Todas las ciudades de la antigüedad estaban bajo la protección de la divinidad "políada", es decir estrechamente asociada a aquélla. Esta divinidad podía incluso haber fundado la urbe; y desde luego, a menudo conjuntamente con otros dioses, velaba, desde su santuario, por la salvaguarda de la comunidad, siempre que ésta cumpliera con los rituales establecidos.
La cultura (o la "teología") helenística concibió un tipo distinto de divinidad: una diosa -se trataba siempre de una figura femenina- que personificaba a la ciudad. No llevaba el nombre de la urbe -se llamaba, por el contrario, Tiqué -que significa Buena Suerte, en griego- o Fortuna-, pero la Fortuna de cada ciudad, representada por una figura femenina coronada, portadora de un cuerno de la abundancia, cuya corona era distinta en cada caso, ya que simbolizaba, de manera detallista y precisa, la muralla de la urbe. Se trataba, por tanto, de una divinidad que era, a la vez, la misma y diversa, una y con tantas manifestaciones como ciudades existían.
Todas la culturas antiguas sacrificaban a unas divinidades temibles: los dioses y las diosas de la guerra. Solían ser divinidades principales, caracterizadas por su presencia o su aspecto terrorífico. Divinidades implacables, sedientas de sangre, cuyo paso por la tierra dejaba un reguero de víctimas, hubieran o no suplicado clemencia. En algunos casos, estas divinidades eran también diosas del deseo, en una clara alegoría de la ceguera que la pasión desata llevando a sus víctimas, manejadas como marionetas, a la perdición. Tal era, por ejemplo, la diosa Inana o Ishtar en Mesopotamia, representada a veces como una hermosa y seductora mujer apoyada sobre garras afiladas de ave de presa.
Grecia poseía una diosa única, que combinaba los rasgos de los dos tipos de deidades anteriormente descritas. En efecto, Enio (o Enyo) era una diosa, hija o esposa de Ares, el dios de la guerra. Formaba parte del séquito de divinidades aterradoras, como Deinos y Fobos (el Terror y el Temblor), que acompañaban al violento Ares. Se confundía a veces con Eris, la diosa de la violencia. Diosa con las manos manchas de sangre, se caracterizaba por su peculiar, casi exclusiva función: Enio era la diosa destructora (saqueadora, en palabras de Homero) de ciudades. Se presentaba como un súbito y devastador torbellino que arrasaba desde el corazón de las comunidades. Según algunos autores antiguos, Enio era hija de Forcis, un viejo hombre del mar, y de un monstruo marino, Ceto, imponente como un cetáceo, padres también de las terribles Gorgonas, cuya mirada petrificaba, y de las Sirenas, cuyo canto engañoso y seductor llevaba a los marineros encantados al naufragio contra los arrecifes. Troya cayó cuando Enio entró en la ciudad, y la toma de Tebas en manos de sus siete enemigos aconteció cuando la diosa se puso a la cabeza del ejército atacante. Troya no volvió a la vida, y Tebas casi desapareció.
Parece lógico que una cultura como la Grecia que tenía en tanta estima a Apolo, dios fundador -dios destructivo, también- tuviera clara conciencia de la fragilidad de las construcciones humanas, siempre a la merced del soplo devastador -Enio echaba fuego por la boca- de una diosa de la que había que protegerse accediendo a todas sus demandas.
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