La retirada, el mancillado, la mutilación, el derribo y la destrucción, en suma, de grandes estatuas naturalistas que acontece hoy en el mundo no es un hecho excepcional. Obras que desaparecen de la vista del público, obras que ya no nos pueden ver e influir.
Aunque haya ocurrido en todas las épocas, seguramente se recuerda las reacciones de indignación, espanto y desolación que sucedieron a las destrucciones de monumentos y estatuas en Palmira, Nínive, Hatra, o anteriormente, en Bamiyan- y otros yacimientos arqueológicos, en Iraq, Siria y Afganistán, en la primera y segunda décadas del siglo XX, destrucciones que aún hoy siguen.
Mas, ¿por qué se han producido reacciones tan distintas ante lo que ocurre en las Estados Unidos, América Central y del Sur, y en Europa, hoy, y lo que aconteció y acontece en países islámicos? ¿Por qué en caso se aplaude, y en otros se lamenta?
¿Sólo porque en Afganistán, Iraq o Siria son los yacimientos arqueológicos y los museos de arqueología los que sufren destrucciones, y las ruinas -ruinas antiguas- nos fascinan?
Es cierto que las ruinas que han saltado por los aires son o eran testimonios del pasado únicos, cuya destrucción acarrea una pérdida irremediable. Pero es muy posible que las grandes esculturas de bronce vandalizadas o destruidas no puedan restaurarse o replicarse (las réplicas en 3-D de estatuas modernas o antiguas que hoy se llevan a cabo, pensemos lo que pensemos de esta práctica y de los resultados, puede contradecir aquella afirmación). Podemos pensar que el arte neo-asirio y palmirense es incomparablemente superior a las mediocres estatuas naturalistas derribadas. Pero la crítica, en tiempos de paz, no ha solido ser benigna con el arte de Palmira -considerado, como así, un arte provinciano- ni de Asiria -juzgado repetitivo, carente de vida, meramente político (salvo algunos relieves neo-asirios de animales heridos, como la célebre y perturbadora imagen de una leona agonizante, o la extraña y emotiva entrega de una víctima a o en las fauces de un león en una pequeña talla de marfil). El arte asirio y de Palmira ha sido escasamente valorado.
Sin embargo, su destrucción ha causado (justificadas, sin duda) rasgaduras de vestidos.
Son obras mucho más antiguas que los bronces del siglo XIX.
Pero ¿qué se está juzgando?
¿La calidad de las obras? Bronces y relieves asirios son, según una gran parte de la crítica, obras mediocres.
¿La antigüedad? ¿A partir de cuándo una obra pasa a ser antigua a entrar a formar parte de la Antigüedad?
¿El tema? En ambos casos, el tema es parecido: la exaltación de personajes de dudosa reputación (según nuestros criterios).
¿La capacidad crítica de quien reacciona? ¿Por qué en en caso la destrucción es una muestra de ceguera, incultura y fanatismo, y en otro una muestra de apertura de miras?
En todos los casos, las obras han logrado sacarnos de nuestras casillas y es posible que nuestra reacción violenta haya sido y sea inevitable, sea la respuesta que el reto de las imágenes pedía.
Pero en este caso, ninguna destrucción debería ser condenada.
Si creemos en el respeto por la obra ajena, si consideramos que la obra merece, como todo ser vivo, un respeto -pues la destrucción implica que reaccionemos como ante un enemigo que nos agrede-, en este caso, toda destrucción es condenable.
Los personajes representados son odiosos, sean sudistas, esclavistas, o emperadores sanguinarios. ¿Lo son sus imágenes?, Sí, lo son, si equiparamos o confundimos imagen y modelo. Quizá no podamos dejar de confundirlos. Pero la confusión raramente es un ejemplo de clarividencia.
¿Debemos dejar a la vista estatuas que representan a figuras odiadas? Si queremos que se recuerde lo que hicieron, quiénes eran, seguramente. Sino, negamos la historia, nos negamos. Destruir la imagen de Buda, de Lamassu (el feroz guardián de los palacios neo-asirios) o de Colón, conlleva que esos seres, reales o imaginarios, desaparecen de nuestra memoria. Y es posible, entonces, que los volvamos a crear, a descubrir y a creer en ellos. Las imágenes establecen límites que no deberíamos franquear: delimitan nuestro mundo y nos informan sobre esos otros mundos, esas historias de los que deberíamos prevenirnos. Respetarlas -sabiendo qué representan, qué "valores" presentan- quizá nos mantenga a distancia de lo que no debiera ocurrir. Una imagen es un aviso. Si éste desaparece, el camino vuelve a ser transitable. Hacia la ruina.