Fotos: Tocho, noviembre de 2022
Hace treinta años, Manhattan no era una isla y Brooklyn era un barrio de secano, sin costa.
El mar y los ríos solo se descubrían desde las alturas de los puentes y los rascacielos, pero no se podrían reseguir físicamente. Los frentes marítimos estaban vetados al paso por autopistas y equipamientos industriales oxidados. Verjas y muros los ocultaban.
Hoy Nueva York posee casi más parques marítimos que Chicago, Cannes o Barcelona. Unos parques estrechos que se alargan indefinidamente, que rodean las tierras, y que solo se pueden recorrer peatonalmente. Desde ellos, las vías rápidas se reducen a un lejano rumor.
El último parque completado se halla en Brooklyn. Recibió este año el primer premio en la Bienal de paisajismo de Barcelona. Un parque muy sencillo, austero, que se entiende en varios muelles y en un largo frente marítimo. Densa vegetación que parece crecer a su albedrío, madera, hierro, bloques de piedra devastados y hormigón. Almacenes de ladrillos reconvertidos en mercados, o en recogidos jardines. El diseño es casi elemental. No sobre nada. Quedan huellas del pasado industrial. Algunos caminos se adentran en el mar. Zonas preparadas para almuerzos libres comunitarios. El conjunto es uno de los parques recientes más hermosos, sin una forzada alusión a la moda o a la nostalgia del pasado. Se diría que el parque ha estado siempre ahí, una área pública al pie de las alturas del adusto y cerrado Brooklyn Heights. Un parque para estar, simplemente, fascinado por el mar azuzado por el viento y las mareas.