jueves, 18 de junio de 2020
JEAN-LUC GODARD (1930): OPÉRATION BÉTON (OPERACIÓN HORMIGÓN, 1955)
La primera película -documental- del cineasta Jean-Luc Godard sigue la progresiva "hormigonización" de Europa de la posguerra.
Europa se estaba aún reconstruyendo tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, y que la construcción acelerada de viviendas debía acompañarse de nuevas equipamientos industriales para proporcionar la energía suficiente para una creciente joven población, ya fascinada por la electrificación o mecanización del hogar, los transportes y los medios de comunicación. La arquitectura mundial quedó particularmente afectada por el hormigón -hasta hoy-, particularmente la plaga del llamado Brutalismo en los años setenta, y el uso masivo del vidrio (espejeado), con algunas excepciones como los ocasionales ejercicios de estilo con el ladrillo de arquitectos como el norteamericano Louis Kahn, o el brillante arquitecto cubano Ricardo Porro.
miércoles, 17 de junio de 2020
martes, 16 de junio de 2020
La destrucción de estatuas
La hemos visto, en fotografía o en directo, tan bien emplazada, tan entera, casi con tanta entereza, en el centro exacto de la plaza que parece organizarse alrededor de ella, organizada por ella, que quizá no hayamos caído en la extrañeza que debería provocarnos su presencia: una estatua ecuestre de bronce, de tamaño natural, romana, en perfecto estado, sin que nada le falte, sin haber sufrido daño alguno, habiendo resistido inmune desde hace mil ochocientos años, sin que la caída del imperio la hubiera afectado; como si el tiempo, las revueltas, las guerras y las destrucciones la hubieran olvidado, como si el vendaval de la historia la hubiera olvidado.
La estatua ecuestre de Constantino, en el centro de la plaza del Capitolio, en lo alto de una colina, en pleno centro de Roma, luce como el primer día.
En verdad, fue ubicada en este preciso sitio por Miguel Ángel, en el siglo XVI, cuando reformó y urbanizó la plaza. Mas, Miguel Ángel no restauró la estatua. Estaba tal como aún la vemos ahora -o la veíamos hasta hace unos diez años cuando, con motivo de una restauración de la plaza, fue desplazada a los museos capitolinos cercanos y reemplazada por una copia. No importa. La estatua, tan solo limpiada, sigue, aún más despegada del tiempo, y aún más imponente, al presentarse en un espacio cerrado.
La estatua representa al emperador Constantino, el primer emperador romano, de principios del siglo IV, que reconoció a Cristo como el Hijo de (un) Dios -ya que Constantino también se reconociera como un dios- y decretó que el cristianismo fuera la religión del imperio (aunque Constantino no abjuró del culto a Apolo, confundido tanto con Cristo como con Él).
En tanto que estatua cristiana -o, con más precisión, que representaba a una figura cristiana-, la estatua no sufrió daños cuando el emperador Teodosio mandó, un siglo más tarde, que se cerraran los templos paganos, lo que llevó a la destrucción de estatuas de dioses paganos, fueran del Olimpo o del Capitolio.
La estatua no era una estatua pagana. No lo era desde el momento en que se le camhió el nombre. A fin de preservarla, la estatua que, en verdad, representa al emperador Marco Aurelio -un emperador que se consideraba un dios-, pasó a ser la efigie de Constantino. ¿Cómo se logró semejante prodigio? Cambiándole el nombre.
¿Por qué?
A nosotros, cristianos, nos representa nuestra alma. Somos lo que nuestra alma es. Alma que se refleja, se muestra en nuestro rostro. Hoy, más que nunca, el reconocimiento facial determina quienes somos. Para abrir el teléfono móvil con el que escribo a veces los textos del blog, debo encararme con la pantalla o la cámara. Es la cámara quien decide quien soy, si soy quien digo que soy. Nuestro rostro nos identifica, o nos sustituye. Somos una imagen, la imagen de nuestro rostro. De ahí que para ser quien somos pese a o en contra de las normas que nos rigen, para ser "auténticos", libres de las constricciones que nos moldean, debemos, paradójicamente, esconder nuestro rostro, enmascararlo, para que las cámaras no nos identifiquen y podamos, por tanto, seguir siendo "libres".
En la antigüedad, por el contrario, una persona no se reducía solo a su imagen. En verdad, ésta, la imagen del rostro, no era un elemento distintivo, identificatorio. Una persona no era solo o principalmente su cara. Lo que identificaba una persona era su nombre; no solo porque cada persona tenía un nombre, sino porque la pronunciación de éste, como un conjuro, de inmediato evocaba a la persona nombraba. A la llamada del nombre, aquélla acudía, como acudieron ante Yahvé los seres que poblaron el orbe cuando Aquél los llamó. El verbo era creador y diferenciador. De ahí que en algunas religiones no se pueda pronunciar todos los nombres de la divinidad. Ésta debería mostrarse o presentarse, lo que era imposible, porque la divinidad es invisible.
Más que la figura y las "almas", los nombres "eran" las personas. El nombre contenía todo lo que identificaba a la persona nombrada. El nombre lo era todo. Los sin-nombre no eran nada, no eran nadie.
Por este motivo, cuando una persona caía en desgracia, y su recuerdo debía ser borrado, cuando nadie debía acordarse más de ella, más que destruir sus efigies, lo que se eliminaba era su nombre en las inscripciones. Una estatua sin inscripción no era nada, no representaba a nadie. De hecho, una misma estatua podía representar a distintas personas en función de la inscripción que se añadía. La representación, por otra parte, no era meramente simbólica. Un nombre sustituía a una persona. Todo lo que ella "era" estaba contenido en su nombre -de ahí la importancia de la elección del nombre, a menudo, como en Egipto o Mesopotamia, compuesto a partir del nombre de un dios que, al ser llamado, estaría siempre cerca de la persona así nombrada, protegiéndola. Borrando el nombre, la persona dejaba de "ser". Sus imágenes podían seguir existiendo. Ya nada significaban. Habían perdido el poder de influir a quienes se acercaban. Ya no tenían sentido. Se volvían invisibles o insignificantes. Derribarlas no era necesario. Su derribo hubiera tenido la misma eficacia que el derribo de una piedra. Porque en piedra se habían vuelto; a la piedra habían retornado. La vida que encerraban, una vida o una fuerza poderosa, capaz de preservar o de condenar a quienes las contemplaban desde lejos, temerosos, se había extinguido con el borrado del nombre. Un nombre era un interruptor. Encendía o apagaba pasiones. Alumbraba u oscurecía imágenes.
El parecido podía ser importante, pero no era imprescindible. Una tosca figura, de pronto, se convertía en una persona dada y la reemplazaba en cuanto se grababa su nombre.
Quizá podríamos aprender de los antiguos. Quienes quieren derribar la mediocre estatua de Colón en Barcelona, podrían tan solo cambiarle el nombre y llamarla con el nombre de uno de sus ídolos. Aquella se salvaría, y un nuevo culto se establecería.
(Una práctica que los partidos políticos llevan años haciendo. Cambian de siglas y los vicios y males que encarnaban desaparecen como por arte de magia. Ah, el poder de la palabra dada. La letra, con sangre...)
lunes, 15 de junio de 2020
domingo, 14 de junio de 2020
Bien y bienes
Un terreno, una casa, un coche, unos muebles, una obra de arte, una acción son propiedades o pertenencias. Cuando una herencia, se levanta acta, se documentan, se enumeran todas las posesiones susceptibles de ser transmitidas a los herederos. Del mismo modo, a fin de cubrir una deuda, con un banco, por ejemplo, un notario o un juez ordena que se cuente y se describa todo lo que pertenece al deudor. La expresión con la que designa a esta acción contable es: levantamiento de bienes. Los objetos antes descritos, desde una casa hasta una acción en bolsa, son unos bienes.
¿Por qué reciben el mismo nombre que un adjetivo que designa un valor o cualidad propio de una acción, o que persigue una acción? Realizamos acciones buenas, es decir, que persiguen el bien, hacer el bien. Las acciones así calificadas son aquellas que querríamos que nos hicieran, y que, por tanto, deberíamos emprender, ya que sabemos o intuimos que serán apreciadas del mismo modo que las apreciamos cuando las recibimos. El bien es el resultado de una acción que beneficia tanto al que la recibe cuando a quien la lleva a cabo: produce satisfacción, placer, bienestar. El bien hace la vida más llevadera.
¿Cumplen los bienes patrimoniales este objetivo? Un bien poseído tiene que tener, necesariamente, alguna relación con un bien ejecutado. Un bien tiene que, de algún modo, hacer el bien.
¿Es esto posible? Y, en este caso, ¿cómo?
Un bien es una cosa. Antiguamente, las cosas incluían personas consideradas como cosas: los esclavos, que formarían parte de los bienes familiares hasta la segunda mitad del siglo XIX, en los Estados Unidos y en posesiones coloniales catalanas, en Cuba, por ejemplo.
Esas cosas son posesiones y ganancias. Se han obtenido por herencia o durante la vida activa. Son los beneficios de una vida: cosas que nos hacen bien.
¿Qué significa? Esos bienes nos dejan en buen lugar. Son riquezas que nos colman, colman nuestras aspiraciones: el reconocimiento social y la capacidad de incidir en la sociedad. Gracias a esas posesiones podemos hacer el bien: podemos mostrarnos generosos, ayudar y regalar, podemos contribuir al bien general, en el bien entendido que dicha acción en apariencia desprendida nos beneficia: mejora o acrecienta nuestra buena imagen, es decir la imagen que los demás tienen de nosotros.
Los bienes son útiles poderosos: contribuyen al prestigio y al poder. Podemos comprar más bienes, y voluntades, como podemos desprendernos de algunos, para ayudar o para hundir a los demás. Una acción desprendida puede producir un desprendimiento, un quiebro en los mercados, en las posesiones ajenas que de pronto pierden valor cuando existe un exceso de unos mismos bienes en circulación.
Un bien es una cosa con el que podemos practicar el bien -llevar a cabo acciones que contribuyen al bienestar común- pero es también lo que nos hace bien: limpia nuestra imagen y quizá nuestra conciencia.
Las obras de arte forman parte de los bienes que poseemos. Nos dan placer, prestigio y poder, siempre que podamos evitar que otros los posean, pero cuidando que no parezcan tan inalcanzables que no susciten deseo ni envidia. Un bien es una moneda de cambio con la que obtenemos relaciones y servicios con la promesa de algún bien concedido.
La obra de arte es, por tanto, un útil poderoso y eficaz para, por un lado, solventar diferencias y por otro para crearlas. Forman parte de nosotros y, por tanto, son extensiones nuestras gracias a las cuales intervenimos, para bien o para mal, en la vida de los demás. la diferencia entre útil y obra de arte es sutil, quizá incierta o inexistente. Ambos nos sirven para nuestros fines: el reconocimiento de lo que somos, de que estamos por encima de los demás, de que formamos parte de quienes se reconocen porque poseen unos mismos bienes.
¿Por qué reciben el mismo nombre que un adjetivo que designa un valor o cualidad propio de una acción, o que persigue una acción? Realizamos acciones buenas, es decir, que persiguen el bien, hacer el bien. Las acciones así calificadas son aquellas que querríamos que nos hicieran, y que, por tanto, deberíamos emprender, ya que sabemos o intuimos que serán apreciadas del mismo modo que las apreciamos cuando las recibimos. El bien es el resultado de una acción que beneficia tanto al que la recibe cuando a quien la lleva a cabo: produce satisfacción, placer, bienestar. El bien hace la vida más llevadera.
¿Cumplen los bienes patrimoniales este objetivo? Un bien poseído tiene que tener, necesariamente, alguna relación con un bien ejecutado. Un bien tiene que, de algún modo, hacer el bien.
¿Es esto posible? Y, en este caso, ¿cómo?
Un bien es una cosa. Antiguamente, las cosas incluían personas consideradas como cosas: los esclavos, que formarían parte de los bienes familiares hasta la segunda mitad del siglo XIX, en los Estados Unidos y en posesiones coloniales catalanas, en Cuba, por ejemplo.
Esas cosas son posesiones y ganancias. Se han obtenido por herencia o durante la vida activa. Son los beneficios de una vida: cosas que nos hacen bien.
¿Qué significa? Esos bienes nos dejan en buen lugar. Son riquezas que nos colman, colman nuestras aspiraciones: el reconocimiento social y la capacidad de incidir en la sociedad. Gracias a esas posesiones podemos hacer el bien: podemos mostrarnos generosos, ayudar y regalar, podemos contribuir al bien general, en el bien entendido que dicha acción en apariencia desprendida nos beneficia: mejora o acrecienta nuestra buena imagen, es decir la imagen que los demás tienen de nosotros.
Los bienes son útiles poderosos: contribuyen al prestigio y al poder. Podemos comprar más bienes, y voluntades, como podemos desprendernos de algunos, para ayudar o para hundir a los demás. Una acción desprendida puede producir un desprendimiento, un quiebro en los mercados, en las posesiones ajenas que de pronto pierden valor cuando existe un exceso de unos mismos bienes en circulación.
Un bien es una cosa con el que podemos practicar el bien -llevar a cabo acciones que contribuyen al bienestar común- pero es también lo que nos hace bien: limpia nuestra imagen y quizá nuestra conciencia.
Las obras de arte forman parte de los bienes que poseemos. Nos dan placer, prestigio y poder, siempre que podamos evitar que otros los posean, pero cuidando que no parezcan tan inalcanzables que no susciten deseo ni envidia. Un bien es una moneda de cambio con la que obtenemos relaciones y servicios con la promesa de algún bien concedido.
La obra de arte es, por tanto, un útil poderoso y eficaz para, por un lado, solventar diferencias y por otro para crearlas. Forman parte de nosotros y, por tanto, son extensiones nuestras gracias a las cuales intervenimos, para bien o para mal, en la vida de los demás. la diferencia entre útil y obra de arte es sutil, quizá incierta o inexistente. Ambos nos sirven para nuestros fines: el reconocimiento de lo que somos, de que estamos por encima de los demás, de que formamos parte de quienes se reconocen porque poseen unos mismos bienes.
sábado, 13 de junio de 2020
¿Tenemos que derribar estatuas?
El derribo, la decapitación, el hundimiento o la retirada de estatuas antropomórficas naturalistas de gran tamaño del espacio público, que está aconteciendo en diversos países en estos momentos, puede dar qué pensar en las consecuencias.
Sabemos que la furia no se dirige hacia la obra en sí, ni hacia el artista, sino a lo que o a quién la estatua representa, pero bien es cierto que el daño o la reacción apasionada o violenta recae en la estatua -seguramente porque ya no se puede atentar contra la persona representada, y con la intención o la esperanza que el daño infligido a la imagen recaiga en el modelo. De algún modo, la estatua es considerada como un fetiche, conectada de algún modo con la figura representada, y capaz de trasmitirle lo que recibe. El daño, por tanto, se dirige,en verdad, indirectamente a la persona, a través de la mediación de la imagen.
Es muy posible que estas reacciones sean inevitables: las estatuas pueden poseer la capacidad de sacarnos de nuestras casillas. La figura que posa a caballo reta al público, pero también lo hace su efigie en bronce.
Es cierto que el nombre del artista puede frenar las reacciones o puede llevar a que la obra se proteja. Nadie ha derribado la gran estatua ecuestre de bronce del condotiero (esto es, un mercenario) Colleoni -que puso a sangre y fuego el norte de Italia en el siglo XV-, en una plaza pública de Venecia, obra de Verrochio y de Leonardo. Del mismo modo, se derriban estatuas de Stalin, pero se preserva -y se expone públicamente - el dibujo que Picasso dedicó al dictador. Del mismo modo, los dos retratos ecuestres que Dalí dedicó a una de las nietas del dictador Franco no han sufrido, sí sus estatuas ecuestres del dictador. La bidimensionalidad de la pintura y el dibujo, que ofrece un mayor grado de alejamiento del natural que una estatua no debe de ser una de las causas del respeto con la que se contemplan esas obras de Picasso y Dalí: pinturas, de artistas menos relevantes, que representan a personajes o acciones que hoy no se consideran memorables o ejemplares, sí se han retirado (de la contemplación pública).
¿Qué consecuencias acarrea la desaparición de esas obras -a menudo mediocres pero muy visibles? No causan placer estético. ¿Deben ser ocultadas o destruidas? ¿Tienen razón de ser?
Las obras son testimonios de acontecimientos del pasado -que han podido cambiar el curso de la historia a costa de muertes y de exterminios. Estos hechos deben ser recordados. Se tienen que tener presentes. Deberíamos saber qué ocurrió , aunque este conocimiento no conlleve necesariamente que aquellos hechos no vayan a reproducirse. Tendríamos, cuanto menos, que ser conscientes que podemos adentrarnos o que nos estamos adentrando por sendas que llevan a la muerte o la destrucción; y, quizá, reflexionemos sobre lo que estamos haciendo o estamos a punto de emprender. Ver la cara de quien desencadenó el horror no impide que el horror acontezca, pero nos lleva a pensar si queremos que nuestro rostro se confunda con aquél.
No es necesario que ciertas estatuas estén en espacios públicos, pero sí que estén al alcance del público. Amén de explicar el origen de la obra, se debería contar qué ocurrió de lo que la estatua es un testigo o un testimonio elocuente. La obra no solo "habla" de una figura, sino de una época, unas creencias, una ideología, de una visión del mundo que posiblemente no queramos compartir. Mas para evitar esta comunión, tenemos que saber con qué y porqué comulgamos. Borrando las imágenes no borraremos la historia. Solo borraremos el recuerdo de su existencia y de sus consecuencias. Y si no sabemos nada, si vivimos sin saber nada, si no tenemos modelos y contra-modelos, indicaciones y advertencias, es posible que optemos por un senda fatal. Sin huellas, no solo no podemos saber cuales son los caminos equivocados, sino que no podemos ir a ninguna parte. No podemos vivir (como humanos), conscientes de lo que hacemos y de las consecuencias de nuestros actos. El arte, mediocre o sobresaliente, es una señal o una advertencia, un recuerdo y un anuncio, quizá la más explícita y perturbadora, que nos indica qué ocurrió y qué puede ocurrir. Cerrando los ojos ante la realidad, perdemos el rumbo.
(Para Eva, Olga, Aurelio, Carmen, Llorenç, Joana, Marcel, Dolors, Tiziano, Quim, Montse, Kerman, Joan, Favio, Marta, Anabel, Pablo)
viernes, 12 de junio de 2020
Educación estética
Aunque las recientes reacciones ante determinadas esculturas naturalistas públicas de gran tamaño en diversos países, sobre todo en los Estados Unidos, cubriéndolas de pintura, decapitándolas o derribándolas, incluso echándolas al agua, parecen contradecir lo que contamos, lo cierto es que la creación artística -las imágenes, en general, particularmente naturalistas- nos obligan a detenernos ante ellas; a reflexionar sobre lo que son y qué pretenden, qué esperan de nosotros.Tenemos que mantenernos a cierta distancia, callada, educadamente, para poder observarlas y prestar atención a lo que tienen a bien mostrarnos o contarnos.
Las obras de arte nos enseñan a comportarnos; es decir, nos ayudan a soportar, a portar sobre nuestras espaldas el mundo, aceptándolo, pese a lo que nos pueda causar. El arte nos enseña buenas maneras, a guardar las formas, a respetar lo que nos rodea. Es una lección de buena (adjetivo propio de la moral, que califica nuestras acciones) conducta. La conducción, la conducta es una manera de comportarse, de estar y de intervenir en el mundo. Conducir viene del latín ducere: guiar, orientar. La obra de arte actúa como un modelo que nos permite avanzar sin perdernos, sin perder las formas.
La propia "actitud" de la obra, siempre presente, dispuesta a mostrarse, ya es un modelo de comportamiento. Está en el mundo, ante nosotros, soportando los envites del tiempo, y nuestra propia actitud. Se mantiene incólume, y nos sigue mirando, abriéndonos lo que tiene a "bien" proponernos.
La obra de arte es, por tanto, un ejemplo de cómo estar en el mundo. Ganamos con ella (ejemplo significa ganancia obtenida, un ejemplo nos llena; una conducta ejemplar nos transforma). Su entereza nos contiene. Nos enseña a portarnos "bien", a portar, aceptar lo que nos envuelve, a soportarnos, a entendernos. Aprendemos a estudiarnos, a conocernos y a controlar nuestras reacciones. La obra de arte se muestra como un espejo en el que nos vemos plenamente. Descubrimos cómo somos, cómo estamos, y nos proporciona un modelo de cómo deberíamos estar, si querríamos estar "bien" con nosotros mismos y con el mundo, estar a "buenas".
La obra de arte nos enseña el respeto, a respetarnos; a asumir, sin rabia ni renuncia, a nuestra vida. Del mismo modo que en determinadas circunstancias, en ceremonias, en rituales, debemos "comportarnos" -¡compórtate!, es una orden habitual que los padres lanzan a niños y adolescentes- manteniendo el porte, igualmente, la obra de arte nos cuadra. Nos pone firmes; nos enseña a ser firmes, a mantenerlos erguidos, sin dejarnos ir, abandonarnos. La obra no nos abandona. Nos vigila y nos cuida. Se yergue como un referente ético y estético.
La obra nos reta, sin duda, nos pone a prueba. Quiere saber si seremos capaces de resistir a sus tentaciones. Nos fortifica (el alma y el cuerpo). Nos invita a contenernos para no caer, tropezar, para no perder el camino. La prueba a la que nos somete debe ser superada, porque, si no, la vida deja de tener sentido: se convierte en un obstáculo insuperable que solo causa desesperación, abandono y muerte.
La obra de arte es exigente. Nos exige entereza, aguante y deseos de superación. Nos permite ir más allá de nuestra limitaciones -si la respetamos, si respetamos las reglas del juego, que regulan nuestro estar, nuestra breve estancia en el mundo. Sin obras de arte, permaneceríamos sin rumbo, y nos perderíamos. El arte es una lección permanente de cómo encontrarnos y de cómo estar, el tiempo que estamos.
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