jueves, 20 de febrero de 2020

XAVIER RUBERT DE VENTÓS (1939)



El próximo martes, a las una de la tarde, la Escuela de Arquitectura homenajeará uno de sus profesores, el catedrático Xavier Rubert, que más contribuyó a renovar la enseñanza en esta escuela.

Filósofo y teórico de las artes, abandonó la facultad de filosofía a principios de los años setenta, anclada en el tomismo, y entró en la Escuela. Creó o ayudó a crear el Departamento de Composición (hoy de Teoría e Historia), introdujo la asignatura de estética (la escuela de Barcelona, desde entonces y durante unos largos años fue renombrada internacionalmente por impartir estética, algo único en el mundo -una asignatura que tras la jubilación de Xavier Rubert el departamento suprimió-), hizo entrar o acogió a jóvenes profesores como Ignacio de Solá Morales (posteriormente catedrático de Composición y fallecido demasiado joven a causa de las exigencias inasumibles de quienes llevaban la reconstrucción del Liceo de Barcelona - a cargo de Ignacio Solá) -quien a su vez hizo entrar a los actuales profesores titulares y catedráticos de la Sección de Teoría-, Josep Quetglas -catedrático de historia, posteriormente, y responsable de la entrada de los profesores titulares y catedráticos, jubilados y aún activos, de la Sección de Historia-, todos los profesores titulares y catedráticos de la Sección de Estética (profesores como los filósofos Félix de Azúa y Eugenio Trías), y contribuyó a que una escuela se practicaba pero no se pensaba se convirtiera en la facultad española donde se pensaba más y mejor.
Sus clases, en los años setenta y ochenta eran multitudinarias. Acudían incluso estudiantes de otras facultades, sobre todo de Filosofía. Clases sin guión establecido, dedicadas a mostrar la importancia de gestos y obras juzgados banales, insustanciales o superficiales -y sin embargo reveladoras de cómo pensamos-, a descubrir lo que el velo de la apariencia cubre y descubre. Clases que arrastraban a los estudiantes a disgusto con las enseñanzas mecánicas de otras asignaturas.
Dejó la Escuela en los noventa para dedicarse a la política, y descubrió el juego que se practica en los despachos. Y regresó hastiado, esperando volver a encontrar el gusto por las historias que no son mentiras. Pero ya no pudo ser.
Muchos le debemos no haber abandonado los estudios y haber podido disfrutar de lo que nos rodea, triste o hermoso, de haber intentado mirar el entorno con curiosidad y sin avidez.





miércoles, 19 de febrero de 2020

Estética mesopotámica

Algunos músicos, hoy, consideran sus instrumentos casi como seres vivos, de los que toman un particular cuidado. Se refieren al grito, al llanto de una guitarra (eléctrica), por ejemplo, lo que denota (quizá involuntariamente) esta antropomorfización del instrumento -dotado de deseos y sentimientos. La equiparación formal entre un violoncelo o una guitarra y la forma de una mujer también contribuye a esta visión del instrumento como un cuerpo dotado de voz.

Estas imágenes no existían en Mesopotamia, porque los instrumentos musicales no eran como seres vivos, sino que lo eran de verdad. Los músicos no se consideraban los creadores o los intérpretes de una obra, sino que pasaban a un discreto segundo lugar, dirigiendo los focos hacia el instrumento, presentado como el verdadero autor de una composición.
Estas consideraciones sobre la potencia y la efectividad de un instrumento también se aplicaban a otras disciplinas artísticas. El escultor no realizaba ni animaba una estatua, sino que eran los útiles de talla los que daban forma, los que creaban una estatua, que un segundo instrumento, un cuchillo, animaba cuando se le pasaba por la boca, abriéndola, a fin de permitir que la estatua respirara, cobrara vida. El artista solo era el "instrumento" con el que la propia divinidad transfería sus deseos al instrumento -que en este caso era un sujeto que componía al dictado del cielo, y no un objeto- que labraba una efigie en la que el espíritu divino podía cobijarse cuando descendía a la tierra.

martes, 18 de febrero de 2020

Los evangelios (o ¿la verdadera historia de Jesús?)

Los evangelios no son crónicas históricas. Fueron redactados entre cuarenta y noventa años después de los hechos que narran. Se basaron, sin duda, en textos anteriores -que se han perdido- y en crónicas orales. Las fuentes que utilizaron no debían coincidir, lo que explicaría las divergencias, a veces notables, entre los cuatro evangelios, redactados no por los apóstoles a quienes se les atribuyen, sino por autores anónimos que firman con el nombre de un apóstol -no para engañar acerca de la autoría sino por respeto por el apóstol en cuya inspiración debían confiar. Los evangelios "canónicos " -es decir, reconocidos por la Iglesia como textos dignos de confianza- no solo se estructuran de manera distinta, y se centran en diversos periodos de la vida de Jesús, sino que se cuentan versiones distintas de un mismo hecho, y hechos a los que se concede importancia en un Evangelio no son mencionados en otros.

Hoy se sabe que estas diferencias no son importantes, porque los Evangelios no son textos de historia, no quieren ni pueden serlo. Tienen otra finalidad.
Las referencias explícitas o implícitas, las citas, a textos proféticos (de lo que posteriormente compondrá el Antiguo testamento), como los de Miqueas u Oseas, son constantes. Los profetas no cesaron de anunciar la venida de un Mesías, que sería un descendiente de David (un rey quizá imaginario).
Los evangelios se compusieron para dar fe de las profecías. por tanto, tanto la hechos como los dichos de Jesús tenían que ser un eco de los hechos y dichos de los profetas. Jesús (o Cristo, pues la figura de Cristo, distinta de la de Jesús, se estaba configurando, siendo Jesús de naturaleza -y persona o figura- humanas y Cristo, de naturaleza divina -en la figura humana de Jesús) tenía que haber tenido una vida, emprendido unas acciones y haber enunciado unas palabras que fueran un eco de lo que los profetas enunciaron, que tuvieran que corroborarlas. Los evangelios se redactaron para dar cuenta de la doble naturaleza, humana y sobre todo divina de Jesucristo, algo que hubiera sido impensable decenas de años antes, en tiempos de Jesús y aún más tarde, de Pablo, ya que Jesús era judío -y seguidor del Templo-, y no era concebible un hombre-dios, ni la llegada inminente del Mesías, que sellaría los tiempos.
Los Evangelios son textos, hermosísimos, apologéticos, en los que se mezclan hechos sin duda verídicos, con fabulas, mitos e interpolaciones e interpretaciones de los relatos proféticos, con el fin de dar cuenta de la llegada efectiva del Mesías, lo que causaría la escisión entre el judaísmo y los seguidores de esta nueva visión del judaísmo que ya estaba constituyendo una nueva religión.

Se recomienda la lectura de:
Armand Abécassis: Jésus avant le Christ. París: Presses de la Renaissance, 2019
Antonio Piñero: Aproximación al Jesús histórico. Madrid: Trotta, 2019

lunes, 17 de febrero de 2020

Judaísmo y Cristianismo

Los estudiosos, hoy en día, no suelen dudar de la existencia histórica de un profeta llamado Jesús, mientras que la existencia de la figura llamada Cristo, es decir de un humano llamado Jesús considerado también como una divinidad, es cuestión de fe.
Jesús fue, seguramente, un profeta más de los numerosos que, en el siglo I dC, recorrían Israel, advirtiendo de la llegada de tiempos apocalípticos.

Jesús era judío, seguidor de la Torá, y en absoluto opuesto al Templo. En ningún momento, Jesús quiso romper con el judaísmo, ni promover ninguna religión nueva. Posiblemente nunca se le hubiera pasado por la cabeza romper con la Sinagoga; tan solo renovar, purificar ciertas prácticas. Jesús no era cristiano.

De Jesús, sin embargo, muy poco se sabe.
Los primeros textos que se refieren a Jesús son las epístolas de Pablo, escritas unos veinticinco años más tarde que la muerte de Jesús. Pablo (Saúl) no conoció personalmente a Jesús; no es seguro que tuviera contactos con seguidores directos suyos. Educado por un rabino, Pablo tuvo también una formación neoplatónica. Hablaba y escribía en griego.

Los textos de Pablo son muy anteriores a los Evangelios. Existen diferencias entre Pablo y los evangelistas. Pablo no debía de conocer todo lo que los Evangelios cuentan.

Se ha dicho que Pablo fundó el cristianismo. No parece, sin embargo, que hubiera roto con la Sinagoga. Quienes sí marcaron diferencias tales que están en el origen de una nueva religión, fueron los autores de los Evangelios. La noción de Hijo de Dios, de una figura que es hombre y dios a partes enteras -una creencia inasumible por el judaísmo, pero más cercana a ciertas consideraciones romano-imperiales- es ya propia de los Evangelios. El primer evangelio posiblemente no sea anterior al año 70. El Evangelio atribuido a  Juan (los nombres de los evangelistas son meras atribuciones sin fundamento) data del primer tercio del siglo II.
Roma saqueó el templo de Jerusalén en el año 70. Las advertencias apocalípticas se habían consumado. Yahvé había roto con su pueblo elegido.
Fue entonces cuando se redactó el primer evangelio.
Sería necesario afinar la datación del primer Evangelio, de Marcos. Se redactó a finales de los años 60 o a principios de los años 70.
¿Existiría una relación entre la caída del Templo y el retraimiento de Yahvé, y el enunciado de una nueva religión, en la que el hijo del Dios furibundo, de algún modo, sin reemplazarlo ni desplazarlo, dio un paso adelante?. Desde entonces, la creencia en Yahvé ya no era necesaria, desde una nueva óptica, ya que la creencia en su hijo conllevaría la creencia en su Padre, en tanto que el Hijo y el Padre eran (son) la misma figura -salvo por el hecho que un padre y un hijo diferían en el tiempo.

El saqueo de Jerusalén y la destrucción del Templo, posiblemente alejó a algunos judíos de la Sinagoga hasta que alumbraron un nuevo credo que les devolviera la esperanza.
Roma creó indirectamente el Cristianismo, y el Cristianismo l devolvió con creces la intervención.   

domingo, 16 de febrero de 2020

Begastri (ciudad íbero-romana)








Fotos: Tocho, febrero de 2020


Altozano de orfila, una hermosa piedra volcánica verde oliva; pulida, brilla, como una piedra preciosa.
La loma, alta, domina la fértil vega hacia el norte y se recorta contra la sierra que, al sur, mira hacia Granada.

Sobre aquél, un yacimiento ya ocupado durante el Neolitico, construido, ocupado y fortificado por los íberos -con una compleja puerta de entrada, paralela a la muralla, defendida por una torre, y una planimetría ovalada característica del urbanismo íbero- conquistado por Roma. 

La ciudad, bautizada Begastri, poseía en lo alto un templo dedicado a Júpiter Optimo Máximo, y se alimentaba por uno de los acueductos más largo de Hispania, aún en uso -las huertas regadas son creaciones romanas, no árabes.

En época Romana tardía, los edificios se ornaban con columnas salomónicas, y fustes de porfirio alejandrino procedente de canteras al servicio exclusivamente de la corte imperial.


Tomada por los visigodos, convertida al cristianismo (una de las primeras ciudades romanas hispánicas cristianizadas; conserva la cruz más antigua de Hispania, del siglo VI), se enfrentó al emperador del Imperio Romano oriental (o bizantino) Justiniano, antes de ser tomada por los árabes y lentamente decaer y desaparecer en la Edad Media. No fue ocupada más.


Los sillares de los muros ciclópeos de la muralla sirvieron para construir el centro barroco del pueblo de Cehegín, entre Murcia y Granada, uno de los diez pueblos más hermosos de España.

Gracias a la invitación del profesor D. Salvador Ruiz de Maya, de la Universidad de Murcia, para impartir una charla en el centro cultural de Cehegín, y a las detallada visita del yacimiento, comentada por D. Francisco Peñalver, a quienes agradezco la generosa acogida, pude conocer esta ciudad íbero-romana de la que no tenía noticias.

viernes, 14 de febrero de 2020

BRUNO MANTOVANI (1974): STREETS (CALLES, 2006)



Inspirada por el bullicio de las calles de Nueva York

Sobre este compositor contemporáneo francés, véase su página web

Troya (Mito y realidad)











































Fotos del yacimiento y del museo -recientemente inaugurado-: Tocho, febrero de 2020


El acaudalado alemán Heinrich Schliemann, con la Ilíada en mano, buscando paisajes parecidos a los que Homero describió alrededor de Troya, halló, en la segunda mitad del siglo XIX, una colina artificial, en la entrada del estrecho de los Dardanelos, formada por una decena de niveles de ocupación, desde la Edad del Bronce hasta época romana.
Schliemann anunció que había desenterrado la mítica Troya -aunque las ruinas que halló no eran (o ya no eran) los de una ciudad portuaria. El mar se halla, hoy, a quilómetros de distancia, debido al avance de la tierra en el mar por los aluviones traídos por dos riachuelos que bordean las ruinas -tal como Homero lo describió, si bien los ríos homéricos eran mucho más caudalosos, destructivos incluso, que los que serpentean hoy.

Homero tenía pues razón -aunque Schliemann nunca dudó de la veracidad del texto homérico.

Se sabía que ya Alejandro y, mucho más tarde, a imitación del emperador macedonio, Julio César y, dos siglos más tarde, el emperador Adriano, acudieron a este lugar, aún no en ruinas, para honrar la supuesta tumba de Aquiles y la ciudad, origen de la historia griega, y de la propia ciudad de Roma. Creyeron haber recorrido la ciudad descrita por Homero.

¿Cómo se llamaba la ciudad cuyo amasijo de ruinas se despliegan en medio de un paisaje aún virgen?
¿Troya? ¿Ilión -de ahí el título de la Ilíada?
Textos cuneiformes hititas mencionan la existencia de una ciudad llamada Wilusa? ¿Era Ilión? ¿Dónde se encontraba esta ciudad? ¿Era la Troya que conocemos?

Ningún texto, ni siquiera una simple inscripción permite asegurar que las ruinas son las de una ciudad llamada Troya o Ilíón. Aunque personas de la antigüedad acudieron a este lugar creyendo que era la ciudad homérica.
¿Lo era?

Es indudable que la Troya descrita por Homero existió. La prueba está ante nuestros ojos. No son las ruinas, sino el texto de la Ilíada. La Troya homérica existe en el poema de Homero. Se trata de una ciudad que se puede recorrer (mentalmente), habitada, compuesta por, entre otros, templos, altares y palacios, y defendida por una muralla que podemos imaginar perfectamente. La descripción no recorre una ciudad imposible o ilusoria. La ciudad en la Ilíada está bien construida, perfectamente defendida, y centrada alrededor de palacios deslumbrantes. No se detecta ningún elemento que destruya la ilusión de realidad. La Troya homérica es una ciudad tan real como la que dio pie a las ruinas que visitamos hoy; pero aquella ciudad no se halla en la desembocadura de los Dardanelos, sino en el poema épico. A la Troya homérica -a Troya, simplemente- no le hace falta ninguna ruina tangible para poder existir y cobrar vida con cada nuevo recitado o cada nueva lectura, una vida incluso más intensa, más "cierta" o veraz, y mucho más duradera -una ciudad eterna, en verdad- que la que recorría la ciudad hoy en ruinas.
Es muy posible que Homero se basara en una o varias ciudades para construir Troya; es posible incluso que se basara en una ciudad llamada Troya.
Pero Troya, la Troya homérica, solo tiene en común el nombre con la Troya "tangible". En verdad, ni siquiera eso: la Troya en los Dardanelos ha perdido su nombre. Nada lo recuerda. Mientras la Troya homérica posee un nombre que todos recordamos hoy, un nombre que nos mueve incluso a transitar por el texto y por los restos.
La Troya homérica no necesita de ninguna Troya histórica para existir y ser recordada. Ocurre más bien lo contrario: buscamos una supuesta Troya a partir del texto, lo que constituye un error de principio. No hace falta viajar físicamente para recorrer las calles de Troya: solo hace falta leer los poderosos versos de Homero, y dejar que nuestra imaginación trabaje y nos haga "ver" lo que Homero nos designa.