sábado, 30 de marzo de 2019
LILI BOULANGER (1893-1914): D´UN VIEUX JARDIN / D´UN JARDIN CLAIR (DE UN ANTIGUO JARDÍN / DE UN JARDÍN ILUMINADO, 1918, 1914)
No se abre ningún apartado sobre piano y tuberculosis,
pero Boulanger, una de las mejores compositoras francesas del siglo XX, murió, al igual que Dupont, de tuberculosis, aunque mucho más joven, con veinticinco años de edad. Hoy, también olvidada.
GABRIEL DUPONT (1878-1914): LA MAISON DES DUNES (LA CASA DE LAS DUNAS, 1910)
Olvidado compositor moderno francés -hoy reivindicado-, muerto muy joven de tuberculosis, que compuso casi toda su obra desde el hospital, carente de tristeza o amargura, acaso con algo de rabia fugaz, o de deseo de ir hacia donde sabía que nunca llegaría
AGNÈS VARDA (1928-2019): L´OPÉRA-MOUFFE (1958)
Agnès Varda - A Ópera Mouffe [legendado] from Revista Usina on Vimeo.
Una extraordinario muestra de las relaciones entre cine y ciudad.
A contemplar casi de rodillas, maldiciendo el tiempo que siega (vidas como las de Varda), asumiendo que sin el tiempo, el cine no existiría....
Una extraordinario muestra de las relaciones entre cine y ciudad.
A contemplar casi de rodillas, maldiciendo el tiempo que siega (vidas como las de Varda), asumiendo que sin el tiempo, el cine no existiría....
jueves, 28 de marzo de 2019
La diosa de la destrucción de la ciudad (Enio)
Todas las ciudades de la antigüedad estaban bajo la protección de la divinidad "políada", es decir estrechamente asociada a aquélla. Esta divinidad podía incluso haber fundado la urbe; y desde luego, a menudo conjuntamente con otros dioses, velaba, desde su santuario, por la salvaguarda de la comunidad, siempre que ésta cumpliera con los rituales establecidos.
La cultura (o la "teología") helenística concibió un tipo distinto de divinidad: una diosa -se trataba siempre de una figura femenina- que personificaba a la ciudad. No llevaba el nombre de la urbe -se llamaba, por el contrario, Tiqué -que significa Buena Suerte, en griego- o Fortuna-, pero la Fortuna de cada ciudad, representada por una figura femenina coronada, portadora de un cuerno de la abundancia, cuya corona era distinta en cada caso, ya que simbolizaba, de manera detallista y precisa, la muralla de la urbe. Se trataba, por tanto, de una divinidad que era, a la vez, la misma y diversa, una y con tantas manifestaciones como ciudades existían.
Todas la culturas antiguas sacrificaban a unas divinidades temibles: los dioses y las diosas de la guerra. Solían ser divinidades principales, caracterizadas por su presencia o su aspecto terrorífico. Divinidades implacables, sedientas de sangre, cuyo paso por la tierra dejaba un reguero de víctimas, hubieran o no suplicado clemencia. En algunos casos, estas divinidades eran también diosas del deseo, en una clara alegoría de la ceguera que la pasión desata llevando a sus víctimas, manejadas como marionetas, a la perdición. Tal era, por ejemplo, la diosa Inana o Ishtar en Mesopotamia, representada a veces como una hermosa y seductora mujer apoyada sobre garras afiladas de ave de presa.
Grecia poseía una diosa única, que combinaba los rasgos de los dos tipos de deidades anteriormente descritas. En efecto, Enio (o Enyo) era una diosa, hija o esposa de Ares, el dios de la guerra. Formaba parte del séquito de divinidades aterradoras, como Deinos y Fobos (el Terror y el Temblor), que acompañaban al violento Ares. Se confundía a veces con Eris, la diosa de la violencia. Diosa con las manos manchas de sangre, se caracterizaba por su peculiar, casi exclusiva función: Enio era la diosa destructora (saqueadora, en palabras de Homero) de ciudades. Se presentaba como un súbito y devastador torbellino que arrasaba desde el corazón de las comunidades. Según algunos autores antiguos, Enio era hija de Forcis, un viejo hombre del mar, y de un monstruo marino, Ceto, imponente como un cetáceo, padres también de las terribles Gorgonas, cuya mirada petrificaba, y de las Sirenas, cuyo canto engañoso y seductor llevaba a los marineros encantados al naufragio contra los arrecifes. Troya cayó cuando Enio entró en la ciudad, y la toma de Tebas en manos de sus siete enemigos aconteció cuando la diosa se puso a la cabeza del ejército atacante. Troya no volvió a la vida, y Tebas casi desapareció.
Parece lógico que una cultura como la Grecia que tenía en tanta estima a Apolo, dios fundador -dios destructivo, también- tuviera clara conciencia de la fragilidad de las construcciones humanas, siempre a la merced del soplo devastador -Enio echaba fuego por la boca- de una diosa de la que había que protegerse accediendo a todas sus demandas.
La cultura (o la "teología") helenística concibió un tipo distinto de divinidad: una diosa -se trataba siempre de una figura femenina- que personificaba a la ciudad. No llevaba el nombre de la urbe -se llamaba, por el contrario, Tiqué -que significa Buena Suerte, en griego- o Fortuna-, pero la Fortuna de cada ciudad, representada por una figura femenina coronada, portadora de un cuerno de la abundancia, cuya corona era distinta en cada caso, ya que simbolizaba, de manera detallista y precisa, la muralla de la urbe. Se trataba, por tanto, de una divinidad que era, a la vez, la misma y diversa, una y con tantas manifestaciones como ciudades existían.
Todas la culturas antiguas sacrificaban a unas divinidades temibles: los dioses y las diosas de la guerra. Solían ser divinidades principales, caracterizadas por su presencia o su aspecto terrorífico. Divinidades implacables, sedientas de sangre, cuyo paso por la tierra dejaba un reguero de víctimas, hubieran o no suplicado clemencia. En algunos casos, estas divinidades eran también diosas del deseo, en una clara alegoría de la ceguera que la pasión desata llevando a sus víctimas, manejadas como marionetas, a la perdición. Tal era, por ejemplo, la diosa Inana o Ishtar en Mesopotamia, representada a veces como una hermosa y seductora mujer apoyada sobre garras afiladas de ave de presa.
Grecia poseía una diosa única, que combinaba los rasgos de los dos tipos de deidades anteriormente descritas. En efecto, Enio (o Enyo) era una diosa, hija o esposa de Ares, el dios de la guerra. Formaba parte del séquito de divinidades aterradoras, como Deinos y Fobos (el Terror y el Temblor), que acompañaban al violento Ares. Se confundía a veces con Eris, la diosa de la violencia. Diosa con las manos manchas de sangre, se caracterizaba por su peculiar, casi exclusiva función: Enio era la diosa destructora (saqueadora, en palabras de Homero) de ciudades. Se presentaba como un súbito y devastador torbellino que arrasaba desde el corazón de las comunidades. Según algunos autores antiguos, Enio era hija de Forcis, un viejo hombre del mar, y de un monstruo marino, Ceto, imponente como un cetáceo, padres también de las terribles Gorgonas, cuya mirada petrificaba, y de las Sirenas, cuyo canto engañoso y seductor llevaba a los marineros encantados al naufragio contra los arrecifes. Troya cayó cuando Enio entró en la ciudad, y la toma de Tebas en manos de sus siete enemigos aconteció cuando la diosa se puso a la cabeza del ejército atacante. Troya no volvió a la vida, y Tebas casi desapareció.
Parece lógico que una cultura como la Grecia que tenía en tanta estima a Apolo, dios fundador -dios destructivo, también- tuviera clara conciencia de la fragilidad de las construcciones humanas, siempre a la merced del soplo devastador -Enio echaba fuego por la boca- de una diosa de la que había que protegerse accediendo a todas sus demandas.
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martes, 26 de marzo de 2019
Ante el espejo
"El mundo es un espejo que devuelve a cada uno sus propios rasgos; si arqueáis las cejas mirándolo, os echa una golpe de vista refunfuñado. Reid, por el contrario, con él, y se mostrará como un buen amigo."
(W. M. Thackeray: La Feria de las vanidades. Una novela sin héroes, 1845-1848)
(W. M. Thackeray: La Feria de las vanidades. Una novela sin héroes, 1845-1848)
domingo, 24 de marzo de 2019
MARCEL DETIENNE (1935-2019)
Junto con Jean-Pierre Vernant, ya fallecido, y sus trabajos sobre el imaginario espacial y urbano, y la relación entre la planificación y las estructuras sociales) en la Grecia antigua, y con Françoise Frontisi-Ducroux y su estudio sobre la figura del artesano y constructor mítico griego, Dédalo, autos de estatuas engañosas y de edificios-trampa como el laberinto, Marcel Detienne ha sido el antropólogo cultural que más ha contribuido al estudio del imaginario arquitectónico y urbano, desvelando las luces y sombras de nuestra manera de entender el hábitat.
Detienne fue el primer estudioso que puso el acento en una faceta olvidada del dios Apolo: además del dios del canto, la justicia y la mesura -lo que Detienne cuestionaba- y de su tardía equiparación con el dios solar Helios, convirtiéndose así en el dios que echaba luz sobre las sombras de los asuntos humanos, Detienne mostró que Apolo era ante todo un dios violento, más violento que el resto de los dioses olímpicos (y, en general que todos los dioses). Caracterizado no solo por el arco y las flechas de los que nunca se desprendía -hasta, en el colmo de la audacia o la irresponsabilidad, llegar armado en la asamblea de los dioses donde, precisamente, las diferencias se solventaban-, sino también por un afilado cuchillo, Apolo fue el dios que ordenó el espacio, marcó para siempre, a cuchilladas, abriendo profundas heridas o profundos surcos en la tierra, las directrices espaciales, determinó un centro (Delfos) a partir del cual estructurar el mundo, y fue el primero en dotar de cimientos a los edificios (su primera obra, tras un altar en honor de su padre, el dios Zeus, fue el primer templo que dedicó a sí mismo, aunque acogió a Dionisos, en Delfos), mostrando a los primeros arquitectos (aún míticos) como asentar profundamente un edificio. Un dios salvaje ordenando el mundo: la habilitación del espacio conllevaba heridas: la partición, la segregación de terrenos, el levantamiento de muros que sellaban diferencias, la penetración en la tierra de fundamentos que maltrataban a la diosa-madre tierra (a quien Delfos también estaba dedicado), una parte de cuyos bienes perdía en favor de los primeros poseedores de la tierra. Los sentamientos tenían lugar no sin violencia.
Detienne fue también quien echó luz sobre sombras en sombra del imaginario urbano griego. Frente a la imagen de la ciudad democrática, de la parcelación equitativa y de gobiernos que velaban por el bien común -una imagen que la existencia de esclavos, y las guerras constantes entre ciudades, ya habían empañado- Detienne puso de relieve dos nociones, bien articuladas, que definen lo que era la ciudad griega: las nociones de impureza (de miasma) y de autoctonía. Ambas conllevaban a la exclusión de la comunidad. La impureza, causada por la presencia de un "agente" nocivo, exigía su detención y destierro para siempre. Se sostenía que los males de la ciudad -hambres, epidemias, problemas sociales- siempre estaban causados por un mal ciudadano: una figura que cargaba con todas las culpas, hallado por su "mal" comportamiento, su figura y su comportamiento desviados, su rechazo de las normas impuestas de convivencia. En la ciudad solo cabían los puros, los "bien" nacidos, es decir, aquellos que podían justificar que su linaje estaba en el origen de la ciudad: no eran extranjeros, metecos, recién llegados, sino que sus antepasados fueron los padres fundadores de la ciudad.
La noción de impureza llevaba a la de autoctonía. Ésta determinaba que los habitantes de la ciudad (Atenas, en particular) que podían gozar de plenos derechos, de voz y voto, eran quienes habían "nacido" de la tierra -tal es el significado de autóctono-. No venían "de fuera". Tenían raíces que se remontaban a los orígenes del mundo. La tierra -y los derechos- les pertenecían, porque eran los hijos o los frutos de la tierra. Existían incluso antes que los dioses. Un derecho "divino" les autorizaba a poseer la "tierra prometida" -la tierra que las diosas del destino, que manejaban incluso a los dioses olímpicos, les habían destinado, haciéndoles nacer de las entrañas de la tierra. ¿Cómo aceptar a quienes no eran ni pensaban como ellos? La ciudad, lejos de ser un lugar de encuentro, de convivencia, se constituía como un coto cerrado, marcado por las fronteras que se alzaban entre "ellos" -los otros- y "nosotros".
Detienne mostró como esta ideología no había infectado solo a la Grecia antigua.
Hoy, ya no verá y mostrará -por desgracias para nosotros- los estragos que aún causa. Falleció hace dos días.
Detienne fue el primer estudioso que puso el acento en una faceta olvidada del dios Apolo: además del dios del canto, la justicia y la mesura -lo que Detienne cuestionaba- y de su tardía equiparación con el dios solar Helios, convirtiéndose así en el dios que echaba luz sobre las sombras de los asuntos humanos, Detienne mostró que Apolo era ante todo un dios violento, más violento que el resto de los dioses olímpicos (y, en general que todos los dioses). Caracterizado no solo por el arco y las flechas de los que nunca se desprendía -hasta, en el colmo de la audacia o la irresponsabilidad, llegar armado en la asamblea de los dioses donde, precisamente, las diferencias se solventaban-, sino también por un afilado cuchillo, Apolo fue el dios que ordenó el espacio, marcó para siempre, a cuchilladas, abriendo profundas heridas o profundos surcos en la tierra, las directrices espaciales, determinó un centro (Delfos) a partir del cual estructurar el mundo, y fue el primero en dotar de cimientos a los edificios (su primera obra, tras un altar en honor de su padre, el dios Zeus, fue el primer templo que dedicó a sí mismo, aunque acogió a Dionisos, en Delfos), mostrando a los primeros arquitectos (aún míticos) como asentar profundamente un edificio. Un dios salvaje ordenando el mundo: la habilitación del espacio conllevaba heridas: la partición, la segregación de terrenos, el levantamiento de muros que sellaban diferencias, la penetración en la tierra de fundamentos que maltrataban a la diosa-madre tierra (a quien Delfos también estaba dedicado), una parte de cuyos bienes perdía en favor de los primeros poseedores de la tierra. Los sentamientos tenían lugar no sin violencia.
Detienne fue también quien echó luz sobre sombras en sombra del imaginario urbano griego. Frente a la imagen de la ciudad democrática, de la parcelación equitativa y de gobiernos que velaban por el bien común -una imagen que la existencia de esclavos, y las guerras constantes entre ciudades, ya habían empañado- Detienne puso de relieve dos nociones, bien articuladas, que definen lo que era la ciudad griega: las nociones de impureza (de miasma) y de autoctonía. Ambas conllevaban a la exclusión de la comunidad. La impureza, causada por la presencia de un "agente" nocivo, exigía su detención y destierro para siempre. Se sostenía que los males de la ciudad -hambres, epidemias, problemas sociales- siempre estaban causados por un mal ciudadano: una figura que cargaba con todas las culpas, hallado por su "mal" comportamiento, su figura y su comportamiento desviados, su rechazo de las normas impuestas de convivencia. En la ciudad solo cabían los puros, los "bien" nacidos, es decir, aquellos que podían justificar que su linaje estaba en el origen de la ciudad: no eran extranjeros, metecos, recién llegados, sino que sus antepasados fueron los padres fundadores de la ciudad.
La noción de impureza llevaba a la de autoctonía. Ésta determinaba que los habitantes de la ciudad (Atenas, en particular) que podían gozar de plenos derechos, de voz y voto, eran quienes habían "nacido" de la tierra -tal es el significado de autóctono-. No venían "de fuera". Tenían raíces que se remontaban a los orígenes del mundo. La tierra -y los derechos- les pertenecían, porque eran los hijos o los frutos de la tierra. Existían incluso antes que los dioses. Un derecho "divino" les autorizaba a poseer la "tierra prometida" -la tierra que las diosas del destino, que manejaban incluso a los dioses olímpicos, les habían destinado, haciéndoles nacer de las entrañas de la tierra. ¿Cómo aceptar a quienes no eran ni pensaban como ellos? La ciudad, lejos de ser un lugar de encuentro, de convivencia, se constituía como un coto cerrado, marcado por las fronteras que se alzaban entre "ellos" -los otros- y "nosotros".
Detienne mostró como esta ideología no había infectado solo a la Grecia antigua.
Hoy, ya no verá y mostrará -por desgracias para nosotros- los estragos que aún causa. Falleció hace dos días.
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