jueves, 10 de octubre de 2024
MORTON FELDMAN (1926-1987): THE ROTHKO CHAPEL (1971)
JEAN-PAUL SARTRE (1905-1980): "NUEVA YORK, CIUDAD COLONIAL" (1949)
"Me encanta Nueva York. He aprendido a amarla. Me he acostumbrado a sus enormes conjuntos, a sus grandes perspectivas. Mis ojos ya no se detienen en las fachadas, en busca de una casa que, imposiblemente, no sea idéntica a las demás. Van directamente a los edificios perdidos en la bruma, que no son más que volúmenes, nada más que el marco austero del cielo. Si uno sabe mirar las dos hileras de edificios que, como acantilados, bordean una gran vía pública, se ve recompensado: su misión termina ahí, al final de la avenida, en simples líneas armoniosas, una brizna de cielo flotando entre ellas.
Nueva York sólo se levanta a cierta altura, a cierta distancia y a cierta velocidad: no son la altura, la distancia ni la velocidad del peatón. Esta ciudad es asombrosamente como las grandes llanuras de Andalucía: monótona cuando la recorres a pie, hermosa y cambiante cuando la atraviesas en coche. He llegado a amar su cielo. En las ciudades europeas, donde los tejados son bajos, el cielo se arrastra a ras de suelo y parece domesticado.
El cielo de Nueva York es hermoso porque los rascacielos lo elevan mucho sobre nuestras cabezas. Solitario y puro como una bestia salvaje, monta guardia sobre la ciudad. Y no es sólo una protección local: se puede sentir cómo se extiende por toda América; es el cielo de todo el mundo.
He llegado a amar las avenidas de Manhattan. No son pequeños paseos serios encerrados entre casas: son autopistas nacionales. En cuanto pones un pie en una de ellas, te das cuenta de que tiene que llegar hasta Boston o Chicago. Se desvanece fuera de la ciudad y el ojo casi puede seguirla hasta el campo. Un cielo salvaje sobre grandes vías paralelas: eso es Nueva York. En plena ciudad, estás en plena naturaleza. Me costó un tiempo acostumbrarme, pero ahora que lo he hecho, en ningún sitio me siento más libre que en medio de la multitud neoyorquina. Esta ciudad ligera y efímera, que parece cada mañana y cada atardecer, bajo los rayos luminosos del sol, una simple yuxtaposición de paralelepípedos rectangulares, nunca oprime ni deprime. Aquí se reconoce la angustia de la soledad, no la del aplastamiento."
(J.-P. Sartre: Situations, III, 2)
miércoles, 9 de octubre de 2024
El saber y el sabor
Mientras que el castellano y catalán solo poseen una única palabra, sabio o savi, el francès recurre a dos términos: sage y savant. No son propiamente sinónimos. Poseen significados distintos (que sabio o savi posee pero no distingue).
El castellano y el catalán están más cerca de la palabra originaria, el latín sapidus (y el verbo sapio), una palabra que también está en el origen del sustantivo sabor (y del adjetivo sabroso).
Sapio, en latín, significa tener gusto, es decir buen gusto. El gusto se manifiesta tanto en el hacer (el buen hacer) como en la decisión previa al hacer, que determina si se tiene que actuar o no.
Un savant, en francés, es una persona inteligente. Posee los conocimientos necesarios para intervenir. Sabe cómo hacer o proceder. Persigue una meta: la verdad.
Pero el savant y no mide las consecuencias de sus actos. La meta, la prosecución de una acción, es un fin en sí mismo, independientemente de lo que dicha acción pueda causar, hoy diríamos, de los daños colaterales.
El sage, en cambio, persigue valore éticos y estéticos: el bien y la belleza. Intuye qué puede acontecer si obra.
El sage reflexiona -y puede llegar a la conclusión que los daños pueden ser superiores a los beneficios. El savant actúa. Tiempo -o no- tendrá el sage de evaluar la “bondad” del gesto del savant.
Una persona inteligente no es siempre sabia. Sabe cómo hacer, pero no se plantea porqué hace. El savant no se detiene. Tiene que practicar, y repetir una y otra vez los gestos necesarios, y en un determinado orden, para conseguir sus fines. La destreza es necesaria para ser un savant: una destreza que requiere una mano diestra, eficaz, que logra gestos contundentes, que no dudan: se llevan a cabo, diríamos, sin pensar. El savant tiene que tener capacidades técnicas. No puede recapacitar. El savant cree en el progreso. Mira hacia adelante, hacia el futuro. Tiene un objetivo.
El sage, en cambio, mira hacia el pasado, y aprende de las decisiones tomadas en el pasado. De dichas enseñanzas saca las consecuencias que probablemente causen sus acciones “savantes “. El savant no se hace preguntas. No cuestiona ni se cuestiona. Es una máquina eficaz. Gracias a sus acciones, se despeja un camino -que quizá no lleve a nada y sea irreversible. El sage “huele” lo que puede ocurrir. Tiene olfato y vista. Tiene el buen gusto de inquirir sobre las condiciones y las posibles consecuencias de la acción, perfectamente planificada, que el savant está a punto de emprender.
El gusto es una facultad que permite medir las cualidades de las cosas y de los gestos, y su impacto en nosotros, en nuestro ánimo. El gusto intuye las consecuencias de una exposición: de unos objetos, y de nuestro contacto con éstos.
Educar el gusto debería ser la tarea de cualquier enseñanza: enseñar a valorar si se puede y se tiene que proceder. Un conocimiento que debería preceder el de los saberes técnicos y proyectiles en arte y arquitectura. La “sagesse “ puede conllevar renuncias. Preferir dejar las cosas cómo están -con la posible esperanza que, un día, un sabio, recapacite, y determine que se dan las condiciones para que un acto sea bello y beneficioso, siempre atento a cualquier atisbo de mala práctica, de una práctica que hace, nos hace, daño, nos hace peores.
martes, 8 de octubre de 2024
Buen humor
“Vivo, esforzándome constantemente en luchar, por el buen humor, contra los sufrimientos de la mala salud y otros males de la vida, firmemente persuadido que a cada vez que un hombre sonríe, y más aún cuando ríe, añade algo a este fragmento de existencia.”
(Laurence Sterne: Vida y opiniones de Tristram Shandy, Gentleman, 1759)
domingo, 6 de octubre de 2024
ELÍAS ROGENT (1821-1897): CÁRCEL (MATARÓ, 1863)
viernes, 4 de octubre de 2024
Poder
Poder es un verbo y un sustantivo
Como verbo indica una posibilidad. Abre una puerta, despeja obstáculos. Señala una vía abierta. No implica movimiento, pero sí que éste sea posible . El poder se manifiesta, en primer lugar en el cuerpo. Éste no se mueve descontroladamente ni se queda quieto, inerte, sin fuerzas, sino que está a la espera de mi decisión.
El poder está asociado a la libertad. Se abre ante mí un abanico de posibilidades. Actuaré o no. En ambos casos, nada me fuerza a tomar una decisión ni a emprender una acción. Puedo, y por tanto soy. No tengo impedimentos. Para poder actuar no tengo que enfrentarme a nada. Todo enfrentamiento limita y condiciona mi intervención. Por tengo, la posibilidad de intervención implica la atención a las posibilidades de los demás. Dicha posibilidad requiere un acuerdo. Cada parte señala los límites de su campo de actuación, límites necesariamente acordados. Dicho acuerdo dibuja un espacio, el espacio propio en el que puedo incidir y manifestarme, ser lo que quiero ser, dispuesto a relacionarme con los demás. El espacio es siempre un espacio de libertad, es decir, de aceptación del espacio de los demás.
Como sustantivo poder ya no se relaciona con la libertad ni con el acuerdo, sino con el sometimiento. El poder es la capacidad de neutralizar a los demás, impidiéndoles desarrollarse. El poder implica la falta de contención, de control. El poder está en manos de quien no acepta fijar unos límites y no reconoce a los demás los mismos derechos.
La infinita posibilidad que el verbo anuncia desaparece con el poder en tanto que sustancia. Está solo se manifiesta, y existe, en tanto que ataque. No abre sino que cierra puertas. Busca la confrontación.
La potencia no es fuerza. La fuerza subyuga y destruye. Aniquila a los demás. La fuerza se agota. Y no deja más que ruinas. La potencia, por el contrario es generativa. Da vida, anima. Abre espacios en los que poder estar. La potencia está siempre activa. Se abre a los demás. Tiende manos. Está dispuesta a colaborar. Reconoce la potencia ajena y acepta los límites de su campo de actuación.
El poder como sustancia nos pone por encima de los demás. Estos devienen súbditos, sujetos, sujetos a mi poder.
El oferta como posibilidad, por el contrario, invita a la colaboración. Es una muestra de generosidad. Me predispone a actuar sin ejercer el poder, sin reducir a los demás.
El poder destruye a todos a quien lo posee y a quien lo sufre. El poder como posibilidad es una invitación a la apertura, al reconocimiento. Está ligado a la curiosidad, a la atención. Me abre a los demás. Y me impide tomar el poder que me bloquearía y anularía a los demás.
El poder es mortífero. Tener la capacidad, la posibilidad de intervenir, en cambio, es creadora, generadora.
El pasar de poder a ejercer el poder implica una pérdida; la pérdida de contención -uno ya no se domina-, y la pérdida de visión: los demás ya no son vistos como iguales. Ponerse por encima de los demás, no reconocerlos, es una muestra de ceguera que solo lleva a la muerte. Nos mata como humanos y destruye a los demás.
Como lo estamos viendo diariamente hoy.