miércoles, 4 de enero de 2017

La imitación en el arte

La definición aristotélica de la función de la poesía como la imitación de una acción heroica por medio de un lenguaje marcó un hito en la teoría del arte occidental.
Sin embargo, no era la primera vez que se asociaba, incluso positivamente, arte e imitación. Ya Platón, unos pocos años antes, había defendido y caracterizado un tipo de imagen plana como una imitación de una forma invisible, tal como una figura geométrica ideal. El resto de las imágenes que imitaban formas y acciones visibles eran, por el contrario, condenadas, así como las que plasmaban hechos que no se debían ver: así, ciertos comportamientos condenables, como el rapto del pastor Ganímedes por parte de Zeus, según el juicio platónico.
Pero Aristóteles fue quizá el primero que postuló que la poesía debía imitar, atendiendo a una serie de condiciones, y no limitarse a imitar en ocasiones. Tal era el sentido de la poesía, la danza y el teatro.

Fueron los tratadistas renacentistas occidentales quienes trasladaron la función imitativa de la poesía a las artes plásticas. La pintura, la escultura incluso la arquitectura debían, a partir de entonces, perseguir una imitación perfecta de formas naturales a la luz de los textos clásicos (Ovidio, por ejemplo), es decir que debían imitar plástica o imaginativamente las historias míticas contadas por la poesía y la tragedia, o las traducciones plásticas de aquéllas por la estatuaria clásica -numerosas obras renacentistas se inspiran en efigies de Venus o Apolo romanas.

Para Platón, existían dos tipos de imitación: la imitación que coexiste con el modelo -un retrato, por ejemplo- y la que lo sustituye -una forma celestial invisible. La primera era condenable. Permitía la comparación entre la imagen y el modelo en detrimento de éste, menos atractivo que su imagen, pese a tener una consistencia de la que carecía la imagen, la cual llevaba al engaño: hacía creer en la existencia de espejismos. Las segundas, por el contrario, cumplían una función necesaria: ayudaban a quienes no estaban acostumbrados a lidiar con las ideas -como sí lo estaban los filósofos- a tener una "idea" aproximada de lo que eran ideas sin traducción visible en la tierra. Ayudaban a ver a quienes carecían de los ojos del alma que permitían otear entes invisibles.

Teóricos modernos han nombrado a estas imitaciones simulacros. El término es desdichado. Las imágenes, en este caso, no simulan nada, del mismo modo que un actor no simula ser el personaje que encarna. Como bien dice el verbo encarnar, un actor es un personaje de (o en) carne y hueso; un personaje de teatro -Hamlet, o Edipo, por ejemplo- del los que solo tenemos noticias "visibles" a través de la presencia del actor en el escenario mientras interpreta. Durante todo el tiempo de la actuación, el personaje se muestra ante nosotros gracias al juego del actor. Del mismo modo, un representante político o comercial asume todos los valores, funciones y poderes de quien o lo que representa. Un embajador no simula ser un presidente de gobierno: lo es en determinadas circunstancias, del mismo modo que un actor es el personaje que representa -que nos presenta, que se presenta- en un lugar -un teatro-, y un tiempo fijado -durante la "función".  

En ocasiones, este tipo de imitación se refuerza mágicamente con la adición de elementos pertenecientes a quien o lo que se representa. Así, una estatua puede sustituir a un santo porque incorpora, a modo de relicario, un elemento orgánico -un hueso, un mechón, etc.- perteneciente al santo. Éste ha desaparecido, pero su ausencia se suple con una imagen. Del mismo modo, un manto de armiño perteneciente a un rey vivo pero distante, puede ayudar a que un embajador sea aceptado como un representante a quien se debe el mismo trato reverencial que al rey, ya que es el rey en este lugar.

La imitación, por tanto, no implica necesariamente el parecido. En ocasiones, porque lo representado no tiene faz o apariencia alguna -los dioses (paganos o no) no tiene cuerpo, por ejemplo, que pueda ser imitado, pero su imagen sí puede ser corporal, sin que la mostración o exhibición de un cuerpo sea percibido como un atentado contra la divinidad, ya que en dicho lugar asume o acepta el cuerpo con el que se le dota para que la divinidad pueda ser percibida por los limitados sentidos humanos. En otras, el parecido es irrelevante, dado que la inclusión de elementos ligados o pertenecientes a lo representado dota a la imitación de algo más importante que el simple parecido: del aura o energía transferida del modelo a la imagen.


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