sábado, 11 de agosto de 2018

La destrucción de las imágenes, III (Iconoclastia, III, o el impulso de muerte)

La mayoría de la estatuas sumerias (o del sur de Mesopotamia, de los cuarto y tercer milenios aC) estaban rotas cuando fueron desenterradas. Su destrucción no estuvo causada por el tiempo, enemigos de la época que hubieran saqueado templos y palacios, saqueadores modernos o por los propios arqueólogos, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando las excavaciones, a la búsqueda de obras de valor, no se realizaban con las debidas precauciones. Las estatuas fueron enterradas después de haber sido destruidas intencionadamente, seguramente por los mismos artesanos que las habían labrado o por quienes las habían encargado.
Este destrucción, que culminaba la creación, esta destrucción que era el fin de la creación nos puede sorprender. Sin embargo, puede arrojar alguna luz sobre los impulsos que, ayer y hoy, nos llevan a destruir imágenes.
Las estatuas causaban inquietud. Se temía que cobraran vida. El mito de Pigmalión revela este temor (y este deseo), como también lo evoca bien la tragedia Alcestis de Eurípides, basada en un mito. Esta animación era fruto del ritual de la apertura de la boca, practicado en Egipto, Mesopotamia o Israel. La estatua, entonces, podía hablar. Asumía una función oracular. Por eso mismo, era necesario cuidarse de las estatuas, por lo que los recintos sagrados en los que se ubicaban, en sus moradas divinas, estaban vetadas a los profanos.
Causaba aún más temor la apertura de los ojos. Por este motivo, los ojos se cubrían con conchas, cuyas rajas evocaban bien un corte, que impedía que la estatua pudiera orientarse y desplazarse. Las piernas juntas de las estatuas erguidas y sedentes también era un medio para evitar que las estatuas cobraran excesiva vida y se insertaran en la vida de los humanos. Los griegos atribuían al mítico e inquietante mago Dédalo (un mercenario, que sirvió a Atenas y a su rival, la isla de Creta, capaz de o mejor y lo peor, un eficaz e ingenioso ingeniero, inventor de autómatas que se desplazaban solos, pero también un asesino), la talla de las primeras estatuas griegas con las piernas separadas en actitud de marcha. Solo un mago podía haberse atrevido a tanto, por lo que dichas estatuas podían en cualquier momento bajar de su pedestal y mezclarse con los ciudadanos. 

Una estatua, por tanto, era un objeto mágico. Tenía un poder eficaz. Su creación o su destrucción no estaba, inevitablemente, libre de consecuencias para las comunidades. Del mismo modo que las estatuas activas podían predecir el futuro, proteger las ciudades y los santuarios, e influir en las decisiones humanas -las estatuas de los monarcas del pasado legitimaban el poder de un rey y le aseguraban la protección eficaz de quienes le habían precedido en el trono-, también podían asegurar los beneficios que aportaban, la seguridad que brindaban, anticipándose a los hechos.

Es así como una estatua intencionadamente destruida asumía todo el daño que una comunidad podía sufrir. Actuaba como un chivo expiatorio. Se "sacrificaba". Todo el daño recaía en ella. La  destrucción ya no se centraría en la comunidad o no le afectaría. El daño ya estaba hecho. Destruir una imagen tenía un efecto profiláctico. Se anticipaba a la destrucción de una comunidad y  "reducía" sus efectos a la destrucción de una imagen. El efecto era, de algún modo, catártico. Los miembros de una comunidad, que asistían al ritual destructor o que estaban asegurados de su ejecución, podían sentirse aliviados. El daño había pasado. La destrucción había tenido lugar. Ya no volvería. La protección consistía en el trasvase del daño temido a una figura, figura que, en tanto que doble de un dios o un héroe, ni implicaba la destrucción de éstos, inmortales, que volverían a mostrarse ante los hombres, para salvarlos, en una nueva manifestación material, escultórica.

¿Destruimos entonces para acallar nuestros temores? ¿Un impulso destructor tiene como fin evitar un daño mayor?  ¿La iconoclastia es una manifestación o una consecuencia del miedo en el futuro? ¿Revela la nula confianza en el porvenir y en la capacidad del hombre a sobreponerse? La destrucción de estatuas ¿es beneficiosa, evitando males mayores, como la desagregación de comunidades por desavenencias o enfrentamientos internos violentos?
La salvaguarda de una comunidad ¿merece la destrucción del pasado?

Preguntas, sin duda, sin respuesta. Pero preguntas que no podemos dejar de plantearnos.

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