Una de las leyendas recurrentes en los cuentos sobre la vida de los artistas se centra en la figura del joven o del niño, sin educación alguna pero con un talento artístico innato que un mecenas descubre por casualidad mientras el joven dibuja en lo que puede con lo que encuentra, y promueve cambiándole la vida.
En el caso del pintor norteamericano Preston Dickinson, la leyenda es una historia real. Siendo un adolescente que trabajaba para mantener a su madre y sus hermanos, que vivían en el Bronx, en un despacho de arquitectos, uno de los patronos del despacho descubrió los dibujos que el joven realizaba en sus horas muertas, pagándole de inmediato estudios en París, donde Dickinson vio por vez primera cuadros de Cézanne, Gris y los cubistas de la escuela de París, cuyo estilo le marcarían.
Los temas, sin embargo, fueron propiamente norteamericanos. Dickinson retrato la industrialización de los Estados Unidos, y los estragos o, mejor dicho, la tristeza que empañaba la súbita conversión de una sociedad agraria y rural, proyectada en el mundo de las fábricas y las naves industriales, en ciudades donde la nieve era gris -ciudades casi siempre cubiertas de nieve y hollín.
El azar -otra vez el azar- unió a los Precisionistas -así se denominaban a los pintores que representaron, con la dedicación de un pintor de miniaturas medievales o de un pintor gótico, las industrias fabriles alrededor de las cuales se agrupaban casas o casuchas asaetadas por las altas chimeneas- con España. Dickinson emigró a España tras el crack bursátil esperando hallar un país con precios más moderados. A poco de llegar, halló la muerte por neumonía en la ciudad de Irún donde está enterrado.