Algunos músicos, hoy, consideran sus instrumentos casi como seres vivos, de los que toman un particular cuidado. Se refieren al grito, al llanto de una guitarra (eléctrica), por ejemplo, lo que denota (quizá involuntariamente) esta antropomorfización del instrumento -dotado de deseos y sentimientos. La equiparación formal entre un violoncelo o una guitarra y la forma de una mujer también contribuye a esta visión del instrumento como un cuerpo dotado de voz.
Estas imágenes no existían en Mesopotamia, porque los instrumentos musicales no eran como seres vivos, sino que lo eran de verdad. Los músicos no se consideraban los creadores o los intérpretes de una obra, sino que pasaban a un discreto segundo lugar, dirigiendo los focos hacia el instrumento, presentado como el verdadero autor de una composición.
Estas consideraciones sobre la potencia y la efectividad de un instrumento también se aplicaban a otras disciplinas artísticas. El escultor no realizaba ni animaba una estatua, sino que eran los útiles de talla los que daban forma, los que creaban una estatua, que un segundo instrumento, un cuchillo, animaba cuando se le pasaba por la boca, abriéndola, a fin de permitir que la estatua respirara, cobrara vida. El artista solo era el "instrumento" con el que la propia divinidad transfería sus deseos al instrumento -que en este caso era un sujeto que componía al dictado del cielo, y no un objeto- que labraba una efigie en la que el espíritu divino podía cobijarse cuando descendía a la tierra.
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