domingo, 18 de marzo de 2018

Pueblo

La familia de palabras en torno al latín populus comprende términos curiosamente antagónicos. Populus se traduce por pueblo -el pueblo romano- y se opone a plebe, término que deriva del latín populare, verbo que significa privar de población, despoblar (incluso decapitar), desplumar. Plebs es el populacho, lo populoso. Populus, a su vez, designa a un conjunto perteneciente al espacio exterior, frente a los lares, asociados a lo íntimo y familiar. lo público y lo privado, pero también, el todo y la parte.
Populus, por tanto,nombra al pueblo y su contrario, se refiere tanto a una acción creativa -el poblar la tierra- cuanto a su contrario, el destruir, el arruinar. Un pueblo es un asentamiento y su finitud, la ruina. No existe para siempre. Es un organismo vivo, no fijado para la eternidad, que debe mediar entre realidades opuestas, que lleva su propia disgregación.
De ahí, que el pueblo fuera una realidad compleja, contradictoria -y de difícil manejo- en Roma.

Fue a partir del siglo dieciocho cuando pueblo adquirió nuevos significados: designó a una realidad indisoluble, sin faltas ni grietas, formada por un territorio, una lengua, una religión y un grupo humano. Así definido, cada pueblo inevitablemente se oponía a todos los pueblos. La noción de pueblo se configuraba no asumiendo la complejidad y la contradicción, en la que la creación y la destrucción se limitaban mutuamente, sino eliminando la disidencia: un pueblo no podía existir si no poseía las características antes citadas. No compartía nada sino que se erguía como un todo vuelto sobre si mismo y necesariamente enfrentado a los demás. Era la guerra la que permitía al pueblo presentarse como una unidad. Las amenazas exteriores, las rivalidades y ambiciones de los pueblos vecinos alentaban el sentimiento de pertenencia a un grupo y de posesión de unos valores y creencias (que símbolos como himnos, con y sin letra, banderas, monumentos, etc.) que no se podían compartir o repartir so pena de perder la "identidad".
Las amenazas, reales o imaginarias, eran necesarias para fortalecer la noción de pueblo. Dichas amenazas eran externas pero también internas: la disidencia, la duda, y la falta de fe -a las que se oponía la murmuración, la delación, la denuncia anónima-, estaban proscritas, como los extranjeros y todos sus valores (lengua, costumbres y cultos foráneos). La creación de los pueblos exigía el establecimiento de fronteras físicas y mentales: límites -que no se podían propasar-, defensas, y rituales de exaltación patria cuando el espíritu identitario parecía desvanecerse. No es casual que la definición de arte -de un pueblo- como la manifestación de un espíritu propio comunitario, definido por Hegel a principios del siglo XIX, coincidiera con el derrumbe de las monarquías -basadas, por el contrario, en la amalgama de poblaciones distintas con pocas o nulas afinidades entre si, y fronteras inciertas que las poblaciones no cesaban de cruzar-. Napoleón fue, posiblemente, quien encarnó mejor y por primera vez la noción "moderna" de pueblo.
Un pueblo, por tanto, necesita de peligros externos e internos, y de líderes -con los que identificarse, cuya suerte es la suerte del pueblo, pueblo que no puede vivir ni "ser" sin un líder- que les lleven a la solución final, para existir. "La libertad y la independencia de la madre patria exige la lucha y la pureza, de manera que el pueblo encarne la misión otorgada por el espíritu (...) la posición del individuo está condicionada por los intereses de la nación", escribía un conocido líder en los años treinta. El pueblo tiene una voz y ésa es la del político que dirige el "destino" del pueblo.     
Esa visión del mundo pervive. Así, recientemente, un político en la cárcel ha advertido de la "destrucción que aguarda a su pueblo" si no se le unce, amenaza necesaria para que no decaiga la moral de la tropa.
¿Democracia?

 

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