martes, 5 de mayo de 2020

La mascarilla y el antifaz

Mascarillas y antifaces son objetos que, adaptándose a la forma de la cara, cubren parcialmente el rostro. Se llevan siempre sobre éste (no cubren los lados ni la parte trasera de la cabeza), sustentados por cintas de tela o elásticas. Su porte es temporal; se pueden sacar sin dificultad.
Ésas sean quizá las únicas características comunes a esos dos ropajes, en principio similares.

Una mascarilla, como ya comentamos, cubre la parte inferior del rostro: la boca y la nariz. La mascarilla deja los ojos visibles. Dos rasgos definitorios del rostro quedan eclipsados. Se podría pensar que los ojos destacarían, por comparación, sobremanera. Sin embargo, lo que atrae la atención es la mascarilla y su poder de ocultación. Como una goma de borrar, o unas manos que alisan una cabeza modelada con arcilla húmeda, la mascarilla elimina una parte del rostro, y lo que atrae la mirada ya no es lo que queda, lo que se ha salvado, lo que aún campea y muestra su vitalidad, sino lo que ha desaparecido tras el velo de la mascarilla. El rostro se convierte en un rostro incompleto, o herido. Es "evidente" que la mascarilla no forma parte del rostro y que éste no la necesita. Acaso la supervivencia de la persona pasa por el porte de la mascarilla, mas ésta lo anula. La mirada se vuelve triste, apagada, casi al borde del vacío blanco que la mascarilla causa. Aunque ésta esté tallada para adaptarse al rostro, es informe, y más recuerda una tela que se aplica al rostro para impedir la respiración, que una máscara que, por el contrario, potencia el rostro, dotándolo de un carácter enigmático que la mayoría de nuestros rostros carecen.

Esto es precisamente lo que el antifaz persigue y logra. Un antifaz cubre la franja horizontal en la que los ojos están incrustados. Bien podríamos pensar que este artefacto es sumamente molesto, que ciega la mirada y roba la expresión del rostro, convirtiéndolo en un rostro sin vida. Mas, por el contrario, el antifaz silueta la forma de los ojos. La mirada brilla a través de la tela negra que se adapta como un guante a la geografía de la parte superior del rostro.
El antifaz no es ajeno al rostro. Muy al contrario, acrecienta su magnetismo. La mirada se perfila y se agudiza. Nunca querríamos que el portador de un antifaz se desprendiera de él. Es como una segunda piel. No cabe imaginar el rostro acentuado por el porte del antifaz, desprendido de él. El rostro se volvería anónimo, y el portador volvería a fundirse en la masa.
El antifaz personaliza, individualiza. Dota a quien lo lleva de un porte casi heroico, misterioso. El  antifaz levanta suspiros. Roba todo el protagonismo a la boca y la nariz. El rostro se contrae en la fuerza de la mirada, como si las máscara, al aislar los ojos, los desgajara de las formas amorfas del rostro en las que a menudo los ojos se hunden. El antifaz se convierte en un emblema, el emblema de quien se emboza. Atrae las miradas. Pero sobre todo, acota el campo de visión de quien lo lleva. Un antifaz permite ver mejor, encuadrar lo que se quiere realmente ver, prescindiendo de lo que, o de quienes no interesan. 

Mas, ay, ¿qué ocurre con las odaliscas -en el imaginario occidental? ¿Acaso no llevan algo parecido a una mascarilla que solo deja ver o entrever los ojos? La odalisca, que tiene que atraer todas las miradas masculinas, no ver mermada su magnetismo con el porte de una mascarilla.
Ésta, en verdad, es una tela ligera, como un velo casi traslúcido, que cimbrea siguiendo los movimientos ondulantes o insinuantes del cuerpo de la odalisca. El velo, como los guantes y las medias en las películas de serie negra de los años cuarenta,  es portado para ser desnudado. El velo invita irresistiblemente a levantarlo o a rasgarlo. atrae, no solo la mirada sino que potencia del gesto de quien se enfrenta con la odalisca. La mascarilla no invita a levantarla. Suscita una cierta repulsión. Las mascarilla se asocia con fluidos corporales, con la enfermedad, la caída. Una mascarilla no levanta el ánimo, muy al contrario que el velo que se convierte, desde el punto de vista masculina, en la última barrera antes del encuentro -barrera que invita a levantarla todo y que no se puede, lo que acrecienta el deseo., del cruce de miradas. el velo en más bien una antesala que aumenta, como el antifaz, el brillo de la mirada.
El antifaz y el velo forman parte del ajuar del deseo; la mascarilla, del aséptico universo del hospicio y del hospital. Uno evoca imágenes vitales, hospitalarias, otro, imágenes vagamente repulsivas, la decrepitud, la piel arrugada, el cese del deseo. 


Las ideas pueden ser contagiosas



Foto: Tocho
Barcelona, 5 de mayo de 2020

lunes, 4 de mayo de 2020

Máscaras y mascarillas

Comentamos, hace semanas, que las máscaras de carnaval venecianas se originaron a partir de las máscaras que los médicos portaban cuando una devastadora epidemia de peste.

El sentido de máscaras y mascarillas, pese a la relación, siquiera de palabra, que mantienen, es muy distinto.
Una máscara nos oculta. Oculta nuestro rostro. Lo ensombrece, lo roba, lo hace desaparecer, sustituyéndolo por otro rostro. Dada la relación entre un ser y el rostro, si es cierto que el rostro deja traslucir el -nuestro- interior, y revela lo que "realmente" somos y pensamos, una máscara nos neutraliza o nos "mata" -el tiempo de una fiesta- para que otro ser se apodere de nosotros. La máscara nos convierte en el títere de un personaje que representamos: que se encarna allí donde portando la máscara, somo lo que ella tiene a bien metamorfosearnos. La máscara tiene que ver con la muerte. Desaparecemos para que aparezca a quien representamos. Ya no somos nosotros. Nuestra identidad se diluye. Somos "otro", lo que querríamos ser, en sueños, y que solo alcanzamos a ser plenamente durante las horas o los días del carnaval. La máscara nos abre a otro mundo, exhibe el ser en que nos hemos convertido, que vive gracias a nosotros, a nuestra costa. Y mientras este personaje vive nosotros pasamos desapercibidos. La máscara esconde nuestro rostro para sustituirlo por otro que se convierte en el centro de atención, hacia el que convergen todas las miradas.

La mascarilla, por el contrario, lucha por preservarnos. No nos lleva a otro mundo; nos ancla en éste. No nos esconde el rostro para dotarnos de una nueva faz, una personalidad distinta, sino que nos cierra al mundo. Una mascarilla es una puerta cerrada, un puente levadizo alzado. La mascarilla nos aísla, impidiéndonos cualquier contacto. Nos pone en sordina, nos concede un perfil bajo. La mascarilla quiere que sigamos siendo lo que éramos y somos, y por eso, debe apartarnos, haciéndonos invisibles; ya casi ningún rasgo del rostro se percibe, rasgo que ningún otro sustituye. La mascarilla nos convierte en una sombra; somos la sombra de lo que éramos. Caminamos discretamente sin que nadie nos reconozca. No podemos vernos a los ojos de los demás. Nadie nos dice lo que somos, quieren somos. La mascarilla es una pantalla en blanco; nos quedamos en blanco, sin personalidad, el rostro borrado.

Máscara y mascarilla, sin embargo, coinciden cuando, el rostro desfigurado, tras una enfermedad degenerativa, o un atentado, quedamos tan desfigurados -como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, y como ocurre con mujeres con el rostro arrasado por ácido lanzado a la cara- que necesitamos al mismo tiempo esconder lo que no se puede ver, cuya visión es insoportable, con un nuevo rostro, que no nos convierte en un nuevo ser, sino en lo que fuimos, intentamos volver a ser -lo que no seremos sin duda-, lo que pasa por dotarse de un nuevo rostro, para que nos vuelvan a mirar y reconocer.  La máscara, en este caso, es el único recurso para volver a ser (un centro de atención), para recibir las atenciones, los cuidados de los demás.

Hoy portamos mascarillas. Esperemos que no se transformen en máscaras.

domingo, 3 de mayo de 2020

Jean de La Fontaine (1621-1695): Les animaux malades de la peste Los animales enfermos por peste, 1678)

En los montes, los valles y collados,
de animales poblados,
se introdujo la peste de tal modo,
que en un momento lo inficiona todo.
Allí donde su corte el león tenía,
mirando cada día
las cacerías, luchas y carreras
de mansos brutos y de bestias fieras,
se veían los campos ya cubiertos
de enfermos miserables y de muertos.
«Mis amados hermanos»,
exclamó el triste rey,
«mis cortesanos,
ya veis
que el justo cielo nos obliga
a implorar su piedad, pues nos castiga
con tan horrenda plaga;
tal vez se aplacará con que se le haga
sacrificio de aquel más delincuente,
y muera el pecador, no el inocente.
Cada cual examine su conciencia
sin falsa adulación, sin negligencia.
Confiese a todo el mundo su pecado.
Y yo primero acusaré contrito
que, siguiendo sin freno mi apetito,
yo cruel, sanguinario, he devorado
inocentes corderos,
ya vacas, ya terneros,
y he sido, a fuerza de delito tanto,
de la selva terror, del bosque espanto».
También maté pastores.
Si fuere yo el responsable
no será justo, no, que yo rehúse
ofrecerme cual víctima propicia.
Empero, es deseable
que cada uno como yo se acuse:
que es de estricta justicia
que tan solo perezca el más culpable.
«Señor», dijo la zorra, «en todo eso
no se halla más exceso
que el de vuestra bondad, pues que se digna
de teñir en la sangre ruin, indigna,
de los viles cornudos animales
los sacros dientes y las uñas reales».
Devorar los estúpidos corderos
¿es acaso pecado?
No… debieran más agradeceros
el honor especial que les hicisteis
pues en manjar real los convertisteis.
Respecto a los pastores….
¿No sostienen quimérico dominio
sobre pobres, sencillos animales?
Son por esa razón merecedores
de tal exterminio.
Al terminar el zorro, aduladores
astutos aplaudieron.
Allí del tigre, de la onza y oso
se oyeron confesiones
de robos y de muertes a millones;
mas entre la grandeza, sin lisonja,
pasaron por escrúpulos de monja.
El asno, sin embargo, muy confuso,
prorrumpió: «Yo me acuso
que al pasar por el prado de unos monjes…
el hambre que sentía,
la ocasión y la hierba que invitaba…
tal vez algún demonio allí escondido
que a infringir los deberes me incitaba,
(no es que yo quiera disculpar el hecho
porque fue sin derecho),
unas maticas trasquilé del prado:
Mas fue solo un bocado”….
“Es él; no hay duda; es él el responsable”.
Sin dejarlo acabar, todos clamaron.
Y un lobo algo erudito
probó que ese maldito
animal, vil, sarnoso.
fue el que provocó horroroso
flagelo con su enorme delito.
¡Comer la hierba ajena!
¡Qué crimen más atroz! Solo la muerte 
era de tal acción digna pena… 
Y hubo el pobre asno de aceptar su suerte … 
Según qué poderoso o miserable 
seas, si eres juzgado,
te harán parecer justo o culpable.



Un mal qui répand la terreur,
Mal que le Ciel en sa fureur
Inventa pour punir les crimes de la terre,
La Peste (puisqu'il faut l'appeler par son nom)
Capable d'enrichir en un jour l'Achéron,
Faisait aux animaux la guerre.
Ils ne mouraient pas tous, mais tous étaient frappés :
On n'en voyait point d'occupés
A chercher le soutien d'une mourante vie ;
Nul mets n'excitait leur envie ;
Ni Loups ni Renards n'épiaient
La douce et l'innocente proie.
Les Tourterelles se fuyaient :
Plus d'amour, partant plus de joie.
Le Lion tint conseil, et dit : Mes chers amis,
Je crois que le Ciel a permis
Pour nos péchés cette infortune ;
Que le plus coupable de nous
Se sacrifie aux traits du céleste courroux,
Peut-être il obtiendra la guérison commune.
L'histoire nous apprend qu'en de tels accidents
On fait de pareils dévouements :
Ne nous flattons donc point ; voyons sans indulgence
L'état de notre conscience.
Pour moi, satisfaisant mes appétits gloutons
J'ai dévoré force moutons.
Que m'avaient-ils fait ? Nulle offense :
Même il m'est arrivé quelquefois de manger
Le Berger.
Je me dévouerai donc, s'il le faut ; mais je pense
Qu'il est bon que chacun s'accuse ainsi que moi :
Car on doit souhaiter selon toute justice
Que le plus coupable périsse.
- Sire, dit le Renard, vous êtes trop bon Roi ;
Vos scrupules font voir trop de délicatesse ;
Eh bien, manger moutons, canaille, sotte espèce,
Est-ce un péché ? Non, non. Vous leur fîtes Seigneur
En les croquant beaucoup d'honneur.
Et quant au Berger l'on peut dire
Qu'il était digne de tous maux,
Etant de ces gens-là qui sur les animaux
Se font un chimérique empire.
Ainsi dit le Renard, et flatteurs d'applaudir.
On n'osa trop approfondir
Du Tigre, ni de l'Ours, ni des autres puissances,
Les moins pardonnables offenses.
Tous les gens querelleurs, jusqu'aux simples mâtins,
Au dire de chacun, étaient de petits saints.
L'Âne vint à son tour et dit : J'ai souvenance
Qu'en un pré de Moines passant,
La faim, l'occasion, l'herbe tendre, et je pense
Quelque diable aussi me poussant,
Je tondis de ce pré la largeur de ma langue.
Je n'en avais nul droit, puisqu'il faut parler net.
A ces mots on cria haro sur le baudet.
Un Loup quelque peu clerc prouva par sa harangue
Qu'il fallait dévouer ce maudit animal,
Ce pelé, ce galeux, d'où venait tout leur mal.
Sa peccadille fut jugée un cas pendable.
Manger l'herbe d'autrui ! quel crime abominable !
Rien que la mort n'était capable
D'expier son forfait : on le lui fit bien voir.
Selon que vous serez puissant ou misérable,
Les jugements de cour vous rendront blanc ou noir.

Hace más de trescientos años, ya... (París recluido)

Anne-Marie Soymié, una amiga, profesora de francés en Inglaterra, me envía esta carta que ya circula por internet.
Hace trescientos treinta y tres años, un día como hoy, Françoise de Sévigné, la hermosa condesa de Grignan, instalada, siguiendo a su esposo, en Aix-en-Provence y en su fabuloso castillo medieval y renacentista de Grignan (cerca de Montélimar, en el sur de Francia), recibía la siguiente carta de su madre, la marquesa, escritora, Madame de Sévigné (1626-1696),  que seguía viviendo en París (ciudad y corte que tanto añoraba su hija que, a los quince años, tras ser intronizaba en la corte, podría haber sido amante del rey Luis XV si hubiera querido):

"Jeudi, le 30ème d'avril de 1687

"Surtout, ma chère enfant, ne venez point à Paris !
Plus personne ne sort de peur de voir ce fléau s’abattre sur nous, il se propage comme un feu de bois sec. Le roi et Mazarin [el cardenal Mazarin, primer ministro] nous confinent tous dans nos appartements.
Monsieur Vatel [Fritz Karl Vatel, prestigioso cocinero francés de origen suizo, inventor de la crema Chantilly], qui reçoit ses charges de marée, pourvoie à nos repas qu'il nous fait livrer,
Cela m’attriste, je me réjouissais d’aller assister aux prochaines représentations d’une comédie de Monsieur Corneille "Le Menteur", dont on dit le plus grand bien.
Nous nous ennuyons un peu et je ne peux plus vous narrer les dernières intrigues à la Cour, ni les dernières tenues à la mode.
Heureusement, je vois discrètement ma chère amie, Marie-Madeleine de Lafayette [condesa de La Fayette, escritora, autora de la novela La Princesa de Clèves], nous nous régalons avec les Fables de Monsieur de La Fontaine, dont celle, très à propos, « Les animaux malades de la peste » ! « Ils ne mouraient pas tous, mais tous étaient frappés ».
Je vous envoie deux drôles de masques ; c’est la grand'mode. tout le monde en porte à Versailles. C’est un joli air de propreté, qui empêche de se contaminer,
Je vous embrasse, ma bonne, ainsi que Pauline [nieta de Madame de Sévigné y editora, en el siglo XVIII, de las cartas que su abuela enviaba a su madre la condesa de Grignan]

Lo que más añoraba Madame de Sévigné, recluida en su mansión es poder estar al tanto de la moda que se llevaba en la corte, y poder cotillear.
Quizá eso explique porqué, hoy, los vecinos nos espiamos tras las escaleras y los descansillos, las cortinas, las ventanas, los balcones y las terrazas -y nos denunciamos.... 

sábado, 2 de mayo de 2020

NICOLAS PHILIBERT (1951): LA VILLE LOUVRE (1990)



Premiado documental sobre una ciudad reclusa o recluida: el museo del Louvre, en París, celado tras sus muros....

Sobre este documentalista francés, véase su página web

Sobre este documental, consúltese esta página web

Condescendencia

¿Por qué el gobierno llama una y otra vez a los ancianos o los viejos  “personas mayores” o “los mayores”? El resto -fueren quiénes fueren los que forman parte del “resto”- ¿son personas menores, o “los menores”?
¿Acaso es una vergüenza o una tara ser viejo?




La mejor canción, impresionante, del inmenso Jacques Brel (1929-1978)