Durante la generosa presentación del grueso libro, de reciente publicación por la editorial Debate, del periodista Andrés Rubio, España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia, en la tienda Cosentino de Barcelona, ayer por la noche -un acto que forma parte del programa de Model. La Semana de Arquitectura de Barcelona-, los miembros de la mesa redonda -los brillantes ponentes Itziar González, María Rubert y Luis Feduchi, guiados con maestría y agudeza por Aurelio Santos-, discutieron sobre lo qué es la fealdad, particularmente en arquitectura -un arte en la que la venustas o belleza es uno de los tres pilares sobre los que se sustenta la creación que merece el nombre o calificativo de arquitectura- sobre todo tal como la define el autor del libro sobre la destrucción del territorio español, parcelado en reinos de taifas que compiten por quien obra más y más grande, casi siempre innecesariamente, toda vez que los permisos de obras, pagados a precio de oro, nutren las arcas municipales y de algunos políticos.
Acerca de la belleza (y de la fealdad, supuesta antagonista suya), el mito no deja resquicios a la esperanza, para alegría a la estética
romántica: la diosa de la belleza, Venus, solo pudo nacer e imponerse tras un
acto perverso: la castración de su madre, y la presencia de sus hermanas, las
horrísonas Arpías. El horror era un peaje que se tenía que pagar, incluso con
la vida, antes de alcanzar las puertas de la belleza, sin la seguridad de que
éstas se abrieran ni que, una vez ante aquella, su fulgor no deslumbrara y
causara ceguera.
El mismo Sócrates lo advertía: una cara hermosa, como la de su discípulo
y amante Alcíbiades, podía esconder pensamientos perversos y actitudes cobardes
o interesadas. Alcíbiades se revelaría como un chaquetero capaz de vender a su
ciudad Atenas por un plato de lentejas y salvar su pellejo -condenado por sus
fechorías. Por el contrario, la cara anciana y el grueso cuerpo de sátiro de
Sócrates, el paradigma de la fealdad física, no le impidieron alcanzar el
Olimpo tras su muerte, desde dónde aún ilumina el mundo.
Mas, pese a estas advertencias, la fealdad física está asociada
inextricablemente a la maldad de las acciones que le da nacimiento. Siendo la
maldad el calificativo que recibe una acción que llevamos a cabo
conscientemente y que tiene consecuencias sobre la vida de los demás, unas
consecuencias de las que no querríamos ser víctimas si otra persona realizara
la misma acción que hemos emprendido. La maldad sería el calificativo de lo que
hacemos pero que querríamos que otros hicieran, si sus acciones pudieran
afectarnos, como afectan a nuestro entorno lo que emprendemos. O, dicho de otro
modo, la belleza sería el calificativo que merece un objeto -una representación
o una interpretación-, fruto de una acción bienintencionada, esto es, que busca
mejorar, beneficiar lo favorecer la vida de los demás, nos lo hayan pedido o
no, un gesto o un acto que no nos importaría que se llevara a cabo en favor
nuestro. Mas, de buenas intenciones posiblemente esté el infierno empedrado.
La fealdad, en arquitectura, sería la cualidad -o el veredicto del
juicio emitido a la vista de un edificio o un conjunto de construcciones- de una
obra que no acoge ni protege la vida; una obra que no ha sido proyectada ni
construida para que la vida prenda, una obra vacía, muerta en la que la vida que
pueda acogerse desfallece. La corta novela de misterio La mudanza, de Georges
Simenon bien lo revela. Cuenta el desplazamiento de una pareja aun joven, con
un hijo adolescente, que dejan el estrecho y oscuro piso que ocupaban en un
barrio céntrico y sombrío de París, dando a una callejuela estrecha y ruidosa,
con vistas a fachadas tan ennegrecidas y maculadas por regueros de aguas sucias
como la desconchada fachada del propio piso, en el París de la postguerra, para
instalarse en un piso nuevo y luminoso, en un barrio recién construido en la
periferia de la capital, compuesto por bloques aislados, todos idénticos, dando
a calles anchas y vacías, y rodeados por descampados que pronto serían amplios parques
frondosos, que borden campos aún de cultivo, y las colinas que ondulan
suavemente alrededor de París. Lejos quedan la escalera angosta, inestable y gris,
el ruido de los vecinos, el griterío, los olores agrios a comida, las perennes aguas
grises por la calle, el constante roce con la muchedumbre, de dudosa higiene,
en favor de la pulcritud, el silencio, la luz y la soledad. El cambio debería
conllevar una mejora en la vida y en las relaciones, la tranquilidad de
espíritu, una autoestima crecida por la sensación de haber subido en el escalafón
social, la prueba visible de la capacidad y posibilidad de crecer y de integrarse
en una sociedad nueva e impoluta, con una imagen sobria, adusta y seria distante
de la turbia pobreza de la que parecía imposible escapar, dejando atrás unos
años de estrecheces y mala ventilación. Cada mañana, al despertar, el
protagonista trata de convencerse del acierto de la decisión del cambio de casa
y de barrio. Ahora, deberían ser respetados y respetables, su imagen debería
haber mejorado a los ojos de los demás, quizá suscitando una soterrada, aunque
deseada envidia. Y, sin embargo, nada de eso ocurre. Todos los días son
iguales. No se producen contactos con los vecinos, que se ignoran y se evitan.
Calles anchas y rectas que no llevan a ningún sitio, y parques demasiado
extensos, que causan inquietud al cruzar, como una árida sabana, por la que se
tiene que pasar, en la es imposible esconderse, aunque el peligro sí pueda agazaparse,
deslucen y apagan la vida, como si un fino velo gris, del que es imposible desprenderse
lentamente cubriera a los nuevos vecinos. El barrio fue levantado fuera de la
miseria, la promiscuidad, la humedad y la falta de luz del centro de París, que
a duras penas se reponía de la Ocupación, como un espacio que debiera ser
acogedor, y acogido con los brazos abiertos. Mas, la vida, pese a las buenas
intenciones de los artífices, no prende. Y la nostalgia por el barrio en el que
se nació crece a medida que los malos recuerdos, compuestos de acritud, aspereza
y mugre, se difuminan. La desesperanza se instala, acrecentada por la sensación
de haber optado por una decisión equivocada e irremediable. No se podrá volver
al pasado. Y la vida, que debería haberse librado del pegajoso contacto con la
miseria física y moral, se irá desmoronando.
Nadie se resigna a una vida gris. Pero la verdadera fealdad, lo que
duele y encoge el ánimo, lo que ahoga es la tristeza, la sensación de haber
errado el rumbo y de no poder corregirlo ya, el lento deslizar por la
desesperanza. La tristeza apaga la vida porque, contrariamente a la fealdad
física, no se puede combatir. La tristeza no está fuera, sobre la que podríamos
incidir, siquiera ocultándola, sino en nosotros. La tristeza es la que conduce
sigilosa e inevitablemente al final de La mudanza. Le pone fin.
A Aurelio, David, Gemma, Helena, María, Marta, Mònica, Oriol