La fundación de las ciudades o colonias romanas requería, al igual que en otras culturas antiguas (y modernas: pensemos en el rito de la colocación de la primera piedra), un ritual con ofrendas a los dioses del subsuelo y un acto singular. Jóvenes jinetes organizaban una compleja coreografía ecuestre en un espacio acotado cubierto de arena, sobre el que los pasos de los caballos iban trazando líneas ondulantes y enrevesadas. Este ritual se llamaba el juego de Troya.
Pero nada tenía que ver con Troya, sino con Creta -Creta y Troya se confundían ya que Cnossos cayó en el olvido. El ritual rememoraba el estallido de alegría, las festivas danzas que los jóvenes atenienses liberados de las fauces del Minotauro, encerrado en el Laberinto, por el príncipe Teseo, ejecutaban sobre la arena de la playa antes de embarcar de regreso a Atenas, poniendo fin a una cruel deuda que Atenas tenía con el rey de Creta que le obligaba a enviar anualmente siete jóvenes que alimentarían al monstruo, el Minotauro, ávido de sangre.
Dicha danza dejó sobre la arena las huellas de los pasos de los jóvenes danzantes. Dichas trazas se asemejaban a una confusa madeja de hilos o a una intrincada red de surcos, cuya planta recordada la trama de galerías del laberinto. Bailando en la arena y dejando inscritos unas marcas laberínticas, los jóvenes rescatados simbolizaban bien su salida de la morada del monstruo.
Los jinetas romanos que practicaban el juego de Troya también acababan por dejar unos enmarañados surcos en la tierra. Mas, no habían escapado de ningún laberinto. ¿Qué podía entonces significar este ritual y las huellas que dejaba tras de sí?
El umbral de numerosas villas romanas comprendía un pequeño mosaico inscrito en el suelo. Dicho mosaico comprendía la planta de un laberinto. La desconcertante complejidad de la trama del laberinto, cuya lógica no se percibía, contrastaba poderosamente con el claro y lógico plano de la villa. La oposición estaba buscada. El laberinto era la antítesis del espacio doméstico. Ésta se organizaba para poder ser recorrido y ocupado sin causar ninguna desorientación. Por el contrario, era imposible seguir el hilo del laberinto. Éste, por tanto, desconcertaba y enredaba a los malos espíritus que pretendieran infiltrarse en el hogar y hacer daño. El laberinto era un amuleto que impedía que quien quisiera desorganizar una casa quedara detenido y apresado.
El laberinto que los jinetes trazaban también tenía una función profiláctica. Se ubicaba ante las puertas de la ciudad recién fundada, antes de que ésta fuera poblada. Ninguna plaga, ninguna fuerza dañina podría acceder a la ciudad.
El espacio donde los jinetes danzaban se llamaba un coro (choros). Un coro, en verdad, era un grupo de cantantes y danzantes ubicados en un espacio también denominado choros. El coro jugaba un papel fundamental en el desarrollo del teatro clásico. Compuesto por numerosos actores y cantantes, el coro actuaba al unísono. Representaba la voz de la comunidad y expresaba en voz alta las alegrías y los temores de los ciudadanos ante lo que les acontecía a los héroes cuyas aventuras se representaban en escena. El coro podía incluso aconsejar a los héroes, advirtiéndoles de los peligros a los que se iban a enfrentar y sobre todo de las consecuencias de sus actos. El coro era la voz de la ciudad que trataba que imperara la cordura y que los héroes no se arriesgaran a enfrentarse a su destino y a los dioses, que tales enfrentamientos trágicos eran la base de las obras de teatro clásicas.
La relación entre el coro y la ciudad se estrechaba aún más. Reputados helenistas como Jesús Carruesco se han preguntado por la posible relación entre el choros y la choora. Choora significaba espacio acotado y, más precisamente, espacio habitado. Polis en griego designaba a los ciudadanos, astu, las estructuras construidas, y choora la ciudad habitada; es decir, la ciudad a salvo, el espacio bien defendido donde la vida podía desarrollarse sin amenazas, todas ellas detenidas por el choros.
La ciudad clásica, entendida como un espacio de recogimiento, estaba relacionado con la danza. La danza fijaba en un mismo lugar todos los posibles males que exorcizaba. El choros los ahuyentaba, liberando, por tanto, la choora de los peligros, y permitiendo que pudiera acoger la vida.
El teatro ha sido siempre un espejo de la vida; en este caso, el coro era un espejo de la vida urbana, puesta a salvo gracias al apresamiento de los males y los monstruos que los orquestados movimientos y voces del coro lograba.