Las decisiones de Yahvé son incomprensibles. A ojos de los humanos, injustas o indefendibles. Desde luego, inexplicables. No se las puede razonar. Es imposible saber a qué responden, si es que responden a algún plan oculto. Quizá por eso son decisiones divinas.
La elección de Abel en detrimento de Caín es la primera muestra de una decisión que afectaría a la humanidad, y que se halla por encima del bien y del mal: una decisión ante la cual los mortales se quedan mudos -de asombro, indignación, terror, rencor, desespero, abatimiento: en todo caso, una decisión que supera la humana comprensión, una decisión que no espera comprensión, que no se rebaja: implacable, inaudita. Yahvé acepta las ofrendas de Abel y rechaza los presentes, mucho más sustanciosos, de Caín. Su elección recayó en Abel sin que ninguno de los hermanos, o sus padres pudieran intervenir o interceder. Seguramente ésta es la manifestación de un poder omnipotente: la incomprensión absoluta, y el desespero, que suscita una decisión. El resultado fue el primer crimen, el primer fratricidio. La segunda manifestación de un poder singular, que no responde a ninguna lógica ni previsión humana, fue una perfecta decisión contradictoria: Tras el crimen, Caín fue castigado, lo que entra dentro de lo esperable, pero Yahvé protegió a Caín de cualquier atentado y le permitió asentarse para fundar una ciudad, la primera ciudad.
Años más tarde, el desconcierto que suscitan las decisiones divinas volvió a darse con toda magnificencia.
El patriarca Abraham tuvo dos nietos de su hijo Isaac. Una señal perfectamente identificable anunciaba la singularidad de los niños a punto de nacer: eran gemelos, un hecho que ha marcado la vida de quienes han cambiado la vida de los humanos, fundando ciudades y dando nacimiento a nuevos clanes que torcerían o enderezarían la historia. Los gemelos siempre han sido figuras singulares, pese a ser dobles, singulares puesto que dobles; su nacimiento ha sido una señal de cambios temibles, aunque bien podían ser deseados aunque imposibles de satisfacer hasta entonces.
Nació Esaú, el primogénito. Pero no pudo proclamar su anterioridad. Nada podía aducirse para anunciar que era el elegido. En efecto, Jacobo -Yago, Tiago-, el recién nacido Jacobo o Iacobo, se había agarrado al talón (aqueb) de Esaú, y nació al mismo tiempo:
" Cumpliéronsele los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero, rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob. " (Gn, 24-26).
Jacobo estaba íntimamente unido a Esaú. Allí donde fuera también estaba Jacobo. Éste le seguía los pasos, unos pasos más atrás, cogido a aquél. Ponía los pies en las huellas de su hermano. Jacobo no dejaba huellas, las huellas que se marcaban eran las de Esaú, y Jacobo las utilizaba, les sacaba provecho, se aprovechaba de los avances de su hermano. Él no dejaba rastro. No se le podía seguir la pista. No existían pruebas de lo que hacía, de los pasos que daba. Tan identificación llevó a la suplantación. Esaú tenía los beneficios de la primogenitura. Nada quedaba para su hermano. Toda la gloria, las riquezas pertenecían a Esaú. Pero Yahvé había decidido que Jacob era el preferido. ¿Por qué? Pregunta sin respuesta. Por tanto, Jacob trató de hacerse pasar por su hermano para siempre.
Los días de Isaac estaban contados. Sus fuerzas enflaquecían. Era ya un anciano. Llamó a Esaú y le dijo: parte de caza. Con lo que obtengas tu madre, Rebeca -sabemos bien la fama que tienen las Rebeca-, me preparará un guiso suculento. Después de comer, y antes de que mis recobradas fuerzas se desvanezcan para siempre, te bendeciré.
Esaú era velludo; Jacob, lampiño. Jacob, gracias a su madre, que secretamente le favorecía también -las madres pueden ser, pese a lo que se diga, tan crueles o caprichosas como los padres, humanos o divinos-, supo de la decisión de su padre y partió prontamente de caza. De vuelta, revistió sus brazos con la peluda piel de las cabras que acababa de cazar, y se acercó al lecho de su padre, casi ciego, con el guiso recién cocinado. Isaac dudaba. La voz no era la de Esaú. Le pidió que se acercara y le acarició el brazo, tan peludo como el de Esaú. El olor de Jacobo se disimulaba con el del animal, el olor de un cazador. Habitualmente, solo cazaba Esaú. Jacobo se quedaba en casa. Isaac, entonces, bendijo a Jacob y proclamó:
"que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, mucho trigo y mosto. Sírvante pueblos, adórente naciones, sé señor de tus hermanos y adórente los hijos de tu madre. Quién te maldijere, maldito sea, y quién te bendijere, bendito sea." (Gn. 27-29)
Apenas Isaac pronunció esas palabras, entró Esaú cargado con el botín de caza. Se acercó a su inválido padre y pidió ser bendecido después de que Isaac hubiera probado el guiso que le había preparado. Isaac respondió que ya había probado la carne y extendido su bendición. Y comprendió lo que había sucedido. Con tono amargo, supo que Jacob había recurrido a la astucia para obtener lo que no le pertenecía, decisión que no se podía revocar.
"Dio Esaú: Con razón se llama Jacob, pues me ha suplantado dos veces, y se llevó mi primogenitura, y he aquí que ahora e ha llevado mi bendición" (Gn. 36).
Jacobo, en efecto, también significa suplantador. No es quien parece. Aún se paga con un enfrentamiento incesante, en el Próximo Oriente, el engaño, permitido por Yahvé.
Santiago fue un astuto farsante, que usó toda clase de trucos para salirse con la suya y obtener el poder que no le pertenecía. Tenía la piel muy dura. Es el patrón de los curtidores. Y de los veterinarios -cuyos pacientes, los animales, tantas gracias le concedieron. Inmune al desaliento, usando subterfugios, engañando y adulador, se convirtió en el modelo de perfecto dominador.