El ambiguo estatuto de una imagen causa problemas interpretativos de difícil solución y conlleva visiones opuestas sobre lo qué es y lo qué "simboliza" o expresa una imagen, sobre su sentido y su función.
¿Qué es una imagen? ¿Dónde se halla? Cuando en clase de teoría del arte, yo proyecto una imagen -fotografía, vídeo, es decir una imagen quieta o en movimiento- en una pantalla para los estudiantes (para que vean y crean), ¿dónde se encuentra la imagen de verdad? ¿Puedo alcanzarla y tocarla? Mis dedos se deslizan sobre la pantalla. ¿Tocan la imagen -como hubiera querido el apóstol Tomás-, que se proyecta ahora también sobre mis dedos, o la pantalla? ¿Se encuentra en o sobre la pantalla, en el halo de luz, en el proyector, en la pantalla del ordenador -que cuando acerco mi mano me devuelve el frío contacto de un panel de cristal líquido o que fuere-, en algún archivo, remoto o no, o en mi imaginación? ¿Veo o me imagino la imagen?
La imagen es real -incide, afecta la realidad y nuestro comportamiento- pero también es irreal: no la puedo agarrar (agarro solo el soporte de papel, de tela, de cristal...); es visible pero impalpable, se halla ante nosotros y en otro sitio; es objetiva -la percibo- pero como no logro saber qué percibo, también es subjetiva. La imagen, en suma, es un problema "ontológico", es decir, esencial: no sabemos bien con qué nos la estamos "viendo", si viene o si se va, si emana o se retira, pero lo que sí vemos es que la imagen tiene la capacidad de alterar formas y estructuras mucho más "matéricas" y que oponen, contrariamente a la imagen que se escabulle entre mis dedos, resistencia ante mi presión y mi agarre.
Esta condición doble de la imagen explica las visiones o juicios antitéticos que ha recibido. Para unos, no es nada pero al mismo tiempo es demasiado atractivo por lo que la imagen debe ser proscrita: es la postura iconoclástica que se opone a toda imagen y exigen su destrucción. Para otros, en cambio, poco platónicos y sí nietzscheanos, la imagen es todo lo que tenemos ante nosotros, y el mundo e las esencias o las ideas es un sueño molesto; son realidades indemostrables, inalcanzables. Por tanto, es importante cultivar la imagen pues es lo único a lo que podemos aspirar.
Ambos posturas revelan, paradójicamente, que la imagen no es insustancial, contrariamente a lo que parece -el parecido y la aparición con consustanciales con la imagen, con el gusto y el culto de la apariencia-, sino que tiene el poder de incidir, para bien o para mal -de deslumbrar o de cegar, de hacer creen en realidades inexistentes o de llevarnos a mundos hasta entonces desconocidos-, en la vida. Bien lo sabían los teólogos que participaron en el Concilio de Trento, en el siglo XVI -el primer concilio o congreso dedicado no a cuestiones teológicas sino artísticas, y que anuncio, mucho antes que Kant y Hegel, de las virtudes y las limitaciones, y el extraordinario poder, de la imagen, que debía ser siempre controlada pero también utilizada- cuando postularon la necesidad de fastuosas, fascinantes, mórbidas, seductoras y retorcidas, imágenes pintadas y esculpidas -pinturas, frescos, altares, fachadas, tallas, y cualquier modalidad de imagineria religiosa y no solo religiosa- para atraer a lo dubitativos fieles con colores, formas, músicas, perfumes y grandes espectáculos deslumbrantes (el Gran Teatro del Mundo de Calderón), quizá retraídos ante la adusta complejidad de la teología trinitaria. Todo era mucho más fácil, novedoso y seductor con la pompa barroca que, literalmente, llenaba la vista de los fieles que asistían a las misas espectaculares.
La imagen condiciona el mundo. Bien lo saben los poderes teocráticos y políticos, dictatoriales, que despliegan una riqueza de recursos imaginativos, a base de luces, sonidos y proyecciones, para seducir a las masas, subyugarlas e impedirles pensar en otra cosa. En este sentido, la Alemania Hitleriana, la China maoísta, La actual Corea del Norte, y la Unión Soviética estalinista supieron o saben utilizar en su provecho toda la fuerza de la imagen. Los espectáculos deportivos y las manifestaciones multitudinarias con banderas, himnos, y movimientos de masa, son deudores tanto de las advertencias platónicas sobre los peligros de la imagen como del uso intencionado y sin duda perverso de las mismas por la iglesia católica barroca, olvidándose de las también consideraciones platónicas sobre la banalidad -destructiva- de muchas imágenes que confunden tanto sobre lo que muestran como sobre lo que son.
Hoy se ha sabido que un político decidió hace unos meses gastar una pequeña fortuna pública para pagar billetes de avión de primera clase y hoteles de lujo a personas ("observadores", seguimos en el mundo de la telerealidad) invitadas por una cuestión de imagen. Si se producía semejante dispendio se podía pensar en el poder político y económico de un gobierno capaz de gastar graciosamente, para nada, solo por una "cuestión de imagen". Se pensaba en el poder capaz de doblegar voluntades y vencer reticencias. Los fastos no reparan en gastos. Se tira la casa que no es nuestra por la ventana para dar la impresión que nada nos detiene y que los fondos son insondables, casi inquietantes. Damos lo que buscamos: miedo. Impresionamos. Anulamos juicios. Aunque el dicho afirma que la mujer del César además de ser honesta tiene que parecerlo, en las dictaduras sacras y profanas, la imagen lo es todo.
Pensar en cuántas camas de hospital, cuántos profesores podrían beneficiarse de esa cantidad es una actitud de aguafiestas. Mejor echar o acallar a quien osa emitir una duda. ¿Dónde quedaría la magnificencia de estilo monárquico -cuando las monarquías se recogen, otros sistemas políticos toman las riendas y despliegan su inquietante dentadura de oro-, la capacidad de cerrar bocas? Antes el despliegue de medios, nos quedamos mudos.