“ Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así (...), porque prevalece lo peor.”
(Homero: Ilíada, Rapsodia Primera)
(NB: El dios Hefesto trata de mediar entre los olímpicos enfurecidos por una sentencia de Zeus)
martes, 15 de octubre de 2019
lunes, 14 de octubre de 2019
El aula y la calle
En ciertas ocasiones, a los profesores se les invita a desalojar las aulas para descender a las calles, es decir a dejar de dar clases.
Un aula es un ágora: un espacio acotado donde un profesor expone (pone delante, manifiesta, hace visible) unos contenidos. No comunica datos sino una selección intencionada, lógica, de éstos. Justifica porqué transmite esos datos. Reflexiona sobre lo que aportan. Invita a interrogarse sobre éstos.
El aula es un espacio de transmisión de conocimientos y de diálogo. Un lugar donde se piensa, tomándose el tiempo necesario. El profesor explica y vuelve sobre lo que comenta. Da vueltas sobre un tema, un concepto. Lo expone de varias maneras. Muestra sus distintas facetas. Matiza lo que ha contado. Escucha y responde a lo que los alumnos inquieren, o comentan. Trabaja un tema como si fuera una masa que moldea. La levanta, la airea, la deja reposar y vuelve a tomarla. No tritura, ni simplifica. No manipula. Respeta las características, las necesidades del tema. Acepta las aristas, y los grumos que, sabe necesitan de una particular atención, cierto cuidado. Un profesor debe ser cuidadoso: lo que tiene entre manos, y en su cabeza, lo que entrega es frágil y volátil. Pronto puede deformarse. Un profesor no habla ni dialoga en el vacío. Debe aceptar y respetar a quienes le escuchan y le responden. Debe saber qué esperan, y saber responder que a veces no sabe qué decir. Un profesor debe también saber callarse, no porque esconda información alguna, ni porque se den temas que no se puedan exponer, sino porque debe asumir que lo que más sabe es que no lo sabe todo.
Un profesor, por tanto, enseña -y aprende mientras explica, y escucha lo que los estudiantes aportan- a pensar sin prisas. Con prudencia. No jalea, sino que a veces se calla. No busca la entrega a ciegas. Lo que cuenta no es objeto de fe. No adoctrina, sino que expone las múltiples facetas, a veces contradictorias, de lo que cuenta. Lo que cuenta no es evidente, a veces. Su exposición, clarificadora, requiere tiempo, meditación. A veces, se encuentra con preguntas sin respuesta, o no sabe qué contestar. El tema, de pronto, presenta problemas irreductibles. La clase debe interrumpirse y proseguir en la siguiente sesión. Sus explicaciones son variaciones, más que enunciados directos. Un profesor modela, modula. Avanza y retrocede. Escucha pero no se escucha. No da nada por sentado. Los temas son problemas qué resolver, pero cuenta tanto la resolución cuanto el proceso empleado, aunque no siempre se llega a buen puerto.
Un aula es una caja donde resuenan varias voces que se complementan, se callan para escuchar pero nunca se acallan.
Un aula no es una calle donde solo se acepta el paso apresurado. Por eso, lo que se deberían llenar son las aulas, y vaciar las calles.
Un aula es un ágora: un espacio acotado donde un profesor expone (pone delante, manifiesta, hace visible) unos contenidos. No comunica datos sino una selección intencionada, lógica, de éstos. Justifica porqué transmite esos datos. Reflexiona sobre lo que aportan. Invita a interrogarse sobre éstos.
El aula es un espacio de transmisión de conocimientos y de diálogo. Un lugar donde se piensa, tomándose el tiempo necesario. El profesor explica y vuelve sobre lo que comenta. Da vueltas sobre un tema, un concepto. Lo expone de varias maneras. Muestra sus distintas facetas. Matiza lo que ha contado. Escucha y responde a lo que los alumnos inquieren, o comentan. Trabaja un tema como si fuera una masa que moldea. La levanta, la airea, la deja reposar y vuelve a tomarla. No tritura, ni simplifica. No manipula. Respeta las características, las necesidades del tema. Acepta las aristas, y los grumos que, sabe necesitan de una particular atención, cierto cuidado. Un profesor debe ser cuidadoso: lo que tiene entre manos, y en su cabeza, lo que entrega es frágil y volátil. Pronto puede deformarse. Un profesor no habla ni dialoga en el vacío. Debe aceptar y respetar a quienes le escuchan y le responden. Debe saber qué esperan, y saber responder que a veces no sabe qué decir. Un profesor debe también saber callarse, no porque esconda información alguna, ni porque se den temas que no se puedan exponer, sino porque debe asumir que lo que más sabe es que no lo sabe todo.
Un profesor, por tanto, enseña -y aprende mientras explica, y escucha lo que los estudiantes aportan- a pensar sin prisas. Con prudencia. No jalea, sino que a veces se calla. No busca la entrega a ciegas. Lo que cuenta no es objeto de fe. No adoctrina, sino que expone las múltiples facetas, a veces contradictorias, de lo que cuenta. Lo que cuenta no es evidente, a veces. Su exposición, clarificadora, requiere tiempo, meditación. A veces, se encuentra con preguntas sin respuesta, o no sabe qué contestar. El tema, de pronto, presenta problemas irreductibles. La clase debe interrumpirse y proseguir en la siguiente sesión. Sus explicaciones son variaciones, más que enunciados directos. Un profesor modela, modula. Avanza y retrocede. Escucha pero no se escucha. No da nada por sentado. Los temas son problemas qué resolver, pero cuenta tanto la resolución cuanto el proceso empleado, aunque no siempre se llega a buen puerto.
Un aula es una caja donde resuenan varias voces que se complementan, se callan para escuchar pero nunca se acallan.
Un aula no es una calle donde solo se acepta el paso apresurado. Por eso, lo que se deberían llenar son las aulas, y vaciar las calles.
domingo, 13 de octubre de 2019
La palabra (Logos)
Logos, en griego, significa palabra. Mythos también significa palabra. Ambos términos se refieren a palabras que cuentan la verdad: designan hechos ciertos. Mas, mientras que mythos se refiere a un hecho único no comprobable -lo que no significa que no hubiera tenido lugar, acontecía tan solo que no se podía verificar, sin que dicha ausencia implicase sospecha alguna sobre el acontecimiento narrado: era indemostrable porque había acaecido en un tiempo anterior al tiempo de los humanos-, logos, por el contrario, se refería a hechos ciertos, repetibles, comprobables. Los hechos designados por la palabra logos sí eran recientes, al menos, estaban al alcance de la humana comprensión.
Logos acabó por imponerse para designar hechos reales, mythos para fantasías. El logos pasaría al mundo de la ciencia, el mythos, se circunscribiría al de las artes.
El verbo legein, en tiempos de Homero, tenía tres significados; designaba tres acciones distintas aunque relacionada. Primeramente, se traduce por recoger. Nombra a una acción que acumula hechos o entres, indiscriminadamente: la acción se asemeja a la de la persona que, temiendo carencias, o habiéndolas sufrido, amontona bienes que considera le podrán ser útiles. Los graneros, las reservas, los tesoros se llenaban con bienes, cuya recolección bien podría designarse con el verbo legein.
Legein, a continuación, designaba la acción de escoger, y ya no tan solo de recoger. Quien llevaba a cabo dicha acción separaba la paja del grano. La acción, también era propia de una sociedad rural, agrícola, habituada a las labores del campo. Legein se refería a una acción que ordenaba bienes de un mismo tipo, aptos para una misma función. Bienes cercanos, útiles para la vida.
Pero legein no se limitaba a esta segunda tarea. Es entonces, cuando legein se refería también a la acción de enumerar. Cada elemento era separado del grupo y adquiría una "individualidad". Ya no formaba parte de un grupo indistinto, sino que se convertía en un motivo de observación y de estudio. Entraba en relación con el ser humano. Dialogaba -verbo compuesto por logos- con él.
Y así es cómo el hombre podía nombrar cada ente. Éste era "personalizado". Abandonaba el anonimato. Se enfrentaba al hombre. Movía su curiosidad. El hombre podía hablar de este ente. Y podía decir cosas ciertas, ya que lo tenían ante sí, sometido a escrutinio. Ningún detalle se le escapaba. Pocos errores podía cometer si era un buen observador. Y lo era porque se había fijado en este ente, que le había llamado la atención hasta ser llamado, designado, obteniendo un nombre que lo caracterizaba.
El logos cuenta hechos observados, fruto de la experiencia, de un encuentro. El logos cuenta hechos de los que se pueden dar cuenta. Hechos vividos. Palabras que narran encuentros . Propias del conocimiento empírico, lejos del mundo de las creencias, la fe. Los hechos lógicos no son más ciertos que los míticos. Son más cercanos, quizá más humanos. Son hechos sobre los que se puede hablar, discutir entre humanos. Los logoi fundan comunidades, puesto que invitan a intercambiar palabras, palabras que ya no pertenecen a nadie, que no son una propiedad privada, sino que circulan, de boca en boca, asentado una grupo que aceptan ceder la palabra al otro.
Logos acabó por imponerse para designar hechos reales, mythos para fantasías. El logos pasaría al mundo de la ciencia, el mythos, se circunscribiría al de las artes.
El verbo legein, en tiempos de Homero, tenía tres significados; designaba tres acciones distintas aunque relacionada. Primeramente, se traduce por recoger. Nombra a una acción que acumula hechos o entres, indiscriminadamente: la acción se asemeja a la de la persona que, temiendo carencias, o habiéndolas sufrido, amontona bienes que considera le podrán ser útiles. Los graneros, las reservas, los tesoros se llenaban con bienes, cuya recolección bien podría designarse con el verbo legein.
Legein, a continuación, designaba la acción de escoger, y ya no tan solo de recoger. Quien llevaba a cabo dicha acción separaba la paja del grano. La acción, también era propia de una sociedad rural, agrícola, habituada a las labores del campo. Legein se refería a una acción que ordenaba bienes de un mismo tipo, aptos para una misma función. Bienes cercanos, útiles para la vida.
Pero legein no se limitaba a esta segunda tarea. Es entonces, cuando legein se refería también a la acción de enumerar. Cada elemento era separado del grupo y adquiría una "individualidad". Ya no formaba parte de un grupo indistinto, sino que se convertía en un motivo de observación y de estudio. Entraba en relación con el ser humano. Dialogaba -verbo compuesto por logos- con él.
Y así es cómo el hombre podía nombrar cada ente. Éste era "personalizado". Abandonaba el anonimato. Se enfrentaba al hombre. Movía su curiosidad. El hombre podía hablar de este ente. Y podía decir cosas ciertas, ya que lo tenían ante sí, sometido a escrutinio. Ningún detalle se le escapaba. Pocos errores podía cometer si era un buen observador. Y lo era porque se había fijado en este ente, que le había llamado la atención hasta ser llamado, designado, obteniendo un nombre que lo caracterizaba.
El logos cuenta hechos observados, fruto de la experiencia, de un encuentro. El logos cuenta hechos de los que se pueden dar cuenta. Hechos vividos. Palabras que narran encuentros . Propias del conocimiento empírico, lejos del mundo de las creencias, la fe. Los hechos lógicos no son más ciertos que los míticos. Son más cercanos, quizá más humanos. Son hechos sobre los que se puede hablar, discutir entre humanos. Los logoi fundan comunidades, puesto que invitan a intercambiar palabras, palabras que ya no pertenecen a nadie, que no son una propiedad privada, sino que circulan, de boca en boca, asentado una grupo que aceptan ceder la palabra al otro.
viernes, 11 de octubre de 2019
Universidad española
Noticias recientes destacan la deuda de la universidad española, cuyos intereses absorben los presupuestos escasos, la falta de inversiones, sobre todo en Cataluña, pese a las transferencias llegadas o por llegar desde el Ministerio.
Estas carencias impiden renovar la plantilla de profesores y otorgar plazas correctamente remuneradas, conceder becas, y dotar las aulas de materiales adecuados. El número de alumnos por clase sobrepasa lo que fijan las normas, y se forman grupos que no reciben docencia porque carecen de profesores.
Por ejemplo, un departamento de tamaño medio, de cincuenta y dos profesores, dispone solo de doce profesores fijos. Se trata, sin embargo, de un departamento favorecido.
¿Cuál es la situación de los cuarenta restantes profesores?
Los contratos son cuatrimestrales o anuales. Son de una a seis horas de docencia por semana. El sueldo está entre setenta y siete y unos quinientos euros brutos. La dedicación a la universidad conlleva, además de las clases, las horas de preparación de las mismas, las horas de atención a los estudiantes fijas, las correcciones de trabajos y exámenes, a veces semanales -se favorece el control continuo-, y la asistencia a reuniones de trabajo en el departamento. La carga laboral puede multiplicarse por diez. Dichas tareas no están remuneradas. Los profesores asociados no pueden investigar ni pueden participar en programas de investigación. su función es exclusivamente docente.
A fin de evitar que traten de "hacer carrera" en la Universidad, acumulando trienios, sexenios y complementos, deben demostrar que trabajan fuera de la universidad, ya sea como profesionales liberales -deben justificar que son autónomos-, ya sea con contratos en otros lugares de trabajo. En caso contrario, no pueden firmar o renovar un contrato de profesor asociado.
Las tareas docentes que realizar son las mismas que un profesor titular que, por el contrario, suele ganar unos tres mil quinientos euros netos al mes.
La figura del profesor asociado se instituyó para permitir que profesionales "de reconocido prestigio", ganándose bien la vida, pudieran compartir con los estudiantes, durante unas horas, su experiencia, a cambio de una paga modesta, sin que estuvieran obligados a correcciones, actividades docentes fuera del horario de clases, ni a asistencia a reuniones. Se trataba exclusivamente de dedicar unas pocas horas a la universidad, a fin que ésta pudiera estar en contacto con la vida profesional externa.
Esta tipo de contrato, bien acotado, ha servido, sin embargo, para disponer de profesores que, realizando tareas idénticas o similares a las de un profesor funcionario, suelen cobrar entre siete y cuarenta y cuatro veces menos que aquél.
Lo habitual es que los profesores asociados abandonen, a veces al cabo de semanas, dada la precariedad laboral. Por tanto, la constante rotación de docentes impide desarrollar cualquier programa docente. Se vive una permanente situación de emergencia contratando profesores asociados que, lógicamente, abandonan a poco de empezar o a los pocos años.
Gracias a este sistema, la Universidad se ahorra los sueldos de profesores agregados, titulares y catedráticos, reemplazados, cuando éstos se jubilan o fallecen, por profesores asociados a bajo precio. Existe la figura del profesor lector, con un sueldo de mil quinientos euros al mes. Tiene que ser doctor, y el contrato dura cuatro años. Tras este periodo, vuelve a la condición de asociado cobrando diez veces menos, por llevar a cabo la misma tarea docente.
Dado que existen tareas que solo pueden realizar profesores funcionarios -composición de tribunales de oposiciones, tesis y tesinas, tribunales de evaluación, dirección de tesis doctorales, etc.-, y dada la escasez de los mismos, la labor investigadora de la universidad mengua. Los programas de doctorado ya no pueden ser atendidos, los grupos de investigación no se pueden constituir. Por lo cual, los licenciados que pretender optar a becas de investigación, que exigen sean inscritos en grupos de investigación inexistentes, deben renunciar a investigar, a realizar una tesis doctoral becada. De este modo, solo jóvenes con las necesidades económicas cubiertas, pueden intentar llevar a cabo una tesis. El resto suele marcharse fuera de España. Una universidad norteamericana pública suele conceder becas de unos tres mil quinientos dolares al mes, durante seis años, a quienes optan a un doctorado. Las becas doctorales mejor dotadas en España conceden unos mil euros brutos al mes durante cuatro años, becas que no se pueden conceder por la inexistencia de grupos de investigación.
Los mejores estudiantes, al acabar la carrera, suelen ser contratados por universidades extranjeras. La Universidad de Sydney, por ejemplo, paga unas sesenta vez más a profesores asociados jóvenes que la universidad española. Del mismo modo, universidades públicas suizas pagan unas ciento cincuenta veces más a profesionales de reconocido prestigio, cuyas tareas son equivalentes a las de un profesor asociado español.
Algunas pocas universidades españolas, como ocurre en Barcelona, han logrado sortear estos problemas mediante la creación de institutos que funcionan como organismos autónomos, con presupuestos propios -generados por aportaciones o financiación privadas-, y que pueden pagar sueldos que se acercan a los sueldos de universidades australianas, suizas o norteamericanas, públicas o privadas.
Mientras, los poderes públicos tienen otras prioridades a la hora de gastar, generosamente, los presupuestos anuales.
Estas carencias impiden renovar la plantilla de profesores y otorgar plazas correctamente remuneradas, conceder becas, y dotar las aulas de materiales adecuados. El número de alumnos por clase sobrepasa lo que fijan las normas, y se forman grupos que no reciben docencia porque carecen de profesores.
Por ejemplo, un departamento de tamaño medio, de cincuenta y dos profesores, dispone solo de doce profesores fijos. Se trata, sin embargo, de un departamento favorecido.
¿Cuál es la situación de los cuarenta restantes profesores?
Los contratos son cuatrimestrales o anuales. Son de una a seis horas de docencia por semana. El sueldo está entre setenta y siete y unos quinientos euros brutos. La dedicación a la universidad conlleva, además de las clases, las horas de preparación de las mismas, las horas de atención a los estudiantes fijas, las correcciones de trabajos y exámenes, a veces semanales -se favorece el control continuo-, y la asistencia a reuniones de trabajo en el departamento. La carga laboral puede multiplicarse por diez. Dichas tareas no están remuneradas. Los profesores asociados no pueden investigar ni pueden participar en programas de investigación. su función es exclusivamente docente.
A fin de evitar que traten de "hacer carrera" en la Universidad, acumulando trienios, sexenios y complementos, deben demostrar que trabajan fuera de la universidad, ya sea como profesionales liberales -deben justificar que son autónomos-, ya sea con contratos en otros lugares de trabajo. En caso contrario, no pueden firmar o renovar un contrato de profesor asociado.
Las tareas docentes que realizar son las mismas que un profesor titular que, por el contrario, suele ganar unos tres mil quinientos euros netos al mes.
La figura del profesor asociado se instituyó para permitir que profesionales "de reconocido prestigio", ganándose bien la vida, pudieran compartir con los estudiantes, durante unas horas, su experiencia, a cambio de una paga modesta, sin que estuvieran obligados a correcciones, actividades docentes fuera del horario de clases, ni a asistencia a reuniones. Se trataba exclusivamente de dedicar unas pocas horas a la universidad, a fin que ésta pudiera estar en contacto con la vida profesional externa.
Esta tipo de contrato, bien acotado, ha servido, sin embargo, para disponer de profesores que, realizando tareas idénticas o similares a las de un profesor funcionario, suelen cobrar entre siete y cuarenta y cuatro veces menos que aquél.
Lo habitual es que los profesores asociados abandonen, a veces al cabo de semanas, dada la precariedad laboral. Por tanto, la constante rotación de docentes impide desarrollar cualquier programa docente. Se vive una permanente situación de emergencia contratando profesores asociados que, lógicamente, abandonan a poco de empezar o a los pocos años.
Gracias a este sistema, la Universidad se ahorra los sueldos de profesores agregados, titulares y catedráticos, reemplazados, cuando éstos se jubilan o fallecen, por profesores asociados a bajo precio. Existe la figura del profesor lector, con un sueldo de mil quinientos euros al mes. Tiene que ser doctor, y el contrato dura cuatro años. Tras este periodo, vuelve a la condición de asociado cobrando diez veces menos, por llevar a cabo la misma tarea docente.
Dado que existen tareas que solo pueden realizar profesores funcionarios -composición de tribunales de oposiciones, tesis y tesinas, tribunales de evaluación, dirección de tesis doctorales, etc.-, y dada la escasez de los mismos, la labor investigadora de la universidad mengua. Los programas de doctorado ya no pueden ser atendidos, los grupos de investigación no se pueden constituir. Por lo cual, los licenciados que pretender optar a becas de investigación, que exigen sean inscritos en grupos de investigación inexistentes, deben renunciar a investigar, a realizar una tesis doctoral becada. De este modo, solo jóvenes con las necesidades económicas cubiertas, pueden intentar llevar a cabo una tesis. El resto suele marcharse fuera de España. Una universidad norteamericana pública suele conceder becas de unos tres mil quinientos dolares al mes, durante seis años, a quienes optan a un doctorado. Las becas doctorales mejor dotadas en España conceden unos mil euros brutos al mes durante cuatro años, becas que no se pueden conceder por la inexistencia de grupos de investigación.
Los mejores estudiantes, al acabar la carrera, suelen ser contratados por universidades extranjeras. La Universidad de Sydney, por ejemplo, paga unas sesenta vez más a profesores asociados jóvenes que la universidad española. Del mismo modo, universidades públicas suizas pagan unas ciento cincuenta veces más a profesionales de reconocido prestigio, cuyas tareas son equivalentes a las de un profesor asociado español.
Algunas pocas universidades españolas, como ocurre en Barcelona, han logrado sortear estos problemas mediante la creación de institutos que funcionan como organismos autónomos, con presupuestos propios -generados por aportaciones o financiación privadas-, y que pueden pagar sueldos que se acercan a los sueldos de universidades australianas, suizas o norteamericanas, públicas o privadas.
Mientras, los poderes públicos tienen otras prioridades a la hora de gastar, generosamente, los presupuestos anuales.
miércoles, 9 de octubre de 2019
Representación
La palabra representación tiene dos significados: imagen, por un lado, y nueva presentación, por otro.
En el primer caso, la representación es un proyección, fidedigna o deformada, de un modelo. Esta representación mantiene una relación de parentesco, de parecido con el tema o modelo. Ambos, modelo e imagen, pueden coexistir, sin que no tengan ninguna otra relación más que la similitud formal.
La representación teatral, por el contrario, tiene un sentido y un alcance distintos. No se trata de producir una imagen, un doble de lo que ya existe, sino que la representación permite que lo que no existe "real" o materialmente cobre vida. Así, un personaje de una obra de teatro, pongamos Edipo o Hamlet, que solo existen "en el papel", y en la imaginación de quien redactó el texto y de quienes lo leen, de pronto, gracias a la representación o actuación, cobre vida. Y lo hace aquí, ante nosotros, en un lugar preciso y acotado. Se materializa. Casi podríamos decir que se encarna.
Habitualmente, se considera que las ideas, o los modelos ideales, precisamente por su carácter inmaterial, son "superiores", más "perfectos", libres de impurezas, que sus proyecciones plásticas o imaginativas. Es más, los modelos ideales poseen rasgos que las imágenes no pueden traducir. Por ejemplo, el hálito, pese a todas las tentativas de crear efigies, simulacros, dobles que produzcan tal grado de ilusión de vida, que se confundan con el modelo representado, que lo sustituyan casi. Pese al grado extremo de parecido, un ciborg, por ejemplo, nunca podrá ser la persona de la que es una figuración. Una imagen siempre sufre en comparación con su modelo.
Pero, los modelos teatrales, los personajes, no son nada sin su representación. Son "entidades" sin vida, sin consistencia. No tienen rostro. Son lo que queramos que sean. Dependen de nuestra imaginación. Están a nuestra merced. Del mismo modo, dependen de cualquier representación. Un personaje no busca tanto a un autor sino a un actor que le dé, por un tiempo y en un lugar, el tiempo de una representación, en un escenario, el gran escenario (del mundo), un cuerpo y una voz.
Un personaje sin una representación es invisible e inalcanzable. Es como si se retrotrayera incesantemente, como si nos rehuyera, como si no quisiera mostrarse. Diríase que se niega a revelar quien es, como si escondiera algo, como si se escondiera, no queriendo dar la cara, ofreciendo su verdadero rostro. Ocurre que no tiene rostro, no tiene nada. No es nada. El personaje, como la idea, por un lado, en un ser, libre de la opacidad material, pero por otro, este rechazo a la material conlleva su ninguneo. El personaje es un don nadie: un no-ser. y éste de pronto es gracias a lo que, también habitualmente, se considera un no-ser: la imagen o representación sensible.
La imagen tiene, en este caso, al modelo en sus manos. Le da vida. Le permite influir en nosotros, guiarnos o apartarnos. El modelo cobra sentido. Se hace sensible. Está entre nosotros. Ahora es un modelo. Cuando deja de serlo y se convierte en una imagen.
En el primer caso, la representación es un proyección, fidedigna o deformada, de un modelo. Esta representación mantiene una relación de parentesco, de parecido con el tema o modelo. Ambos, modelo e imagen, pueden coexistir, sin que no tengan ninguna otra relación más que la similitud formal.
La representación teatral, por el contrario, tiene un sentido y un alcance distintos. No se trata de producir una imagen, un doble de lo que ya existe, sino que la representación permite que lo que no existe "real" o materialmente cobre vida. Así, un personaje de una obra de teatro, pongamos Edipo o Hamlet, que solo existen "en el papel", y en la imaginación de quien redactó el texto y de quienes lo leen, de pronto, gracias a la representación o actuación, cobre vida. Y lo hace aquí, ante nosotros, en un lugar preciso y acotado. Se materializa. Casi podríamos decir que se encarna.
Habitualmente, se considera que las ideas, o los modelos ideales, precisamente por su carácter inmaterial, son "superiores", más "perfectos", libres de impurezas, que sus proyecciones plásticas o imaginativas. Es más, los modelos ideales poseen rasgos que las imágenes no pueden traducir. Por ejemplo, el hálito, pese a todas las tentativas de crear efigies, simulacros, dobles que produzcan tal grado de ilusión de vida, que se confundan con el modelo representado, que lo sustituyan casi. Pese al grado extremo de parecido, un ciborg, por ejemplo, nunca podrá ser la persona de la que es una figuración. Una imagen siempre sufre en comparación con su modelo.
Pero, los modelos teatrales, los personajes, no son nada sin su representación. Son "entidades" sin vida, sin consistencia. No tienen rostro. Son lo que queramos que sean. Dependen de nuestra imaginación. Están a nuestra merced. Del mismo modo, dependen de cualquier representación. Un personaje no busca tanto a un autor sino a un actor que le dé, por un tiempo y en un lugar, el tiempo de una representación, en un escenario, el gran escenario (del mundo), un cuerpo y una voz.
Un personaje sin una representación es invisible e inalcanzable. Es como si se retrotrayera incesantemente, como si nos rehuyera, como si no quisiera mostrarse. Diríase que se niega a revelar quien es, como si escondiera algo, como si se escondiera, no queriendo dar la cara, ofreciendo su verdadero rostro. Ocurre que no tiene rostro, no tiene nada. No es nada. El personaje, como la idea, por un lado, en un ser, libre de la opacidad material, pero por otro, este rechazo a la material conlleva su ninguneo. El personaje es un don nadie: un no-ser. y éste de pronto es gracias a lo que, también habitualmente, se considera un no-ser: la imagen o representación sensible.
La imagen tiene, en este caso, al modelo en sus manos. Le da vida. Le permite influir en nosotros, guiarnos o apartarnos. El modelo cobra sentido. Se hace sensible. Está entre nosotros. Ahora es un modelo. Cuando deja de serlo y se convierte en una imagen.
domingo, 6 de octubre de 2019
CHRIS MARKER (1921-2012): JUNKOPIA (1981)
o, con un comentario explicativo introductorio (en francés):
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El sueño de una sombra,
Modern Art
GUY ROTTIER (WILLEM FREDERIK HENRI ROTTIER, 1922-2013): arTchitecture
Algunos de nosotros conocemos los nombres y obras de arquitectos del siglo XX -y los explicamos en clase-, tales como Wright, Le Corbusier, Mies van der Rohe (la Santa Trinidad), acompañados de la corte de Sullivan, Aalto, Jacobsen, Gropius, Mendelshon, y Behrens, a lo que añadimos arquitectos españoles, como Sert, sudamericanos como Niemeyer e italianos como Ponti, Albini o Scarpa.
Pero, yo al menos, desconocía a Guy Rottier, pese a haber trabajado con Le Corbusier (supervisó las obras de la Unidad de Habitación de Marsella), y haber sido amigo de Prouvé o de Picasso, entre otros artistas.
Como tampoco me podía imaginar que, durante toda la década de los años setenta, la mejor escuela de arquitectura no se hallaba en Chicago, Harvard, Yale, La Haya, Venecia o Zurich sino seguramente en Damasco;
dónde, precisamente, enseñó Guy Rottier.
¿Una cabina de teléfono en forma de oreja gigante? Sí, fue un proyecto para la capital siria. La alusión al control omnipotente era irónica y certera.
Guy Rottier era un arquitecto neerlandés y francés. Instalado en Niza, formó parte del grupo de artistas alrededor del escultor Arman y de grupo Fluxus. Deudor de Duchamp, construyó villas (como la casa de Arman), pero sobre todo proyectó obras, concebidas para ser levantadas, que no obtuvieron el permiso de construcción, proyectos de arquitectura veraniega, turística, como casas de cartón, que al acabar el verano, se podían retirar, plegar y tirar -hoy supongo que este proceder sería condenable- porque Rottier era consciente del impacto que los bloques vacacionales causaban en el paisaje; Rottier, que enterraba sus casas, las suspendía, las dotaba de hélices para que volaran, las cubría con fachadas que eran pantallas para que las proyecciones las confundieran con el entorno o, por el contrario, acentuaba su visibilidad, sobre todo desde lo alto (una posición de poder) convirtiéndolas en gigantescas dianas que miraban al cielo en países dictatoriales -Rottier enseñó en Siria y en Marruecos- para que nadie se sintiera seguro, creyendo que el hogar era inviolable.
Rottier practicaba lo que él denominada la arTquitectura, nacida de la confluencia del arte plástico y pictórico y la arquitectura, nunca tomándose en serio, dibujando casas en forma de caracol -la perfecta metáfora de lo que es una casa, un abrigo y una carga, fuera de la que no se puede vivir, que arrastramos toda nuestra vida -pese a que Rottier intentó toda su vida no echar raíces.
Dedicado a un seguidor de Rottier, el arquitecto David Aznar, hoy enseñante en la escuela de arquitectura de Sydney, donde puede desarrollar proyectos y estudios que la Escuela de Arquitectura de Barcelona le impidió.
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