“¿Qué hace falta para ser feliz en la vida venidera? Ser justo.
Para ser feliz en ésta, tanto como lo permite nuestra mísera naturaleza, ¿qué es necesario? Ser indulgente”
(Voltaire: Tratado sobre la tolerancia, cap. XXI)
“¿Qué hace falta para ser feliz en la vida venidera? Ser justo.
Para ser feliz en ésta, tanto como lo permite nuestra mísera naturaleza, ¿qué es necesario? Ser indulgente”
(Voltaire: Tratado sobre la tolerancia, cap. XXI)
Homo Urbanus - Trailer from Bêka & Lemoine on Vimeo.
La última película de la conocida pareja de cineastas y fotógrafos Bêka & Lemoine, dedicada a documentar la vida en edificios conocidos o anónimos, y hoy, en las calles urbans, dura unas diez horas, filmada en diversas ciudades del mundo, de Bogotá a Venecia, entre otras urbes.
Cupola se construyó en veinticuatro horas. Encargada en 1964 al arquitecto italiano Dante Bini (132) por el director de cine Michelangelo Antonionni, para la actriz Monica Vitti, ubicada en la célebre pequeña isla de Bunelli (hoy en venta), que forma parte del archipiélago de la Magdalena, cerca de la costa Esmeralda de la isla de Cerdeña, Cupola se levantó en tan poco tiempo gracias con un costoso sistema patentado de construcción de cúpulas hinchables realizadas mediante una delgada membrana de hormigón armado, llamado Binishell.
Después de la lenta y dubitativa elección del lugar, apartado de los paparazzi, hallado gracias a la búsqueda de escenarios para la película El desierto rojo (1964), apenas la casa construida, la pareja rompió y la casa está hoy abandonada.
Por encargo de la Fundación Villa Noailles (perteneciente al grupo Hermès), el fotógrafo francés François Halard, conocido por sus imágenes de ruinas, retrató la Cupola, cuyas imágenes analógicas y Polaroids se presentan hoy en una exposición titulada Le temps des ruines en una galería de Paris.
Apenas accedido bajo cubierta, tras ascender por una colina y sortear filas de bloques de acero Corten dispuestos en el suelo, en filas prietas como ataúdes llegados de un campo de batalla, el suelo desciende en la penumbra bajo innumerables monolitos de acero colgados del techo.
Colgados.
En los años veinte, se colgaban negros que portaran una fotografía de un blanco; en los años treinta, se colgaba a toda una familia negra porque uno de sus miembros había osado pronunciar una palabra juzgada inconveniente ante un blanco; a finales de los años treinta, si un negro caminaba detrás de su "dueña" era colgado; antes, a finales del siglo XIX, una queja por maltrato acarreaba que la mujer negra embarazada fuera colgada por los pies, quemada, su vientre rajado para que el feto cayera y fuera troceado.
Entre 1877 y 1950, años más tarde del fin de la Segunda Guerra Mundial, 4400 negros fueron colgados en el sur de los Estados Unidos, un espectáculo al que se asistía como quien acude, con los niños, endomingado, comiendo golosinas, a una feria ganadera.
El Memorial por la Paz y la Justicia, en la ciudad de Montgomery, en el estado sudista de Alabama, del estudio de arquitectura norteamericano Mass Design Group, está inspirado en dos memoriales: el memorial por los muertos norteamericanos en la guerra del Vietnam, en Washington (1982), de quien era aún una estudiante de arquitectura, Maya Lin, y el memorial por las víctimas del Holocausto, en Berlín (2003-2005), del arquitecto Peter Eisenman, y evoca, alusivamente, la tortura y la muerte, en toda su extensión y horror, con innumerables filas de monolitos de acero Corten, como quemado, despersonalizados, idénticos, sin identidad, como animales despellejados en un matadero, que cuelgan justo encima de la cabeza de los visitantes, rozándoles.
Seguramente el mejor monumento del siglo XXI
La familia de Jean Calas, un modesto comerciante de telas de la ciudad francesa de Toulouse, se aprestaba a cenar, habiendo invitado al joven Gaubert, un amigo de uno de los hijos de la familia, Pierre, que estaba de prácticas en Burdeos. Atendía una sirvienta católica, muy devota, que se había ocupado de los cinco hijos de la familia, pese a ser católica, lo que podía sorprender ya que la familia Calas era protestante, aunque uno de sus hijos, Luis, se había convertido, hacía ya un tiempo, al catolicismo.
Apenas la cena concluida, el hijo mayor, Marc-Antoine, tan taciturno como de costumbre, salió a la calle. Marc-Antoine trabajaba con su padre en la tienda, pero aspiraba a estudiar y practicar el derecho, a lo que no tenía acceso por ser protestante. Estudioso y amante de las artes, se pensaba que podría seguir a su hermano Louis, y convertirse, lo que también le habría ayudado en una carrera artística en la que también soñaba.
La familia esperaba su vuelta para despedir como era debido a Gaubert. Como tardaba, Pierre cogió una vela para bajar las escaleras y acompañar a Gaubert hasta la puerta. La calle, en el centro de Toulouse, era estrecha y a oscuras. La vela, de pronto, iluminó la puerta del almacén que daba al rellano. Estaba abierta. Era extraño. Dentro, estaba Marc-Antoine, robando, sin duda. Pierre forcejeó con su hermano. La familia bajó furiosa y siguió el plan establecido. Asesinaron a Marc-Antoine, con la ayuda de Gaubert, que había aceptado participar en tan macabro plan. El supuesto robo no había ocurrido. En verdad, el padre no podía tolerar otro católico en la familia. Estaba todo pensado. tras el crimen, colgaron el cadáver del quicio de la puerta, borrando las huellas de la feroz y desesperada defensa de Marc-Antoine ante el estrangulamiento de su familia, para dar la impresión que el hijo se había suicidado, lo que impedía incluso que fuera enterrado con el debido respeto.
Jean Calas y su familia, entonces, se pusieron a lanzar exagerados gritos de dolor, que recorrieron todo el barrio. Acudieron los vecinos, asustados y curiosos, en medio de la noche. Alguien avisó al alguacil. La policía se llevó a toda la familia al cuartel.
De nada sirvió el engaño. El parlamento de Toulouse condenó a muerte a Jean Calas, al destierro a Pierre y a Gaubert, y envió a la madre y a las dos hijas, que ya no vivían con sus padres, pero que habían tramado también en contra de su hermano, al convento para que las encerraran y las mantuvieran apenas en vida. No se solía ejecutar a mujeres.
La ejecución de Jean Calas se realizó por medio de la rueda. El condenado se estiraba sobre una gran rueda de carro, se le interrogaba para que confesara el crimen -lo que Calas aún no había hecho, a fin de que su alma ennegrecida se redimiera-, y se le ejecutaba entonces con justicia. Un verdugo rompía las articulaciones en brazos y piernas del condenado acostado en la rueda, le quebraba el pecho con cuidado para no causar la muerte y se alzaba la rueda hasta que el eje se clavara en un alto mástil, donde se dejaba al condenado, cuyos miembros colgaban como los de un títere, de cara al cielo, que agonizaba hasta morir. Los condenados solían expiar a poco. Jean Calas tardó una tarde en morir. Y, lo que era un problema, como contaría el sacerdote que alentaba espiritualmente a los condenados, es que Calas no confesó sino que murió proclamando su inocencia y pidiendo a Dios que perdonara a jueces y verdugos.
La condena por infanticidio puede parecer dura, pero estamos en 1762, y la pena capital no sería abolida en Francia hasta más de tres siglos más tarde.
Existe un segundo problema. Esta dura pero aleccionadora historia era mentira. Se produjo un crimen, es cierto. Pero el criminal no era quien se decía.
Jean Calas y su familia nunca asesinaron a su hijo, que, acuciado por las deudas -acababa de perder una importante cantidad de dinero-, se había suicidado.
Los gritos de dolor de la familia eran sinceros. Mas, eran protestantes, en un barrio católico. Los vecinos que acudieron empezaron a rumorear. El aparente suicidio era sin duda puro teatro. Tratarían de maquillar la espantosa realidad, el asesinato del hijo debía ser, era, un complot planeado desde hacía tiempo y llevado a cabo. El escandaloso y escandalizado rumor creció. Los vecinos denunciaron a la familia. Los insultos se multiplicaron. La policía, los jueces, el propio parlamento regional no pudieron -no quisieron- oponerse a las calumnias, so pena de alterar el orden público -pese a que hubo jueces que dudaron de la culpabilidad de la familia (el cadáver de Marc-Antoine no presentaba signos de violencia), y que uno incluso votó en contra de la condena-. Mas, la ciudad se hubiera levantado si no hubieran condenado a la más espantosa de las ejecuciones a Calas y arruinado a la familia dejándola morir de hambre.
Era tan evidente la injusticia cometida por la feroz presión social, que la mujer de Jean Calas logró ir a París e implorar el perdón real y del tribunal de Justica de París, lo que consiguió. Jean Calas, torturado y ejecutado, fue inocentado.
Esta estremecedora historia abre el Tratado sobre la tolerancia que Voltaire, valerosamente, escribió poco después del caso -un recurso compositivo que Michel Foucault utilizaría, pero sin la sabiduría en el uso de la ironía y el sarcasmo, en su ensayo Vigilar y castigar.
El rumor, las noticias falsas sobre complots y conspiraciones circulaban a la velocidad del rayo a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Y eran mortíferas.
Y hoy...
Varias causas se han supuesto que supusieron el fin de la manera antigua o tradicional de percibir el mundo en Europa (u Occidente), la posición del ser humano y su incidencia en él, y las relaciones entre los propios humanos, y el nacimiento de la modernidad. Sucesivas crisis teológicas, filosóficas, científicas, desde el siglo XVI -o desde el Renacimiento- quebraron el orden antiguo.
Una de las razones que se adujo hace más de un siglo, hoy matizada, fue la irrupción de la reforma protestante y la nueva consideración del ser humano y su relación con los poderes celestiales y mundanos -con la iglesia, en particular. La noción de gracia, alcanzada por la fe, que iluminaba solo a ciertos creyentes "de buena fe", determinó que la intervención, la modificación, la explotación del mundo era legítimo siempre que la practicaran quienes estaban en gracia de dios.
Quizá se ha minusvalorado otra causa, cercana al protestantismo, que sí se ha destacado como uno de los acicates de la Revolución francesa, que trastocó definitiva o duraderamente, el orden antiguo, la monarquía por derecho divino.
El cristianismo tuvo, ya desde Agustín, en el siglo IV, con dos conceptos antitéticos: la gracia concedida por Dios, que iluminaba a los fieles y les marcaba el camino por el que transitar en vida, y la libertad humana (el libre albedrío), coartada por la intervención o gracia divinas.
Mientras teólogos como el monje tardo antiguo Pelagio sostenía que el ser humano era capaz por sí mismo de tomar las decisiones correctas y de actuar justamente, Agustín defendía, por el contrario, que el ser humano "desgraciado", carente de la gracia, no podía juzgar ni actuar "santamente". La capacidad de pensar y de actual del humano estaba empañada por el pecado original -del que, sin embargo, había sido lavado (o debería haber sido lavado) por la encarnación, el nacimiento y la muerte terrenales del Hijo de Dios, lo que no se tenía, sorprendentemente, en cuenta.
La predestinación frente a la capacidad de cada uno por tomar el destino en sus manos: dos concepciones de la vida antitéticas.
Aunque la figura de Agustín imponía respeto, es cierto que desde Tomás de Aquino, el libre albedrío fue cada vez más aceptado como lo que permitía al ser humano tomar sus propias decisiones y hacer el bien. Mas, si el peso del pecado original frenaba o impedía incluso las acciones justas y llevaba, por el contrario, por el camino equivocado, la iglesia siempre podía, por la confesión, perdonar las equivocaciones. Pese al perdón ocasional o final, lo cierto es que la iglesia defendió la vida contemplativa, y cualquier acción era juzgada con suspicacia -aunque no prohibida, dado que el ser humano era libre (de actuar bien o mal).
La Reforma protestante trató de romper con esta visión tan ambigua, ofreciendo una solución clara al dilema sobre cómo el ser humano debía comportarse. La vida activa era perfectamente posible. La contemplativa, juzgada severamente. Pero no todos podían actuar correctamente. Solo quienes estaban en gracia de dios podían actuar limpiamente, y todo lo que emprendieran era legítimo, bien intencionado. Esta concepción se basaba en Agustín. Pero introducía un matiz. Solo quienes tenían fe podían saber si estaban en gracia de dios o, mejor dicho, que estaban en gracia de dios. La fe salvaba. El desconocimiento de los incrédulos o de los humanos de poca fe sólo llevaba al error.
El jansenismo, una austera corriente reformadora barroca francesa -con prédica en Italia-, que no rompió con la iglesia católica, y que contaba entre sus defensores escritores como Pascal, supo hallar una vía entre las opuestas consideraciones católicas y protestantes acerca de la necesidad y la bondad de la intervención humanas en el mundo. ¿Qué debía orientar la acción, la gracia o la libertad?
El concepto central, de nuevo, ya fue enunciado por Agustín y retomado por Lutero y sobre todo Calvino: la noción de gracia eficiente, una noción que compartían algunos católicos -que sospechaban de la excesiva importancia del libre albedrío- y todos los protestantes. Pero, mientras los protestantes defendían que cualquier acción era legítima si se estaba en gracia de dios, y los católicos sostenían que el ser humano era libre de hacer el bien o el mal -un bien que a menudo se torcía, lo que exigía la constante intervención de la iglesia, cuyo perdón se podía comprar, com denunciaba Lutero-, los jansenistas sostuvieron que la acción ra necesaria para activar la gracia. Ésta se volvía efectiva si se intervenía en el mundo, y las acciones iban por el buen camino a medida que se actuaba porque la gracia se encendía. Por tanto, ni se defendía la inacción contemplativa que impedía estar en gracia de dios, ni cualquier acción desaforada -partiendo de la creencia que la gracia todo lo legitimaba-, sino que la gracia y la libertad, la gracia y la acción interaccionaban y se influían mútuamente, las acciones despertando lentamente la gracia y ésta velando por el buen hacer. Es decir, las acciones tenían que emprenderse meditadamente, juzgando sus consecuencias. Una acción equivocada mantenía la gracia aletargada.
La conjunción de pensamiento y de sentimientos para poder intervenir en el mundo de manera que no hiciera daño, el dar al ser humano los medios para actuar y enjuiciar, la confianza depositada en él, fueron logros que el jansenismo aportó que permitieron pensar en una intervención positiva del ser humano en el mundo, y aspirar a una vida mejor. La noción de progreso se establecía. La importancia del jansenismo en los postulados de la Revolución Francesa corroboraron el acierto de la vía jansenita que se fue apagando en l siglo XIX con la reacción protestante, mucho más efectiva a la hora de permitir cualquier tipo de intervención sin medir sus consecuencias.