jueves, 16 de agosto de 2018
ROLAND SCHWEITZER (1925-2018): LA CASA DE MADERA
Si Jean Prouvé no hubiera vivido, el arquitecto Roland Schweitzer, fallecido hace una semana, discípulo suyo y de Auguste Perret, hubiera sido probablemente el mejor arquitecto francés.
Pese a ser escasamente conocido en España, Schweitzer, cuyas obras quizá nos recuerden a las primeras construcciones colectivas de Miguel Fisac (centros de investigación, conventos), que construyó no solo en Francia sino también en Alemania, y era admirador de Aalto y de la arquitectura doméstica japonesa, construyó sobre todo viviendas sociales, casas de colonias, escuelas, albergues de juventud y centros asistenciales para la tercera edad, de hormigón y madera sobre todo, insertadas en bosques.
Pese a que su padre admiraba a Le Corbusier, tuvo el gusto, a partir de 1953, de proyectar modestas moradas para el cuerpo y el espíritu, casi siempre espacios sociales, de acogida (para emigrantes) y de educación, alrededor de claustros muy bajos, apenas visibles entre los árboles.
Solo a final de su vida llegó a la ciudad. Suyas son las viviendas del nuevo barrio de París cabe la Gran Biblioteca Nacional, a lo largo del río Sena: construcciones que aún guardan el recuerdo de los árboles con los que talló y trenzó sus casas.
ARETHA FRANKLIN (1942-2018): SOULVILLE (1964)
in memoriam...
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Ciudades,
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música y arquitectura
miércoles, 15 de agosto de 2018
María
Aunque si uno de los progenitores no es divino el hijo no puede ser un dios (como Hércules, hijo de la reina Alcmena y del dios Júpiter), varias humanas han sido madres de dioses: por ejemplo, Semele, madre de Dionisos -en puridad, un semi-dios, en la práctica, un dios a parte entera, que formaba parte del cortejo de los doce dioses olímpicos.
También se dieron humanos que gozaron de la apoteosis, o ascensión a los cielos, como Hércules, nuevamente, o Rómulo, el fundador de Roma. Los mismos faraones del imperio antiguo ascendían y se convertían en estrellas al morir.
Madres vírgenes no son raras: la madre de Rómulo, precisamente, dio a luz sin haber tenido contacto con varón alguno. Tan solo una chispa la toco cuando pasaba cerca de una hoguera. Su padre divino era Marte, pero Marte nunca se unió a humana alguna.
Dioses que nacen, mueren y resucitan, dioses que entregan su vida para la salvación los humanos, eran habituales en Oriente. Dionisos, el Dionisos al que rendían culto los órficos, es un buen ejemplo. La lista es larga: Mitra, Atárgatis, Atis, etc.
Hombres divinizados no escaseaban. La mayoría de los hijos que Zeus tuvo con humanas, como Ganímedes, se sentaron a la diestrra de su padre en el Olimpo. Los emperadores romanos, entre Claudio y Adriano, nacieron hombres y se convirtieron en dioses tras fallecer (a partir de Adriano, los emperadores ya nacieron como dioses).
¿Significa eso que María, una humana a la que se le rinde un culto divino, se confunde con figuras parecidas paganas? Pese a los múltiples paralelismos entre estas figuras y la madre de Jesús (que no de Cristo) -la iconografía de María se basa en efigies de Isis amamantado a Horus, sobre todo, lo que permite destacar tanto la humanidad de la madre cuanto su carácter sobrenatural, sentada en un trono-, María presenta unos rasgos propios. En los casos antes citados, la madre humana perdía toda importancia tras la divinización del hijo, nacido humano. Dionisos recibía un culto; Semele cayó en el olvido. Nadie se acuerda de la madre de Rómulo. Ni siquiera existe un acuerdo sobre su personalidad, más allá de que se sepa que fue una vestal (una sacerdotisa al servicio de dios del fuego Vesta).
Por el contrario, María, una humana, ascendió a los cielos. Su estatuto es ambiguo: humana con trato de diosa. Su figura es casi más importante que la de su hijo. Posee múltiples santuarios, y sus efigies son más numerosas que las de su hijo.
Pero tampoco es una diosa propiamente. Posee rasgos de diosa madre, pero sigue siendo una humana -con una naturaleza humana que presenta, sin embargo, rasgos divinos. María es, posiblemente, la figura sagrada más compleja de la historia, cuyo única clara función es la de ser madre, y madre sin matices; madre de un humano, Jesús, que es, al mismo tiempo un dios, pues posee una doble naturaleza aunque una única persona, llamada Jesús, que es enteramente humana -pues nace y muere.
También se dieron humanos que gozaron de la apoteosis, o ascensión a los cielos, como Hércules, nuevamente, o Rómulo, el fundador de Roma. Los mismos faraones del imperio antiguo ascendían y se convertían en estrellas al morir.
Madres vírgenes no son raras: la madre de Rómulo, precisamente, dio a luz sin haber tenido contacto con varón alguno. Tan solo una chispa la toco cuando pasaba cerca de una hoguera. Su padre divino era Marte, pero Marte nunca se unió a humana alguna.
Dioses que nacen, mueren y resucitan, dioses que entregan su vida para la salvación los humanos, eran habituales en Oriente. Dionisos, el Dionisos al que rendían culto los órficos, es un buen ejemplo. La lista es larga: Mitra, Atárgatis, Atis, etc.
Hombres divinizados no escaseaban. La mayoría de los hijos que Zeus tuvo con humanas, como Ganímedes, se sentaron a la diestrra de su padre en el Olimpo. Los emperadores romanos, entre Claudio y Adriano, nacieron hombres y se convirtieron en dioses tras fallecer (a partir de Adriano, los emperadores ya nacieron como dioses).
¿Significa eso que María, una humana a la que se le rinde un culto divino, se confunde con figuras parecidas paganas? Pese a los múltiples paralelismos entre estas figuras y la madre de Jesús (que no de Cristo) -la iconografía de María se basa en efigies de Isis amamantado a Horus, sobre todo, lo que permite destacar tanto la humanidad de la madre cuanto su carácter sobrenatural, sentada en un trono-, María presenta unos rasgos propios. En los casos antes citados, la madre humana perdía toda importancia tras la divinización del hijo, nacido humano. Dionisos recibía un culto; Semele cayó en el olvido. Nadie se acuerda de la madre de Rómulo. Ni siquiera existe un acuerdo sobre su personalidad, más allá de que se sepa que fue una vestal (una sacerdotisa al servicio de dios del fuego Vesta).
Por el contrario, María, una humana, ascendió a los cielos. Su estatuto es ambiguo: humana con trato de diosa. Su figura es casi más importante que la de su hijo. Posee múltiples santuarios, y sus efigies son más numerosas que las de su hijo.
Pero tampoco es una diosa propiamente. Posee rasgos de diosa madre, pero sigue siendo una humana -con una naturaleza humana que presenta, sin embargo, rasgos divinos. María es, posiblemente, la figura sagrada más compleja de la historia, cuyo única clara función es la de ser madre, y madre sin matices; madre de un humano, Jesús, que es, al mismo tiempo un dios, pues posee una doble naturaleza aunque una única persona, llamada Jesús, que es enteramente humana -pues nace y muere.
martes, 14 de agosto de 2018
VALÉRIE JOUVE (1964): FACHADAS, ESTRUCTURAS & CIUDADES PALESTINAS (2008-2018)
La fotógrafa y cineasta francesa Valérie Jouve, a la que el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Saint Étienne (Francia) dedica una exposicion antológica en este momento, retrata ciudades y edificios fuera de todo contexto: edificios reducidos a fachadas, a menudo reflectantes, pueblos y ciudades, como en Palestina, desarraigadas, imposibilitadas de relacionarse con un territorio vetado, o construcciones que no han llegado a ningún lugar y que tan solo han logrado degradar territorio.
Sus fotografías convierten las construcciones en juegos de formas y volúmenes geométricos (sin referencia a entornos naturales) , de los que la vida está excluida o contra los que la vida se enfrenta. La geometría, en este caso, ya no es un modelo de perfección platónica,, un sueño (inalcanzable), sino forma parte de la realidad cotidiana y es percibida como una imposición que delimita, coarta y constriñe la vida. La geometría encuadra la vida y le impide desarrollarse: constituye un marco del que es difícil o imposible salirse.
El camarote de los hermanos Marx
Guías turísticas como la conocida Guía Trotamundos francesa, desde hace unos años, ya no mencionan la costa entre el Ampurdán y Barcelona debido a su degradación, pero sin duda volverán a incluirla en las propuestas de lugares inimaginables cuando se lleve a cabo y se complete el nuevo Plan Urbanístico de la Costa Brava. No se habrá visto nada igual....: https://iaeden.cat/soscostabrava/
Esperemos que las tan claras declaraciones del Consejero del Departamento de Territorio y Sostenibilidad (¿?), si son ciertas -"los planteamientos son correctos y cuando nos lleguen pondremos nuestra dosis de comprobación de legalidad urbanística" (¿?)-, no se apliquen; se perdería un singular hormiguero (de hormigón).
Esperemos que las tan claras declaraciones del Consejero del Departamento de Territorio y Sostenibilidad (¿?), si son ciertas -"los planteamientos son correctos y cuando nos lleguen pondremos nuestra dosis de comprobación de legalidad urbanística" (¿?)-, no se apliquen; se perdería un singular hormiguero (de hormigón).
domingo, 12 de agosto de 2018
¿Una Escultura es una estatua?
La redacción un texto de historia o teoría del arte puede tropezar con una duda: las palabras estatua y escultura ¿son sinónimas? ¿Pueden utilizarse alternativamente?
Ambas provienen del latín. Escultura deriva de esculpir (sculpere) que significa tallar, y de rascar y grabar (scalpere). La escultura y el grabado son técnicas parecidas. Una escultura es una piedra tallada. Una escultura no se moldean ni se funde; no puede ser de barro ni de metal. Una escultura, como afirmaba Miguel Ángel, está contenida dentro de un bloque. Una escultura se libera. Se obtiene mediante sustracción del material. Una escultura no puede ser un objeto encontrado. Requiere, para recibir tal denominación, la manipulación de un determinado material. El término escultura, por tanto, refiere a un modo de hacer y a un material. Una escultura es el fruto de una determinada acción humana, intencionada, sobre un material (la piedra, el mármol, el marfil), o sobre una escultura ya existente, también de piedra o de mármol, como ocurría, por ejemplo, en Roma, cuando los bustos eran sucesivamente tallados y vueltos a tallar para reproducir los diversos rostros de los sucesivos emperadores.El término pertenece, en propiedad, al vocabulario artístico.
La palabra estatua deriva del verbo statere, el cual se emparenta con stare: estar de pie. Statere significa establecer, fijar unos principios; también decidir. Una estatua es un ente (o ¿un ser?) perfectamente caracterizado. Una estatua es siempre una obra erguida, un monolito. La inmovilidad y la presencia son propiedades de una estatua. Sabe estar. Tiene cuerpo, presencia. Está presente en un sitio dado. Posee un lugar, su espacio. Una estatua manifiesta una presencia ante nosotros, que se encara con nosotros. Una estatua es statim: no retrocede, nos aguarda segura (en francés: "a pie ferme", con los pies en el suelo). La estatua posee un status: una manera de estar, firme y erguida, que exuda seguridad. Una estatua es como un soldado. Las piedras erguidas, las estatuas funerarias velan para siempre los muertos y defienden los camposantos. De la estatua no emana impresión de debilidad alguna. La estatua da cuerpo, materializa, de manera fija y permanente, un ente. Toda vez que el verbo mantenerse en pie solo se aplica a los seres vivos, visibles e invisibles, una escultura, necesariamente, debe referirse a un modelo, celestial, animal o humano. Una escultura, por tanto, es una obra naturalista, o que permite el reconocimiento de la figura, ya haya sido retratada miméticamente o simbolizada de tal modo, que la identificación del modelo no cause problema. Una duda se plantea, sin embargo: cabe preguntarse si la posición erguida se refiere al modelo o a la escultura. Quiero decir, una creación abstracta, sin modelo evidente o reconocible, ¿puede recibir el nombre de escultura? Si lo que caracteriza la escultura es su posición erguida, y ésta es propia de seres vivos, una creación abstracta puede ser una escultura si, metafóricamente, evoca la posición de un ser vivo. De algún modo, una escultura se relaciona con la vida. Los muertos, las formas inertes y geométricas no pueden esculpirse, salvo si se disponen de modo que pueden asociarse a un ser vivo.
Una escultura que no sea un móvil o un penetrable, ni una máquina, es una estatua. pero una estatua no es una escultura. Es algo más y algo distinto. Una estatua tiene el porte de un ser vivo -y se relaciona, benéfica o agresivamente con nosotros-, si bien la escultura nace como un ser vivo: se extrae de la materia. En la escultura se insiste en su origen; la estatua, por el contrario, designa un objeto o a un ser que está aquí desde siempre. Una estatua es un ente inmemorial. Nos precede; existe desde antes que nosotros y después de nuestra desaparición, la estatua seguirá allí, velándonos. Una escultura es una creación humana. Una estatua, en cambio, tiene un origen natural o sobrenatural. No intervenimos en la creación de la estatua. Más bien, es ésta la que nos crea cuando nos reconoce y nos obliga a preguntarnos qué somos ante ella. Una estatua nos obliga a interrogarnos sobre nuestro lugar en la tierra. Las estatuas son el espejo de nuestra mortandad.
Ambas provienen del latín. Escultura deriva de esculpir (sculpere) que significa tallar, y de rascar y grabar (scalpere). La escultura y el grabado son técnicas parecidas. Una escultura es una piedra tallada. Una escultura no se moldean ni se funde; no puede ser de barro ni de metal. Una escultura, como afirmaba Miguel Ángel, está contenida dentro de un bloque. Una escultura se libera. Se obtiene mediante sustracción del material. Una escultura no puede ser un objeto encontrado. Requiere, para recibir tal denominación, la manipulación de un determinado material. El término escultura, por tanto, refiere a un modo de hacer y a un material. Una escultura es el fruto de una determinada acción humana, intencionada, sobre un material (la piedra, el mármol, el marfil), o sobre una escultura ya existente, también de piedra o de mármol, como ocurría, por ejemplo, en Roma, cuando los bustos eran sucesivamente tallados y vueltos a tallar para reproducir los diversos rostros de los sucesivos emperadores.El término pertenece, en propiedad, al vocabulario artístico.
La palabra estatua deriva del verbo statere, el cual se emparenta con stare: estar de pie. Statere significa establecer, fijar unos principios; también decidir. Una estatua es un ente (o ¿un ser?) perfectamente caracterizado. Una estatua es siempre una obra erguida, un monolito. La inmovilidad y la presencia son propiedades de una estatua. Sabe estar. Tiene cuerpo, presencia. Está presente en un sitio dado. Posee un lugar, su espacio. Una estatua manifiesta una presencia ante nosotros, que se encara con nosotros. Una estatua es statim: no retrocede, nos aguarda segura (en francés: "a pie ferme", con los pies en el suelo). La estatua posee un status: una manera de estar, firme y erguida, que exuda seguridad. Una estatua es como un soldado. Las piedras erguidas, las estatuas funerarias velan para siempre los muertos y defienden los camposantos. De la estatua no emana impresión de debilidad alguna. La estatua da cuerpo, materializa, de manera fija y permanente, un ente. Toda vez que el verbo mantenerse en pie solo se aplica a los seres vivos, visibles e invisibles, una escultura, necesariamente, debe referirse a un modelo, celestial, animal o humano. Una escultura, por tanto, es una obra naturalista, o que permite el reconocimiento de la figura, ya haya sido retratada miméticamente o simbolizada de tal modo, que la identificación del modelo no cause problema. Una duda se plantea, sin embargo: cabe preguntarse si la posición erguida se refiere al modelo o a la escultura. Quiero decir, una creación abstracta, sin modelo evidente o reconocible, ¿puede recibir el nombre de escultura? Si lo que caracteriza la escultura es su posición erguida, y ésta es propia de seres vivos, una creación abstracta puede ser una escultura si, metafóricamente, evoca la posición de un ser vivo. De algún modo, una escultura se relaciona con la vida. Los muertos, las formas inertes y geométricas no pueden esculpirse, salvo si se disponen de modo que pueden asociarse a un ser vivo.
Una escultura que no sea un móvil o un penetrable, ni una máquina, es una estatua. pero una estatua no es una escultura. Es algo más y algo distinto. Una estatua tiene el porte de un ser vivo -y se relaciona, benéfica o agresivamente con nosotros-, si bien la escultura nace como un ser vivo: se extrae de la materia. En la escultura se insiste en su origen; la estatua, por el contrario, designa un objeto o a un ser que está aquí desde siempre. Una estatua es un ente inmemorial. Nos precede; existe desde antes que nosotros y después de nuestra desaparición, la estatua seguirá allí, velándonos. Una escultura es una creación humana. Una estatua, en cambio, tiene un origen natural o sobrenatural. No intervenimos en la creación de la estatua. Más bien, es ésta la que nos crea cuando nos reconoce y nos obliga a preguntarnos qué somos ante ella. Una estatua nos obliga a interrogarnos sobre nuestro lugar en la tierra. Las estatuas son el espejo de nuestra mortandad.
sábado, 11 de agosto de 2018
La destrucción de las imágenes, III (Iconoclastia, III, o el impulso de muerte)
La mayoría de la estatuas sumerias (o del sur de Mesopotamia, de los cuarto y tercer milenios aC) estaban rotas cuando fueron desenterradas. Su destrucción no estuvo causada por el tiempo, enemigos de la época que hubieran saqueado templos y palacios, saqueadores modernos o por los propios arqueólogos, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando las excavaciones, a la búsqueda de obras de valor, no se realizaban con las debidas precauciones. Las estatuas fueron enterradas después de haber sido destruidas intencionadamente, seguramente por los mismos artesanos que las habían labrado o por quienes las habían encargado.
Este destrucción, que culminaba la creación, esta destrucción que era el fin de la creación nos puede sorprender. Sin embargo, puede arrojar alguna luz sobre los impulsos que, ayer y hoy, nos llevan a destruir imágenes.
Las estatuas causaban inquietud. Se temía que cobraran vida. El mito de Pigmalión revela este temor (y este deseo), como también lo evoca bien la tragedia Alcestis de Eurípides, basada en un mito. Esta animación era fruto del ritual de la apertura de la boca, practicado en Egipto, Mesopotamia o Israel. La estatua, entonces, podía hablar. Asumía una función oracular. Por eso mismo, era necesario cuidarse de las estatuas, por lo que los recintos sagrados en los que se ubicaban, en sus moradas divinas, estaban vetadas a los profanos.
Causaba aún más temor la apertura de los ojos. Por este motivo, los ojos se cubrían con conchas, cuyas rajas evocaban bien un corte, que impedía que la estatua pudiera orientarse y desplazarse. Las piernas juntas de las estatuas erguidas y sedentes también era un medio para evitar que las estatuas cobraran excesiva vida y se insertaran en la vida de los humanos. Los griegos atribuían al mítico e inquietante mago Dédalo (un mercenario, que sirvió a Atenas y a su rival, la isla de Creta, capaz de o mejor y lo peor, un eficaz e ingenioso ingeniero, inventor de autómatas que se desplazaban solos, pero también un asesino), la talla de las primeras estatuas griegas con las piernas separadas en actitud de marcha. Solo un mago podía haberse atrevido a tanto, por lo que dichas estatuas podían en cualquier momento bajar de su pedestal y mezclarse con los ciudadanos.
Una estatua, por tanto, era un objeto mágico. Tenía un poder eficaz. Su creación o su destrucción no estaba, inevitablemente, libre de consecuencias para las comunidades. Del mismo modo que las estatuas activas podían predecir el futuro, proteger las ciudades y los santuarios, e influir en las decisiones humanas -las estatuas de los monarcas del pasado legitimaban el poder de un rey y le aseguraban la protección eficaz de quienes le habían precedido en el trono-, también podían asegurar los beneficios que aportaban, la seguridad que brindaban, anticipándose a los hechos.
Es así como una estatua intencionadamente destruida asumía todo el daño que una comunidad podía sufrir. Actuaba como un chivo expiatorio. Se "sacrificaba". Todo el daño recaía en ella. La destrucción ya no se centraría en la comunidad o no le afectaría. El daño ya estaba hecho. Destruir una imagen tenía un efecto profiláctico. Se anticipaba a la destrucción de una comunidad y "reducía" sus efectos a la destrucción de una imagen. El efecto era, de algún modo, catártico. Los miembros de una comunidad, que asistían al ritual destructor o que estaban asegurados de su ejecución, podían sentirse aliviados. El daño había pasado. La destrucción había tenido lugar. Ya no volvería. La protección consistía en el trasvase del daño temido a una figura, figura que, en tanto que doble de un dios o un héroe, ni implicaba la destrucción de éstos, inmortales, que volverían a mostrarse ante los hombres, para salvarlos, en una nueva manifestación material, escultórica.
¿Destruimos entonces para acallar nuestros temores? ¿Un impulso destructor tiene como fin evitar un daño mayor? ¿La iconoclastia es una manifestación o una consecuencia del miedo en el futuro? ¿Revela la nula confianza en el porvenir y en la capacidad del hombre a sobreponerse? La destrucción de estatuas ¿es beneficiosa, evitando males mayores, como la desagregación de comunidades por desavenencias o enfrentamientos internos violentos?
La salvaguarda de una comunidad ¿merece la destrucción del pasado?
Preguntas, sin duda, sin respuesta. Pero preguntas que no podemos dejar de plantearnos.
Este destrucción, que culminaba la creación, esta destrucción que era el fin de la creación nos puede sorprender. Sin embargo, puede arrojar alguna luz sobre los impulsos que, ayer y hoy, nos llevan a destruir imágenes.
Las estatuas causaban inquietud. Se temía que cobraran vida. El mito de Pigmalión revela este temor (y este deseo), como también lo evoca bien la tragedia Alcestis de Eurípides, basada en un mito. Esta animación era fruto del ritual de la apertura de la boca, practicado en Egipto, Mesopotamia o Israel. La estatua, entonces, podía hablar. Asumía una función oracular. Por eso mismo, era necesario cuidarse de las estatuas, por lo que los recintos sagrados en los que se ubicaban, en sus moradas divinas, estaban vetadas a los profanos.
Causaba aún más temor la apertura de los ojos. Por este motivo, los ojos se cubrían con conchas, cuyas rajas evocaban bien un corte, que impedía que la estatua pudiera orientarse y desplazarse. Las piernas juntas de las estatuas erguidas y sedentes también era un medio para evitar que las estatuas cobraran excesiva vida y se insertaran en la vida de los humanos. Los griegos atribuían al mítico e inquietante mago Dédalo (un mercenario, que sirvió a Atenas y a su rival, la isla de Creta, capaz de o mejor y lo peor, un eficaz e ingenioso ingeniero, inventor de autómatas que se desplazaban solos, pero también un asesino), la talla de las primeras estatuas griegas con las piernas separadas en actitud de marcha. Solo un mago podía haberse atrevido a tanto, por lo que dichas estatuas podían en cualquier momento bajar de su pedestal y mezclarse con los ciudadanos.
Una estatua, por tanto, era un objeto mágico. Tenía un poder eficaz. Su creación o su destrucción no estaba, inevitablemente, libre de consecuencias para las comunidades. Del mismo modo que las estatuas activas podían predecir el futuro, proteger las ciudades y los santuarios, e influir en las decisiones humanas -las estatuas de los monarcas del pasado legitimaban el poder de un rey y le aseguraban la protección eficaz de quienes le habían precedido en el trono-, también podían asegurar los beneficios que aportaban, la seguridad que brindaban, anticipándose a los hechos.
Es así como una estatua intencionadamente destruida asumía todo el daño que una comunidad podía sufrir. Actuaba como un chivo expiatorio. Se "sacrificaba". Todo el daño recaía en ella. La destrucción ya no se centraría en la comunidad o no le afectaría. El daño ya estaba hecho. Destruir una imagen tenía un efecto profiláctico. Se anticipaba a la destrucción de una comunidad y "reducía" sus efectos a la destrucción de una imagen. El efecto era, de algún modo, catártico. Los miembros de una comunidad, que asistían al ritual destructor o que estaban asegurados de su ejecución, podían sentirse aliviados. El daño había pasado. La destrucción había tenido lugar. Ya no volvería. La protección consistía en el trasvase del daño temido a una figura, figura que, en tanto que doble de un dios o un héroe, ni implicaba la destrucción de éstos, inmortales, que volverían a mostrarse ante los hombres, para salvarlos, en una nueva manifestación material, escultórica.
¿Destruimos entonces para acallar nuestros temores? ¿Un impulso destructor tiene como fin evitar un daño mayor? ¿La iconoclastia es una manifestación o una consecuencia del miedo en el futuro? ¿Revela la nula confianza en el porvenir y en la capacidad del hombre a sobreponerse? La destrucción de estatuas ¿es beneficiosa, evitando males mayores, como la desagregación de comunidades por desavenencias o enfrentamientos internos violentos?
La salvaguarda de una comunidad ¿merece la destrucción del pasado?
Preguntas, sin duda, sin respuesta. Pero preguntas que no podemos dejar de plantearnos.
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