viernes, 9 de agosto de 2019

Timé : honor y deshonor en la Grecia antigua

Para los griegos, el mundo visible lo era todo. El mundo de los dioses y de los muertos era nebuloso. Los muertos eran sombras y los dioses, invisibles, salvo cuando se disfrazaban de humanos. el mundo se regía por la vista. Todo lo que existía debía alcanzarse con la vista.  Más allá del horizonte no se podía estar seguro de nada. La vida real estaba englobada en un estrecho círculo. Las personas solo contaban si se les podía reconocer, si eran vistas y veían. Los condenados, los desterrados eran muertos en vida porque tenían que desaparecer de la vida de los ciudadanos. La vida eremita, conventual o cenobítica de los inicios del Cristianismo, la retirada del mundo, no eran de recibo. Para vivir digna, honrosamente, para ir con la cabeza bien alta era necesario vivir bajo la atenta y escrutadora mirada ajena. Los ojos de los demás eran los espejos en los que se reflejaba y se acrecentaba la honra. Y sin honra, solo cabía la muerte, muerte a plena luz del día, en combate, que en ocasiones recataba del oprobio.

La imagen que se ofrecía y, sobre todo, la imagen que se tenía de cada ciudadano determinaba su valor.  Éste dependía de cómo era percibido, evaluado un ciudadano. El sustantivo griego time, significa valor, precio, pero también aprecio. Se traduce a menudo por honor. Pero designaba, ante todo, la buena imagen que se tenía de un  héroe, un guerrero, un ciudadano. Se vivía, por tanto, a expensas de los demás, siempre de cara a los demás. Una persona honrada era la que no escondía nada. El honor estaba, no en uno mismo, sino en la mirada de los demás. Éstos tenían que poder estudiar, apreciar, evaluar las cualidades de cada persona. Los ciudadanos se conocían y se reconocían mutuamente. La imagen determinaba la honra. Y sin honor, no se tenía cabida en una comunidad.
La time exigía una comunidad, un espacio dónde manifestarse: un lugar dónde poderse ver las caras. Éste era la ciudad y, más concretamente, el centro de la misma: el ágora. Plaza pública donde cada ciudadano exponía sus puntos de vista y se exponía, de manera que se pudiera tener la mejor imagen de cada uno. Quienes, por el contrario, no se podían mostrar a plena luz, mujeres, niños, esclavos, condenados y metecos no gozaban de ningún aprecio.

La ciudad era donde cada ciudadano adquiría el honor. El ágora era un espacio de discusión. El gobierno de la ciudad era asambleario. Ninguna decisión podía tomarse a escondidas. Todas debían debatirse. Una ciudadano mejoraba o disminuía a ojos de los demás durante la exposición pública. Tanto lo que decía como cuanto cómo lo decía determinaba la buena o mala imagen, el aprecio o desprecio en el que se le tenía, el honor o la deshonra que adquiría o lo marcaba. Aún hoy, la deshonra equivale a perder la cara: es decir, la incapacidad en la que uno de pronto se encuentra en poder ofrecer una buena cara ante una determinada situación y, sobre todo, a los demás. Perder la cara implica dejar de ser tenido en consideración, convertirse en un don nadie, ya no tener ningún valor.

Si hubo una  cultura en la que la imagen lo era todo y en la que se vivía siempre de cara a la galería, éste era la griega. Pero todos se exponían. Todos se miraban. todos estaban al alcance de la vista. Se miraba  y era evidente que se miraba. Se tenía que mirar y mostrar que se era todo ojos. Porque dichos ojos no solo daban fe sino que creaban el valor de quienes, a su vez, mirando, devolvían el honor concedido. Ser visto, ser objeto de atención era un honor. Atención que exigía no cometer actos que no podían practicarse a plena luz. El secretismo con el que hoy escudriñamos la vida de los demás no era de recibo. Estar expuesto a la vista no era un peligro sino una necesidad. El brillo en la mirada de los demás al vernos y evaluarnos se reflejaba en quien era objeto de contemplación y lo iluminaba. Ay de quien era invisible, de quien no llamara la atención, de quien no era objeto de las atenciones de los demás. Pues la mirada que lo escudriñaba era también una mirada envolvente que lo realzaba. La persona observada era digna de ser apreciada. Era un modelo que todos debían imitar.
La time era el honor que se adquiría cuando no se tenía nada que ocultar.
Un sentido muy distinto del honor, del valor, de la fama moderno.

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