; no evocaban nada; solo la palabra, enunciada o escrita, podía devolver la vida a los muertos y hacerlos presentes entre nosotros.
La tierra es el lugar de los muertos -los vivos viven sobre la tierra, en la memoria, y en las imágenes: el arte es el medio que lucha contra el olvido porque es capaz de mantener vivo el recuerdo de un ser vivo: una palabra, una melodía, un gesto, una imagen son suficientes para hacerlos revivir -o para mantenerlos en vivo; y lo que las imágenes evocan no son huesos. Los huesos solo evocan a muertos. Y los muertos no comparten nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras desesperanzas. Bajo los muertos se hallan más muertos. La tierra está compuesta por capas de muertos; muertos de muerte natural, muertes voluntarias y forzadas, aceptadas e impuestas; muertes que la vida, la pena y la mano del hombre causan. Cuando se excava solo se encuentran muertos. También se encuentran vivos: lo que ocurre cuando se desentierran monumentos.
Los monumentos, por sencillos que sean, sí nos ponen en contacto con quienes han desaparecido, y la memoria, o la imaginacíón, los percibe; los percibe como seres vivos.
Los huesos no son nadie.
martes, 20 de junio de 2017
Continuidad estilística
Hallar un escultor que pudiera proseguir la obra de José María Subirachs para el templo expiatorio de la Sagrada Familia, inciado por Gaudí, en Barcelona, no era tarea fácil, tras el fallecimiento de Juan de Ávalos, autor del inmortal monumento a Rocío Jurado en Chipiona: ¿Manolo Valdés, Santiago Calatrava u Óscar Tusquets -son escultores amén de arquitectos-, Juan García Ripollés?
Felizmente, la incertidumbre se ha resuelto.
Xavier Medina Campeny (1943),autor de otra escultura memorable, dedicada a Colometa, la protagonista de la Plaza del Diamante, la novela de Mercé Rodoreada, atrapada en el triángulo de las Bermudas, en una plaza de Gracia en Barcelona, proseguirá la hercúlea tarea. Conocido por su "Abstracción constructivista" pero también por sus "Animales humanizados", y sus "Partes de cuerpos", ya ha iniciado la representación de los símbolos animales de los evangelistas.
Fuentes bien informadas cuentan que su contribución supera todas las expectativas así como su obra más destacada.
Queda por resolver quien podría llevar a cabo los frescos, ahora que Doris Malfeito ya no está: ¿quizá Blanca Cuesta?
Existe en España una estirpe de artistas comprometidos con su obra (José Lladró, Andreu Alfaro, Andrés Nagel y su "Homenaje a la patata", etc.), que aportan arte a tantas rotondas, y no se podía decepcionar ni bajar la guardia. La espera ha valido la pena. La Sagrada Familia nunca falla.
domingo, 18 de junio de 2017
SOMOS LA HERENCIA: ZIGURAT (2017)
Sobre este grupo español y este EP, véase su página web
Los músicos comentan que el disco reflejara su interés por la arquitectura
BERNARD PLOSSU (1945): DESDE LA VENTANILLA (LA HORA INMÓVIL, 2017)
Una mujer -una sombra, a veces-, vista de espaldas, anda apresurada rozando las fachadas de una calle recta; o sentada, quieta, confundida casi con las construcciones; figuras aisladas, ensimismadas, o que dialogan como si hubieran quedado petrificadas en un relieve griego: las personas, en la obra del fotógrafo franco-vietnamita Bernard Passu, son estatuas que dan sentido al entorno.
Pero Passu las entreve; las fotografías, a menudo, están tomadas desde un vehículo, cuyo interior, borroso, enmarca una escena lejana, que desfila a toda velocidad. Son imágenes, parecidas a los fotogramas de una película, de un viajero que no se detiene. Pasa, en un instante, de la luz deslumbrante a las sombras invasoras.
Las forzadas perspectivas, los puntos de vista abruptos, la desproporción de las personas lejanas en la ciudad, los contrastes lumínicos y el silencio que se intuye -incluso, o sobre todo, cuando las personas parecen dialogar-, recuerdan los cuadros metafísicos de Carrá, si bien, la luz menguante parecía detenida en las pinturas italianas convirtiendo las figuras en maniquíes, mientras que Passu caza al vuelo una sombra evanescente manteniendo su carácter desdibujado, como un vaho.
Tras el Premio PhotoEspaña de 2013, el Hotel de las Artes de Toulon (Francia) evoca, hoy, la "Hora Inmóvil" de Barnard Passu.
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