https://soundcloud.com/joan-valent/foster-symphony-de-joan-valent
Escucha legal.
Obra del compositor mallorquín Joan Valent dedicada al arquitecto Norman Foster.
Agradezco la recomendación de Lucas Dutra.
lunes, 12 de agosto de 2019
domingo, 11 de agosto de 2019
El valor del arte
No confundir valor y precio: una frase ya tópica que se repite una y otra vez en el mundo del arte.
Afirmación obvia. Obras de gran precio (de Damian Hirst, Jeff Koons, Julian Schnabel, Marina Abramovic, Joana Vasconcelos, Jaume Plensa, Fernando Botero, etc.) carecen de cualquier valoración crítica y acaban perdiendo precio con el paso de los años.
O lo perderían si las galerías del arte no intervinieran.
El precio de una obra depende del mercado -además del coste de producción de la misma (por el material, y la dificultad técnica, en algunos casos), coste, sin embargo, muy inferior al precio de mercado, que responde a otras causas. Cuanto menos obras se encuentren en venta y cuanto más deseo susciten, inevitablemente el precio asciende. Por tanto, las galerías de arte no aceptan vender toda una exposición a un mismo comprador -para evitar que las pueda poner un día en venta masivamente, lo que haría caer el precio-. Lo que más influye en el precio de una obra son las colecciones que las poseen. Por tanto, antes de inaugurar una exposición comercial, las galerías contactan ciertas se tos coleccionistas. Idealmente, no venderán a cualquiera, pese a que los compradores, anónimos, sin referencias, puedan adquirir las obras sin problemas. El que una obra acabe en una colección "prestigiosa" suscitará el deseo de emulación de otras, por lo que el precio aumentará. Al mismo tiempo, ciertos museos son contactados para ofrecerles determinadas obras. Que un artista tenga obras en ciertos museos también acrecienta el precio de sus obras. por este mismo motivo, los museos más prestigiosos rechazan donaciones que no han solicitado: el artista podría aducir que su obra se halla en un museo conocido cuando, en verdad, aquélla acaba en un almacén, sin que el museo sepa bien qué hacer.
Quien posee o ha poseído una obra influye en el precio. Una procedencia "prestigiosa" o prestigiada concede cierta aureola a una obra. Ésta está marcada por las manos y los ojos que la poseyeron y la contemplaron. El prestigio del nombre de un coleccionista revierte en el precio de una obra, la cual, a su vez, acrecienta la fama del poseedor. Obras y coleccionistas se necesitan.
Existen colecciones que se nutren solo de obras que han pertenecido a figuras célebres (como el museo Egipcio de Barcelona, con obras carentes a veces de valor pero con un alto precio, gracias a que pertenecieron a celebridades). Obras a veces menores pero adquiridas con un fuerte desembolso debido a la fama de anteriores propietarios. Hollywood es una máquina de hacer subir el precio de obras de arte.
Este fenómeno no es propio del arte moderno y contemporáneo.
También en la antigüedad, la importancia de una obra dependía de la riqueza material, de la habilidad técnica del artista o artesano, y de la procedencia.
En la antigüedad, sin embargo, ésta influía, no en precio -por otra parte, inexistente, ya que no existía una unidad de valor universal-, sino en el valor. Las obras más valiosas, las que concedían prestigio, eran aquellas que habían sido fabricadas por dioses y héroes, o habían pertenecido a familias descendientes de estas figuras sobrenaturales. Quien poseía una arma forjada por el dios artesano Hefesto (Vulcano), en Grecia o en Roma, poseía un objeto digno e una ofrenda divina. El valor era social. El prestigio social acrecentaba el aureola de una obra, convertida en una pieza mágica o religiosa. Estas obras no se vendían: se regalaban como muestra de un particular aprecio, ya que eran lo más valioso, lo más sagrado, que una familia poseía.
De algún modo, las obras de valor eran como reliquias. Habían sido pensadas, fabricadas, poseídas e intercambiadas por y entre figuras sobrenaturales. Éstas se insertaban en las relaciones de buena vecindad, de adoración o respeto entre familias aristocráticas, o entre comunidades y dioses. Existían tanto para dotar de prestigio a una familia y para ayudar a tejer complicidades entre ciertas familias, cuyas relaciones, que las obras tejían, pasando de mano en mano, también acrecentaban el prestigio de todas las familias o clanes que intervenían en esas relaciones, selladas por el intercambio de dones prestigiosos.
Afirmación obvia. Obras de gran precio (de Damian Hirst, Jeff Koons, Julian Schnabel, Marina Abramovic, Joana Vasconcelos, Jaume Plensa, Fernando Botero, etc.) carecen de cualquier valoración crítica y acaban perdiendo precio con el paso de los años.
O lo perderían si las galerías del arte no intervinieran.
El precio de una obra depende del mercado -además del coste de producción de la misma (por el material, y la dificultad técnica, en algunos casos), coste, sin embargo, muy inferior al precio de mercado, que responde a otras causas. Cuanto menos obras se encuentren en venta y cuanto más deseo susciten, inevitablemente el precio asciende. Por tanto, las galerías de arte no aceptan vender toda una exposición a un mismo comprador -para evitar que las pueda poner un día en venta masivamente, lo que haría caer el precio-. Lo que más influye en el precio de una obra son las colecciones que las poseen. Por tanto, antes de inaugurar una exposición comercial, las galerías contactan ciertas se tos coleccionistas. Idealmente, no venderán a cualquiera, pese a que los compradores, anónimos, sin referencias, puedan adquirir las obras sin problemas. El que una obra acabe en una colección "prestigiosa" suscitará el deseo de emulación de otras, por lo que el precio aumentará. Al mismo tiempo, ciertos museos son contactados para ofrecerles determinadas obras. Que un artista tenga obras en ciertos museos también acrecienta el precio de sus obras. por este mismo motivo, los museos más prestigiosos rechazan donaciones que no han solicitado: el artista podría aducir que su obra se halla en un museo conocido cuando, en verdad, aquélla acaba en un almacén, sin que el museo sepa bien qué hacer.
Quien posee o ha poseído una obra influye en el precio. Una procedencia "prestigiosa" o prestigiada concede cierta aureola a una obra. Ésta está marcada por las manos y los ojos que la poseyeron y la contemplaron. El prestigio del nombre de un coleccionista revierte en el precio de una obra, la cual, a su vez, acrecienta la fama del poseedor. Obras y coleccionistas se necesitan.
Existen colecciones que se nutren solo de obras que han pertenecido a figuras célebres (como el museo Egipcio de Barcelona, con obras carentes a veces de valor pero con un alto precio, gracias a que pertenecieron a celebridades). Obras a veces menores pero adquiridas con un fuerte desembolso debido a la fama de anteriores propietarios. Hollywood es una máquina de hacer subir el precio de obras de arte.
Este fenómeno no es propio del arte moderno y contemporáneo.
También en la antigüedad, la importancia de una obra dependía de la riqueza material, de la habilidad técnica del artista o artesano, y de la procedencia.
En la antigüedad, sin embargo, ésta influía, no en precio -por otra parte, inexistente, ya que no existía una unidad de valor universal-, sino en el valor. Las obras más valiosas, las que concedían prestigio, eran aquellas que habían sido fabricadas por dioses y héroes, o habían pertenecido a familias descendientes de estas figuras sobrenaturales. Quien poseía una arma forjada por el dios artesano Hefesto (Vulcano), en Grecia o en Roma, poseía un objeto digno e una ofrenda divina. El valor era social. El prestigio social acrecentaba el aureola de una obra, convertida en una pieza mágica o religiosa. Estas obras no se vendían: se regalaban como muestra de un particular aprecio, ya que eran lo más valioso, lo más sagrado, que una familia poseía.
De algún modo, las obras de valor eran como reliquias. Habían sido pensadas, fabricadas, poseídas e intercambiadas por y entre figuras sobrenaturales. Éstas se insertaban en las relaciones de buena vecindad, de adoración o respeto entre familias aristocráticas, o entre comunidades y dioses. Existían tanto para dotar de prestigio a una familia y para ayudar a tejer complicidades entre ciertas familias, cuyas relaciones, que las obras tejían, pasando de mano en mano, también acrecentaban el prestigio de todas las familias o clanes que intervenían en esas relaciones, selladas por el intercambio de dones prestigiosos.
BUSTER KEATON (1895-1966): THE SCARECROW (EL ESPANTAPÁJAROS, 1920)
Este conocido cortometraje de Buster Keaton contiene una larga y mítica escena de un almuerzo rodeado de aparatos e ingenios modernos que cambian la manera de comer y de relacionarse, e influyen en el espacio doméstico y en la manera de relacionarse con él.
De obligado cumplimiento en escuelas y estudios de arquitectura e "interiorismo".
Labels:
Arquitectura moderna,
Arquitectura y cine
sábado, 10 de agosto de 2019
MARCEL BORRÀS (1989): SHE APPROPIATES IN PRESENT (2019)
La "performance" de Marcel Borràs para el pabellón catalán en la Bienal de Arte de Venecia de este año (2019), que tuvo lugar durante los tres días de la inauguración de la Bienal a principios del mes de mayo, volverá a tener lugar a finales de agosto, durante le Mostra de Cine.
Este breve espectáculo, de unos cuarenta minutos de duración, llevado a cabo en los alrededores del pabellón, en la isla de San Pietro, evoca un paseo por Barcelona y alrededores para contemplar estatuas, interpretadas por la actriz Marta Aguilar, y revivir las escenas de adoración o destrucción que han sufrido, con la participación activa de los espectadores que tendrán que enfrentarse a las estatuas, puestas en un altar, como un paso de semana santa de Tarragona, o derribadas, como la descomunal estatua de bronce del Gran Timonel, Jordi Pujol -el ex-presidente catalán, desacreditado tras su forzada confesión de sus cuentas no declaradas en el paraíso fiscal de Andorra-, en el cercano pueblo barcelonés de Premiá de Dalt (cuyo ayuntamiento denegó el préstamo de la obra, hoy mutilada)
Esta "performance" forma parte de la exposición documental Perder la cabeza, que trata de las recientes destrucciones de estatuas públicas naturalistas en Cataluña.
La nueva puesta en escena cuando la Mostra tiene sentido dado que Marcel Borràs y Marta Aguilar son, amén de actores de teatro, también actores de cine. Marcel Borràs es también autor y director de teatro, y la presente "performance", con un largo texto escrito, casi constituye una parte de su último obra teatral, escrita, interpretada y dirigida junto con su socio Nao Albet, Falsestuff (Teatro Nacional de Cataluña, Barcelona, 2018)
La inclusión de Marcel Borràs en el pabellón -es el artista del mismo- tiene como fin incluir géneros artísticos como el teatro escasamente presentados en una bienal de arte que casi siempre se ciñe a las artes plásticas y performativas, pero casi nunca teatrales.
Cualquiera que se halle en Venecia los días 30 y 31 de agosto, está invitado a asistir a esta actuación, y será bienvenido.
Labels:
Estética y teoría de las artes,
Modern Art
Los esclavos y el espacio doméstico en la Grecia antigua
Grecia tuvo esclavos. Constituían la mayor parte de los botines de guerra, mujeres y niños sobre todo, ya que los hombres de las ciudades caídas eran casi ejecutados. Las guerras, en verdad, se llevaban a cabo, precisamente para obtener bienes, entre éstos, esclavos.
Las ciudades democráticas "funcionaban" gracias al trabajo político de los ciudadanos -entre los que no se encontraban niños, mujeres, esclavos y metecos, cuyo acceso al espacio público estaba proscrito- y al productivo de agricultores, pastores, comerciantes, navegantes, artesanos y sobre todo de esclavos: personas esclavizadas, e hijos de esclavos.
Éstos formaban parte de la casas aristocráticas. Estaban atados, encerrados en éstos (el sustantivo doulos, esclavo, estaba emparentado con el verbo deoo, atar, aprisionar, encadenar. La ligazón era física, a veces, además, emocional).
La ubicación y las tareas se diferenciaban nítidamente según el género. Cada parte de la posesión estaba al cuidado de uno u otro género. Las esclavas trabajaban siempre en el interior de las casas, en las partes más alejadas de la entrada. Limpiaban, ayudaban en la higiene personal de los señores -les untaban el cuerpo con aceite, les lavaban los pies-, a quienes vestían, hilaban y tejían -siguiendo las indicaciones de la "mujer de la casa", molían los cereales (cebada y trigo) -un trabajo durísimo que deformaba los miembros-, hacían pan, cocinaban, y servían el agua. En ocasiones, eran ocasionales concubinas del señor.
Los esclavos, en cambio, trabajaban siempre en el exterior. Pastoreaban -podían tener la ayuda de esclavos más jóvenes-, cultivaban la tierra, recogían los cultivos, sacrificaban y despellejaban a los animales, preparaban y asaban la carne -para los banquetes y a veces para los templos- y, ya en el interior, servían el vino.
Queda, aún hoy, un eco, de esta relación sexual con la comida: el señor de la casa suele ocuparse del vino, y las barbacoas, al aire libre, en jardines y terrazas, durante los fines de semana y en días festivos, son "cosa de hombres". las mujeres suelen ocuparse de las comidas los días laborables.
Los esclavos no recibían ninguna paga: eran alojados y se les daba una comida diaria. Algunos lograban tener una relación estrecha, de confianza, con los señores, y podían llegar a ser liberados. Pero el maltrato, el ninguneo, también era de recibo.
No constituían, sin embargo, la clase más baja. Los pobres, que no eran esclavos, eran aún más relegados, trabajadores sin trabajo, techo ni esperanza que, a menudo, solo podían malvivir, a la intemperie, vendiéndose, perdiendo el honor (ver entrada anterior).
Luces y sombras de la ciudad y la casa griegas.
Las ciudades democráticas "funcionaban" gracias al trabajo político de los ciudadanos -entre los que no se encontraban niños, mujeres, esclavos y metecos, cuyo acceso al espacio público estaba proscrito- y al productivo de agricultores, pastores, comerciantes, navegantes, artesanos y sobre todo de esclavos: personas esclavizadas, e hijos de esclavos.
Éstos formaban parte de la casas aristocráticas. Estaban atados, encerrados en éstos (el sustantivo doulos, esclavo, estaba emparentado con el verbo deoo, atar, aprisionar, encadenar. La ligazón era física, a veces, además, emocional).
La ubicación y las tareas se diferenciaban nítidamente según el género. Cada parte de la posesión estaba al cuidado de uno u otro género. Las esclavas trabajaban siempre en el interior de las casas, en las partes más alejadas de la entrada. Limpiaban, ayudaban en la higiene personal de los señores -les untaban el cuerpo con aceite, les lavaban los pies-, a quienes vestían, hilaban y tejían -siguiendo las indicaciones de la "mujer de la casa", molían los cereales (cebada y trigo) -un trabajo durísimo que deformaba los miembros-, hacían pan, cocinaban, y servían el agua. En ocasiones, eran ocasionales concubinas del señor.
Los esclavos, en cambio, trabajaban siempre en el exterior. Pastoreaban -podían tener la ayuda de esclavos más jóvenes-, cultivaban la tierra, recogían los cultivos, sacrificaban y despellejaban a los animales, preparaban y asaban la carne -para los banquetes y a veces para los templos- y, ya en el interior, servían el vino.
Queda, aún hoy, un eco, de esta relación sexual con la comida: el señor de la casa suele ocuparse del vino, y las barbacoas, al aire libre, en jardines y terrazas, durante los fines de semana y en días festivos, son "cosa de hombres". las mujeres suelen ocuparse de las comidas los días laborables.
Los esclavos no recibían ninguna paga: eran alojados y se les daba una comida diaria. Algunos lograban tener una relación estrecha, de confianza, con los señores, y podían llegar a ser liberados. Pero el maltrato, el ninguneo, también era de recibo.
No constituían, sin embargo, la clase más baja. Los pobres, que no eran esclavos, eran aún más relegados, trabajadores sin trabajo, techo ni esperanza que, a menudo, solo podían malvivir, a la intemperie, vendiéndose, perdiendo el honor (ver entrada anterior).
Luces y sombras de la ciudad y la casa griegas.
viernes, 9 de agosto de 2019
Timé : honor y deshonor en la Grecia antigua
Para los griegos, el mundo visible lo era todo. El mundo de los dioses y de los muertos era nebuloso. Los muertos eran sombras y los dioses, invisibles, salvo cuando se disfrazaban de humanos. el mundo se regía por la vista. Todo lo que existía debía alcanzarse con la vista. Más allá del horizonte no se podía estar seguro de nada. La vida real estaba englobada en un estrecho círculo. Las personas solo contaban si se les podía reconocer, si eran vistas y veían. Los condenados, los desterrados eran muertos en vida porque tenían que desaparecer de la vida de los ciudadanos. La vida eremita, conventual o cenobítica de los inicios del Cristianismo, la retirada del mundo, no eran de recibo. Para vivir digna, honrosamente, para ir con la cabeza bien alta era necesario vivir bajo la atenta y escrutadora mirada ajena. Los ojos de los demás eran los espejos en los que se reflejaba y se acrecentaba la honra. Y sin honra, solo cabía la muerte, muerte a plena luz del día, en combate, que en ocasiones recataba del oprobio.
La imagen que se ofrecía y, sobre todo, la imagen que se tenía de cada ciudadano determinaba su valor. Éste dependía de cómo era percibido, evaluado un ciudadano. El sustantivo griego time, significa valor, precio, pero también aprecio. Se traduce a menudo por honor. Pero designaba, ante todo, la buena imagen que se tenía de un héroe, un guerrero, un ciudadano. Se vivía, por tanto, a expensas de los demás, siempre de cara a los demás. Una persona honrada era la que no escondía nada. El honor estaba, no en uno mismo, sino en la mirada de los demás. Éstos tenían que poder estudiar, apreciar, evaluar las cualidades de cada persona. Los ciudadanos se conocían y se reconocían mutuamente. La imagen determinaba la honra. Y sin honor, no se tenía cabida en una comunidad.
La time exigía una comunidad, un espacio dónde manifestarse: un lugar dónde poderse ver las caras. Éste era la ciudad y, más concretamente, el centro de la misma: el ágora. Plaza pública donde cada ciudadano exponía sus puntos de vista y se exponía, de manera que se pudiera tener la mejor imagen de cada uno. Quienes, por el contrario, no se podían mostrar a plena luz, mujeres, niños, esclavos, condenados y metecos no gozaban de ningún aprecio.
La ciudad era donde cada ciudadano adquiría el honor. El ágora era un espacio de discusión. El gobierno de la ciudad era asambleario. Ninguna decisión podía tomarse a escondidas. Todas debían debatirse. Una ciudadano mejoraba o disminuía a ojos de los demás durante la exposición pública. Tanto lo que decía como cuanto cómo lo decía determinaba la buena o mala imagen, el aprecio o desprecio en el que se le tenía, el honor o la deshonra que adquiría o lo marcaba. Aún hoy, la deshonra equivale a perder la cara: es decir, la incapacidad en la que uno de pronto se encuentra en poder ofrecer una buena cara ante una determinada situación y, sobre todo, a los demás. Perder la cara implica dejar de ser tenido en consideración, convertirse en un don nadie, ya no tener ningún valor.
Si hubo una cultura en la que la imagen lo era todo y en la que se vivía siempre de cara a la galería, éste era la griega. Pero todos se exponían. Todos se miraban. todos estaban al alcance de la vista. Se miraba y era evidente que se miraba. Se tenía que mirar y mostrar que se era todo ojos. Porque dichos ojos no solo daban fe sino que creaban el valor de quienes, a su vez, mirando, devolvían el honor concedido. Ser visto, ser objeto de atención era un honor. Atención que exigía no cometer actos que no podían practicarse a plena luz. El secretismo con el que hoy escudriñamos la vida de los demás no era de recibo. Estar expuesto a la vista no era un peligro sino una necesidad. El brillo en la mirada de los demás al vernos y evaluarnos se reflejaba en quien era objeto de contemplación y lo iluminaba. Ay de quien era invisible, de quien no llamara la atención, de quien no era objeto de las atenciones de los demás. Pues la mirada que lo escudriñaba era también una mirada envolvente que lo realzaba. La persona observada era digna de ser apreciada. Era un modelo que todos debían imitar.
La time era el honor que se adquiría cuando no se tenía nada que ocultar.
Un sentido muy distinto del honor, del valor, de la fama moderno.
La imagen que se ofrecía y, sobre todo, la imagen que se tenía de cada ciudadano determinaba su valor. Éste dependía de cómo era percibido, evaluado un ciudadano. El sustantivo griego time, significa valor, precio, pero también aprecio. Se traduce a menudo por honor. Pero designaba, ante todo, la buena imagen que se tenía de un héroe, un guerrero, un ciudadano. Se vivía, por tanto, a expensas de los demás, siempre de cara a los demás. Una persona honrada era la que no escondía nada. El honor estaba, no en uno mismo, sino en la mirada de los demás. Éstos tenían que poder estudiar, apreciar, evaluar las cualidades de cada persona. Los ciudadanos se conocían y se reconocían mutuamente. La imagen determinaba la honra. Y sin honor, no se tenía cabida en una comunidad.
La time exigía una comunidad, un espacio dónde manifestarse: un lugar dónde poderse ver las caras. Éste era la ciudad y, más concretamente, el centro de la misma: el ágora. Plaza pública donde cada ciudadano exponía sus puntos de vista y se exponía, de manera que se pudiera tener la mejor imagen de cada uno. Quienes, por el contrario, no se podían mostrar a plena luz, mujeres, niños, esclavos, condenados y metecos no gozaban de ningún aprecio.
La ciudad era donde cada ciudadano adquiría el honor. El ágora era un espacio de discusión. El gobierno de la ciudad era asambleario. Ninguna decisión podía tomarse a escondidas. Todas debían debatirse. Una ciudadano mejoraba o disminuía a ojos de los demás durante la exposición pública. Tanto lo que decía como cuanto cómo lo decía determinaba la buena o mala imagen, el aprecio o desprecio en el que se le tenía, el honor o la deshonra que adquiría o lo marcaba. Aún hoy, la deshonra equivale a perder la cara: es decir, la incapacidad en la que uno de pronto se encuentra en poder ofrecer una buena cara ante una determinada situación y, sobre todo, a los demás. Perder la cara implica dejar de ser tenido en consideración, convertirse en un don nadie, ya no tener ningún valor.
Si hubo una cultura en la que la imagen lo era todo y en la que se vivía siempre de cara a la galería, éste era la griega. Pero todos se exponían. Todos se miraban. todos estaban al alcance de la vista. Se miraba y era evidente que se miraba. Se tenía que mirar y mostrar que se era todo ojos. Porque dichos ojos no solo daban fe sino que creaban el valor de quienes, a su vez, mirando, devolvían el honor concedido. Ser visto, ser objeto de atención era un honor. Atención que exigía no cometer actos que no podían practicarse a plena luz. El secretismo con el que hoy escudriñamos la vida de los demás no era de recibo. Estar expuesto a la vista no era un peligro sino una necesidad. El brillo en la mirada de los demás al vernos y evaluarnos se reflejaba en quien era objeto de contemplación y lo iluminaba. Ay de quien era invisible, de quien no llamara la atención, de quien no era objeto de las atenciones de los demás. Pues la mirada que lo escudriñaba era también una mirada envolvente que lo realzaba. La persona observada era digna de ser apreciada. Era un modelo que todos debían imitar.
La time era el honor que se adquiría cuando no se tenía nada que ocultar.
Un sentido muy distinto del honor, del valor, de la fama moderno.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)