Toda ciudad, grande o pequeña, tiene a quien le cante: un poeta, un pintor, un cineasta. Nueva York tuvo a dos Passos, Soria a Machado; Paris sin Proust no sería lo que es en la memoria de los visitantes, y nadie viajaría a Roma con anhelo y fervor si Fellini no la hubiera retratado. Obras que no son el reflejo de la ciudad, como un pasivo, inane e insensible espejo, sino que son el lugar donde la ciudad se construye, vive o revive. Ls ciudad en la que penetramos, en ls que gozosamente nos perdemos, donde querríamos que no nos encontraran nunca, se halla entre las páginas, las láminas, las telas y las viñetas de un poema, un cuadro o una película.
San Francisco es una ciudad porque hasta el pasado día de navidad se alzó en los cuadros de Wayne Thiebaud. Empezó haciendo dibujos animados, anuncios y carteles, antes de fijarse en cosas menudas, vagamente despreciadas: modestos escaparates de pasteles demasiado azucarados, y pequeños útiles de papelería, unos lápices, una diminuta caja para guardar lo imprescindible para escribir, siempre disperso en un pupitre; una manera de fijarse en lo que no merece atención más propia de Morandi, cuyos cuadros coleccionaría, que de Warhol, con quien se le asociaría.
Por fin, la ciudad de San Francisco se fue construyendo en sus cuadros y sus grabados, jugando al gato y al ratón con la cuadrícula urbana y la perspectiva. Calles que se alzan, cansadas de arrastrarse, o se pliegan y se quiebran, hartas de la tiranía de la regla y el cartabón; fachadas que se metamorfosean en vertiginosos acantilados, y barrios que parecen hallarse en la frontera con otro mundo, transitados por los lazos caprichosos de las autopistas que no conducen sino a si mismas: San Francisco se convirtió así en esa ciudad fantástica cortada por calles tan empinadas que solo es posible descender sin freno, dejándose ir, abandonándose, que Thiebaud, junto con el cineasta Hitchcock, creó y conjuró. Las ciudades verdaderas se recorren con la imaginación.