Fotos: Tocho, enero de 2019
En un extremo de la Isla de la Ciudad (île de la Cité, París), en el río Sena, en el centro de París, a los pies del ábside de la nervada catedral gótica de Notre-Dame, se extiende, parcialmente enterrado, uno de los mejores monumentos funerarios europeos del siglo XX, dedicado a las últimas y más salvajemente ejecutadas víctimas del final de la Segunda Guerra Mundial.
Obra del arquitecto racionalista francés Pingusson -colaborador de Mallet-Stevens, Le Corbusier o Prouvé-, apenas visible, consta de una estrecha escalera, de pronunciada pendiente, que desciende desde un jardín, entre paredes de hiriente hormigón, hasta un patio, también rodeado de gruesos muros, cuya única salida, entre afiladas rejas, es un estrecho paso, por el que es necesario gatear, que vierte directamente al caudaloso río (una imagen que será retomada en el muy posterior Monumento a Walter Benjamin en Port Bou). Enfrente de dicha boca, un pasadizo aún más estrecho que la escalera de acceso, conduce por galerías oscuras, a un laberinto de pequeñas salas iluminadas -recuerdan capillas laicas-, y sin luz -un infierno-, por un recorrido que asciende y baja, y cambia constantemente de dirección, que recorre una lista interminable de nombres de ejecutados e imágenes del horror. Las letras, pintadas en rojo, con trazos que parecen rajas marcadas por un cuchillo, sobre las gruesas paredes rugosas de hormigón, qu envuelven espacios difícilmente respirables.
El monumento, bastante visitado, pero quizá no muy conocido fuera de Francia, merece ser recorrido, tras la visita de la catedral. La elevación del templo contrasta con el descenso a los infiernos del memorial. Ambos se complementan. simbolizan bien las dos visiones antitéticas de la vida y de la muerte, la piedad y la crueldad, en un circuito que evoca el descenso y ascenso que traza La Divina Comedia de Dante.