La próxima celebración del cincuentenario de la muerte de Picasso ha suscitado debates acerca de la pertinencia de su obra teniendo en cuenta cómo trató a su esposa y sus amantes. Se aduce que su obra debe ser interpretada a la luz de su comportamiento o se tiene que descolgar y retirar de la vista del público: su visión y la fama que le acompaña es un mal ejemplo porque da a entender que un comportamiento indigno no se castiga si se es un gran artista. El perdón de los pecados cristiano en este caso no se aplica.
Ante esos juicios más o menos recientes, o que se van propagándose, se suele replicar que si la vida privada incide en el juicio de una obra, textos desde Aristóteles hasta Freud, Marx, Foucault o Duras deberían ser proscritos, pues en vida se comportaron, a nuestros ojos, de manera escasamente santificada. Los ejemplos podrían multiplicarse. Hasta Pedro renegó y Jesús dudó.
Mas quizá fuera útil no atacar o contraatacar con ejemplos de artistas con comportamientos éticamente cuestionables, sino intentar reflexionar un momento sobre el efecto de una obra de arte, y sobre lo que ésta “es”.
Postular que el conocimiento de la vida del artista afecta el juicio de la obra, y que éste solo es válido si no ignora los datos sobre cómo actuaba el artista en la vida, implica que la obra está marcada por la acción del artista. La obra no es libre, sino que es un espejo de lo que el artista suele hacer fuera de su trabajo como artista. Como la vida del artista es condenable, así lo es su obra. Ésta se halla manchada de sangre.
Mas, si la obra solo refleja o revela cómo es un artista, no puede abrirse al mundo y ofrecer un punto de vista nuevo sobre aquél. La obra es como un diario personal involuntario. Cuente o muestre lo que muestre, la imagen siempre será un testimonio de una manera impropia de actuar.
Se así es, la obra de arte se convierte en una prueba, cuyo interés desaparece tras la condena del artista. Es una huella que lo señala, lo retrata y lo condena.
La prueba puede residir en el contenido o en la manera de plasmarlo. Pero ya Aristóteles postulaba que el estilo transfigura el contenido, y escenas insoportables en la vida devienen fascinantes cuando se representan. Si así no fuera, las tragedias griegas y todo el arte cristiano sería imposible de contemplar y menos de admirar. Debería ser ocultado o destruido -como así ha ocurrido en diversos periodos de la historia.
Queda por tanto que el estilo sea dañino o sea incapaz de transfigurar el tema horrísono o condenable. En el primer caso, sin embargo, el estilo tiene que ver con formas, maneras, modos de representar. Los juicios éticos, en este caso, no son pertinentes. Solo caben los estéticos, por lo que el estilo puede ser denostado por absurdo, incongruente, deficiente, pero nunca por dañino; o, mejor dicho, puede plasmar o revelar con escasa fortuna un tema, dañando la vista del espectador, pero no su alma.
Si el estilo no “estiliza” -no da “estilo” al tema, si no lo transfigura, y aquél se muestra descarnado, la obra no forma parte del grupo de obras de arte. Es así como una foto de una ejecución de Robert Capa es una obra de arte perturbadora (y hermosa) y una decapitación filmada por el Estado Islámico no lo es. En un caso, la preocupación por la composición, el encuadre, la luz definen, fijan e “indultan” el tema -lo llenan de gracia- y lo hace soportable, mientras que la ausencia o despreocupación de las formas en el otro caso hace que la imagen sea insoportable y solo refleje la vileza del acto documentado.
Todo artista (ante todo, Picasso) cuida las formas y las emplea para componer un tema. Y solo es artista si actúa de este modo. Lo que se juega es su obra y ésta, en tanto que obra, no se valora por su relación con la realidad sino por la manera cómo la trata. Y la manera da lugar a una nueva realidad que solo existe en el mundo del arte, un mundo en el que solo son pertinentes juicios estéticos y no éticos. Belleza y fealdad, que no bondad o maldad son los términos con los que se enjuicia el arte. Picasso pudo ser un monstruo, su obra es fea o hermosa (según el juicio de cada uno), pero su fealdad, sí así se juzgara, no implicaría que Picasso fuera una persona éticamente condenable, sino técnica o artísticamente torpe o limitado. Su obra debería entonces ser retirada por irrelevante, por ofrecer un ejemplo de arte deficiente, no por afectar o condicionar nuestros actos.
La censura siempre reduce al espectador a ser una persona que tiene que ser encuadrada y sometida, incapaz de valerse y de juzgar por si mismo. La historia del arte es a menudo una historia contra el arte , contra su existencia.