Una nueva puesta en escena "modernizada", adaptada a los tiempos actuales y a la moderna sensibilidad suscita de nuevo la pregunta acerca de cómo representamos, hoy, textos clásicos -tanto greco-latinos, como manieristas y barrocos?
La pregunta tiene más sentido en España que, por ejemplo, en Francia o en Inglaterra, donde los textos suelen representarse íntegros, a partir de traducciones canónicas -que, en ocasiones, se mejoran atendiendo a los últimos estudios filológicos y las últimas interpretaciones textuales
¿Por qué no se representa una obra de Aristófanes, como Los pájaros, como acontece hoy en Barcelona, tal como se la conoce? ¿Por qué no podemos enfrentarnos a los textos clásicos con las palabras con las que fueron escritos? ¿No somos suficientemente adultos para escucharlas? Si hacen falta aclaraciones para seguir la obra, el texto del programa puede aportarlas.
Nos enfrentamos a tablas medievales con crípticas imágenes crísticas, pero no podemos juzgar textos teatrales sin “adaptaciones”, a menudo simplificaciones, empobrecimientos como si fuéramos simples de espíritu, incapaces de valorar textos que siempre valoraremos a partir de lo que sabemos y sentimos hoy, es decir, que siempre “modernizamos” el texto inevitablemente, sin necesidad que nos lo “modernicen”.
Por otra parte, la extrañeza y la incomprensión parcial no son males sino el signo de que estamos vivos, y que asumimos y reconocemos las diferencias entre el ayer y el hoy, respetando lo que se decía y nuestra capacidad interpretativa.
Obviamente no podemos ver ni juzgar un texto clásico como lo hacían en la Atenas de Pericles o en una corte real o imperial barroca. Nuestra interpretación es tan valida como la de hace dos mil quinientos años, y es un signo de la vitalidad del texto. Asumir que no podemos entender todo, ni entender el texto como se entendía es un signo de respeto por la integridad, la potencia del texto y de su capacidad de suscitar múltiples y diversas lecturas, todas ellas válidas, porque demuestran que el texto llega a nosotros y se nos abre según cómo podemos abrirlo.
Pero para eso tenemos que tener un texto no manipulado. No todo tendrá sentido. Habrán partes enigmáticas, otras sin sentido o prescindibles, pero también descubriremos significados que no se alcanzaron a encontrar en su momento. No somos mejores o peores espectadores de la obra que los atenienses de otrora. Reaccionamos de manera distinta, el texto nos reta o nos apela de manera distinta porque nuestras armas interpretativas son distintas. Si el texto que escuchamos nos llega de manera distinta, si está conformado por lo que somos hoy, quiero decir, si las palabras que entendemos están marcadas, filtradas por nuestra sensibilidad y conocimientos de hoy, ¿para qué cambiar el texto y adaptarlo, si inevitable y felizmente esta adaptación ya tiene lugar cuando interpretemos lo que Aristófanes escribió con el “bagaje” intelectual que hoy tenemos? El texto suena distinto, ayer y hoy, es distinto, pero para que provoque estas reacciones distintas, para que la distinción la establezca el espectador, a quien va dirigido el texto -el espectador que da sentido al texto-, es necesario que el texto no se modifique. Hay que respetar las palabras. No hacerlo es no respetar la libertad del espectador ni su capacidad para interpretar y disfrutar de lo que escucha con los conocimientos que posee.
Estas adaptaciones, esos cortes, esas expurgaciones de textos clásicos son maneras de abordar el texto distintas de la que se practicaba en el siglo XVII. Racine no adaptaba a Sófocles. Tenía en cuenta la versión del mito que Sófocles escribió, para ofrecer la suya, como Sófocles tuvo en cuenta a Esquilo para escribir su obra. Cada obra con un tema de mitología griega reescribe el mito, teniendo en cuenta escrituras precedentes. En verdad, ¿son versiones de un mito? No, son el mito contado en un determinado momento, de una determinada manera o formo. El mito, "en sí", no existe, fuera de las narraciones orales o escritas. No existe un "mito originario", del que se ofrecen "versiones", sino que el mito se compone a medida que se cuenta, se escribe y se escenifica, en un ritual, una imagen, una obra de teatro. El mito "está" en los textos, vive o revive en éstos. El mito es un relato intemporal pero que solo conocemos a través de las narraciones temporales. En este caso, cada época, cada cultura cuenta el mito a su manera, y esta manera personal o peculiar es el mito, forma parte del mito que no existe fuera de la narración, en un hipotético lugar ideal. No existe un "primer" mito. Cada narración, cada puesta en escena es "el" mito.
Por el contrario, las adaptaciones modernas de textos clásicos se refieren a éstos, cuando deberían referirse al mito, es decir, a la suma de narraciones anteriores a las que se sumaría, con igual legitimidad, una nueva manera de contarlo, otra manera, inevitablemente distinta. Pero es obvio que Los pájaros de Aristófanes, como la mayoría de las comedias de este autor, se nutren de referentes míticos, sin duda, pero no interpretan ningún mito en concreto. Por tanto, no se puede prescindir del texto de Aristófanes a la hora de interpretarlo -si se pone en escena una obra titulada Los pájaros, o con cualquier título idéntico al de una obra clásica a la que obviamente se remite. Hay que atender a lo que dice, respetarlo, aportando cuantos datos, cuantas notas sean necesarias para entenderlo. Pero no se pueden alterar las palabras ni la densidad y textura del texto, pues no existe, al igual que el mito, un relato ideal del que Aristófanes ofrece una versión, sino que el relato es lo que Aristófanes escribió. Si queremos poner en escena su texto, se tiene que contar tal como se escribió -en traducción, sin embargo, traicionándolo, inevitable pero aun mesuradamente-. Si, por el contrario, se quieren trasmitir unas determinadas ideas, el texto debe escribirse de nuevo, mas ya no se trata de un determinado texto clásico, ni se tiene que anunciar así, sino un texto de un autor moderno. Que tenga o no interés, es otro "tema".