Minotaur from Daniel Sousa on Vimeo.
sobre este director de cine de animación portugués, véase su página web
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Estamos en el año ciento veinticinco antes de Cristo. Roma está que arde -y eso que las Guerras Púnicas, durante las que Roma estuvo a punto de perecer ante los ejércitos cartagineses, habían concluido con la victoria de Roma, lo que había traído cierta tranquilidad y esperanzas de un porvenir mejor. Los Gracos, hermanos, de la familia de los Escipiones, que son los tribunos de la plebe -los representantes del tercer estado, encargados de defender su causa ante el aristocrático senado-, tratan de reorganizar el estado, en contra de los dictados del tribunal del Senado. Quieren otorgar la ciudadanía romana a los pueblos itálicos y proceder a una revolución agraria, otorgando tierras cultivables, en manos a la aristocracia, a la plebe -que hasta ahora nada tiene-. El Senado reacciona. Les acusa de poner en peligro el estado. La revolución social y política socava el orden establecido.
Inquietantes señales anuncian nuevas catástrofes. Llueven piedras; el trigo crece en los árboles y no se puede segar. Hasta pájaros agoreros y nocturnos como las lechuzas sobrevuelan la ciudad. Y un andrógino, incapaz de reproducirse, nace. El fin se acerca.
La guerra civil late sordamente. Un bando acusa al otro de querer fracturar Roma. El bando opuesto ,amenaza, violentamente a veces, con revueltas y edictos ilegales. Uno de los hermanos, Cayo Graco, es asesinado. Los pueblos itálicos acusan a Roma de imponer su voluntad y sus leyes -pese a que éstas pretenden neutralizar las diferencias sociales entre romanos y periféricos latinos.
Es entonces cuando el Senado ordena acudir a los libros sibilinos. Éstos recogen oráculos del dios Apolo a su sacerdotisa, la Sibila de Cumas, años ha, cuando los etruscos mandaban en Roma. Caso por caso, los libros sibilinos interpretan toda clase de señales enigmáticas que aluden al destino que aguarda a Roma, y que solo los dioses conocen. Con los libros sibilinos, debidamente interpretados, se puede intuir qué ocurrirá. Las señales son reveladoras que el porvenir se ha torcido; quizá para siempre.
Nunca sabremos lo que estos libros revelaron -ni lo que podrían decirnos aún hoy. Depositados en el templo de Júpiter Óptimo, fueron quemados, cinco siglos más tarde, por un general vándalo. Sus enseñanzas, si hubiéramos sabido interpretarlas y aplicarlas, se han perdido para siempre.
Pero sí sabemos uno de los consejos que al parecer Apolo contó. Todas las mujeres romanas, todos los romanos, aristócratas y plebeyos, en verdad, tuvieron que tejer un colorido manto para revestir la estatua de culto de la diosa Perséfone, la diosa de los infiernos que, tras el invierno, asciende y anuncia el año nuevo, con la primavera. Hilos de distintos colores y calidades, tramados de múltiples maneras, tejidos al unísono, como una obra colectiva, laboriosamente trabajada, durante la cual las diferencias se anulan, todos, lejos de separarse en bandos enfrentados, decidieron ponerse a trabajar en pos del bien común, sabiendo que si Perséfone no se sentía debidamente arropada, el invierno, y las relaciones congeladas, no se detendrán.
Y es así cómo, aparcando las diferencias en pos de un proyecto común, cómo Roma ha sobrevivido a la más trágica escisión que la amenazaba.
CONSEJERO.- ¿ Y cómo vais vosotras a poder acabar con tantas cosas revueltas como hay en el país y desenredarlas?
LISÍSTRATA.- Muy fácilmente.
CONSEJERO.- ¿Cómo? Dilo.
LISÍSTRATA.- Como con una madeja: cuando se nos enreda, la cogemos así y la separamos con nuestros husos, uno por aquí, otro por allí; del mismo modo vamos a desenredar nosotras esta guerra, si se nos deja, separando a los dos bandos mediante embajadas, una hacia allí, otra hacia aquí.
CONSEJERO.- ¿Con la lana, las madejas y los husos como modelo creéis que podréis acabar con asuntos tan graves? Estáis locas.
LISÍSTRATA.- También vosotros si tuvierais cabeza haríais toda vuestra política tomando el manejo de la lana como modelo.
CONSEJERO.- ¿Cómo es eso, vamos a ver?
LISÍSTRATA.- Ante todo, como se hace con los vellones, habría que desprender de la ciudad en un baño de agua toda la porquería que tiene agarrada, quitar los nudos y eliminar a los malvados, vareándolos sobre un lecho de tablas, y a los que aún se quedan pegados y se apretujan para conseguir cargos arrancarlos con el cardador y cortarles la cabeza; cardar después en un canastillo la buena voluntad común, mezclando a todos los que la tienen sin excluir a los metecos y extranjeros que nos quieren bien y mezclar también allí a los que tienen deudas con el tesoro público y además, por Zeus, todas las ciudades que cuentan con colonos salidos de esta tierra, comprendiendo que todas ellas son para nosotros como mechones de lana esparcidos por el suelo cada cual por su lado. Y luego, cogiendo de todos ellos un hilo, reunirlos y juntarlos aquí y hacer con ellos un ovillo enorme y tejer de él un manto para el pueblo.
(Aristófanes: Lisístrata, 565-584. Traducción de Luis M. Macía Aparicio. Ediciones Clásicas. Madrid, 1993)
Lisístrata -La que deshace ejércitos- fue una comedia escrita en 411 aC, cuando Atenas y sus aliados (dominados por ella) estaban perdiendo una guerra que parecía no tener fin, las Guerras del Peloponeso contra Esparta y sus aliados.
Busca una solución a lo que parece no tenerla, un conflicto que no cesa. La metáfora del complejo trabajo del tejer, limpiando y cardando la lana, hilándola, antes de montar trama y urdimbre y empezar a tejer, uniendo hilos de cualidades, grosores y colores -pero sin impurezas-, para describir el arduo trabajo político de volver a coser una sociedad, remendando los desgarros, es pertinente -aunque la metáfora política del tejido, que Platón también utilizaría, ya existía desde la época arcaica.
Tras las noticias sobre el hormigonado de los caminos por el Acrópolis que el gobierno griego acaba de concluir -justificando que el paso de las sillas de ruedas (por pendientes imposibles) será así cómodo-, y a los pocos días de un próximo viaje de estudios a Atenas y Creta, con estudiantes de Arquitectura, quizá sea útil recordar, gracias a las imágenes de la fotógrafa de arquitectura suiza Hélène Binet, la urbanización de los accesos al Acrópolis que el arquitecto griego Dimitri Pikionis (1887-1963) realizó en los años 50, tras el derribo de barrios modestos que rodeaban la colina e impedían las vistas lejanas del Partenón.
Pikionis escogió placas y fragmentos de mármol gastados, con los que se habían construido las casas que se acababan de echar abajo, muchas procedentes a su vez de construcciones romanas en ruinas que habían sido reutilizadas, conformando un gigantesco mosaico, unas "alfombras" de mármol pentélico con piezas de los siglos XIX y XX, y otras de la antigüedad, encajadas, conjuntadas, creando un estrato, un nivel de construcciones desaparecidas -como si constituyeran una planta que se extendiera a los pies del Acrópolis, recordando la ciudad que ya no era-, pero que abrían paso, daban paso a los visitantes del presente.
La lección de Pikionis no ha sido escuchada en el siglo XXI.
Para TS
Así como el griego antiguo y el latín distinguen entre la casa como construcción y la casa como moradores, la mayoría de las lenguas modernas utilizan una misma palabra para designar ambas realidades: la obra y quienes la habitan.
Una de las aportaciones más comentadas y cuestionadas del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009) afirmaba que la palabra casa designaba una tercera realidad, o tenía una función que no consistía solo en acoger y proteger a sus moradores o usuarios. La casa es "una persona moral que posee un dominio compuesto a la vez de bienes materiales e inmateriales, que se perpetúa por la trasmisión de su nombre, de su fortuna y de sus títulos según una línea real o ficticia, considerada legítima con la única condición que esta continuidad pueda expresarse en el lenguaje del parentesco o de la alianza, y, casi siempre, de las dos juntas " ( La vía de las máscaras, 1979).
Este definición un tanto enrevesada (como en la mayoría de los textos de Lévi Strauss), sostiene que la casa no solo es un linaje -como una casa noble o real, por ejemplo, que habita una mansión o un palacio- sino que lo constituye. La casa tiene la autoridad moral para fundar un linaje, para darle sentido. Éste, no comprende sólo a varones, o a descendientes de varones, como suele ocurrir -hijos, hermanos, tíos, pero habitualmente no incluye a suegros ni yernos- sino que comprende a todos los habitantes -hembras y varones- de una casa, formen parte de una misma "familia" o no. En tanto que moradores permanentes de una casa, se convierten en parientes y se dotan de los valores, los deberes y los privilegios de un mismo linaje. La descendencia directa ya no es el mecanismo que constituye una "familia" o casa, sino que ésta depende del espacio de acogida. La casa es un organismo que emplaza a un grupo en un lugar y lo dota de ligámenes indestructibles. Desde entonces, los miembros de una misma casa, sean parientes "naturales" o no, se deben los unos a los otros, están allí para ayudarse y defenderse. La casa los instituye como seres cercanos, unidos por un techo, que los distingue de otras familias, y les ofrece un signo de reconocimiento. Del mismo modo que, hasta no hace mucho, en la Europa no urbana, era más importante o característico ser de una u otra casa, y no el apellido, la casa une a quiénes no son de la misma sangre siempre que convivan bajo un mismo techo. Todo lo que los moradores emprendan estará justificado porque la casa los protege, y les lleva a acometer determinadas acciones -que benefician a lo que los identifica, los ubica en la tierra y da sentido a la vida. La casa es el presente y el pasado: tiene o acoge bienes materiales e inmateriales -acciones heroicas, el buen nombre- y recuerdos. Es también el futuro: los miembros a los que dará un cobijo, un asiento permanente; la casa es un manto que sólo discrimina entre quienes están bajo su cobertura y quienes quedan a la intemperie, independientemente de que unos y otros se relaciones por lazos familiares. La familia es una institución que la casa funda. Se desciende de una casa, no de uno padres. La expresión casa paterna o materna adquiere pleno sentido: ya no es la casa del padre o de la madre , sino la casa como padre o madre, la casa que nos da vida.